Los argonautas
sparciéndose con ella una melodía suave de metales discretos, una música con sordina que sólo
odavía iluminados por la luz eléctrica, y deteniéndose en un cr
ída entre sue?os. El Coral de Lutero. Era domingo, y el buque protestante lo anunciaba
uidos de los pasajeros, llamados inútilmente a la meditación y la plegaria. Pero transcurridas cuat
s. Todas marchaban con los ojos bajos y cierto encogimiento, como si acabase de ocurrir en el buque algo extraordinario y triste que entenebrecía el esplendor de la ma?ana tropical. Entre las manos enguantadas de negro llevaban peque?os libros encuadernad
oroso remontábanse en él desde la corbata negra a las orejas. Batían sus piernas los faldones de un chaqué, prenda incómoda en la región ecuatorial, que gravitaba sobre sus espaldas con la pesadumbre de una coraza, moteando sus sienes
e por las ventanas de los salones. Luego se dirigían hacia la popa discretamente en busca de las tertulias que empezaba
limpieza, evitando el choque de los cubos, las ruidosas frotaciones, haciendo hablar a
? estaba allí, oprimido, amontonado ante la plataforma de los músicos. Las se?oras, en primer término, ocupaban las sillas, y detrás de ellas los hombres, de pie, codo c
s postales y ?recuerdos de viaje? que vendía el mozo del salón encargado de la biblioteca. El tal mostrador había desaparecido bajo un mantel lleno de
encierro en la maleta. Arrodillado a sus pies estaba el abate, con las barbas fluviales tendidas sobre el negro delantero de su sota
el obispo, había en ella tal encanto y tanta autoridad, que las buenas se?oras se lamentaban de que estas contestaciones fuesen breves. Y él, convencido de su éxito, se empeque?ecía, se humillaba ante el oficiante, como un simple acólito, mirando algunas veces al público con el rabillo del ojo para
divinas Formas. Este hombre extraordinario, aleccionado por la experiencia, no olvidaba nada en sus viajes. En una maleta, los periódicos ilustrados con sus biografías, los libros que había escrito
a, pegándose al vidrio, al mismo tiempo
ted oyend
en esas damas el curso de la misa. Algunas hasta tienen húmedos los ojos. Una misa en pleno Océano, ?figúrese usted!... Y pensar que si América la descubren los ingleses, o el
egue vertical entre las cejas, contemplaban ansiosos las genuflexiones y manejos del hombre dorado y los gestos d
ba el público am
ntro está Nélida, una Nélida que parece otra, humildita al lado de su madre, con la cabeza baja, sin nada llamativo, húmedos los hermosos ojazos. ?Pobrecilla! En ella las impresiones son tan fugaces como intensas. Está emocionada por el espectáculo. Un poco más, y rompe a llorar... Pero vámonos de aquí; estamo
mprender un paseo por la cubierta
gusto silencio; el Océano recogiéndose para presenciar mejor la divina ceremonia; la ma?ana esplendorosa, las gentes llorando, un hálito celeste descendiendo sobre el buque cual música angélica... Y fíjese en la realidad: no hay más música que la de los ventiladores y abanicos; los hombres chorrean sudor y miran a
d da muy poco en América, y el catolicismo es algo que dejó muy arraigado en las mujeres la educación espa?ola. Los hombres son indife
ocasiones un místico. Al sentirse fatigado de aventuras y glorias, desce?íase la tizona, abandonaba el corselete y se cubría con el hábito de fraile. Otras veces, en plena juventud, basta
Eran místicos de acción, como el antiguo soldado Loyola, como la andariega Teresa de Jesús, especie de Don Quijote con tocas siempre a caballo por los campos de Castilla; y este misticismo vigoroso y militante, que salvó a la Iglesia católica cortando el paso a la Reforma se había esparcido por el
de indiscutibles milagros... Los imagineros de Valencia y de Sevilla enviaban remesas de vírgenes y cristos a los conventos de las Indias y a los hidalgos retirados de aventuras en sus buenas e
mo las erigiesen un templo; imágenes que, ocultas en el suelo, se anunciaban con músicas y luces misteriosas. Todos los prodigios divinos de la metrópoli se repitieron en las Indi
procure no hablar de religión, si es que busca apoyo en las damas. Deje eso para los comisionistas de comercio extranjeros. La impiedad no puede ser para nosotros ar
, nadie se había movido de su lugar, pero el oficiante era otro. Monse?or estaba abajo, tomando su almuerzo, rodeado de la familia admiradora, que le incitaba a restaura
negro de las ojeras, el rojo de las mejillas y el barro blanquecino de los polvos de arroz. La conciencia de estas devastaciones del calor las hacía moverse nerviosas en sus asientos con el abanico sobre e
pe mascullando frenéticamente sus latines, reanudándolos antes de que terminase sus respuestas el ayudante con sotana negra. Es
pechos comprimidos, algo semejante a la fuga pavorosa del público en un local que se incendia. La misa había terminado y las se?oras corrían a sus camarotes para cambiar
tercera misa ayudado por don Carmelo. El sacerdote se preparaba a oficiar sin más pueblo devoto que las sillas esparcidas en el salón con el desorden de la fuga. Sólo algunas domésticas, enviadas por sus
adquirir buenas amistades!... ?Y me lo dejan solo, como un artista sin cartel! Eso no está bien. Hay que hacer algo
era de una densidad asfixiante. Conchita los saludó con un gesto de cansancio. Do?a Zobeida, al reparar en ellos, tuvo mira
sorpresa viendo la inmovilidad devota de sus dos amigos. Y este agradecimi
fue el primero en huir, llevándose las
. Er comandante, porque soy espa?ol, me da siempre estos
n busca de sus ornamentos para colocarlos uno por colocarlos u
Circulaba impreso el programa de las fiestas con las que se solemnizaba el paso de la línea: cuatro días de banquetes, conciertos y juegos atléticos. Muchos reían de los chistes con que el mayordomo había salpicado
or la sonrisa de Mrs. Power y abandonó a su comp
iría que tiene ojos en la nuca para verle. Está de cara al mar y apenas nos aproxim
n la terraza del fumadero, y Maltrana, ansioso por conocer
entaban algunos de aquéllos. El barón belga, su rival el alemán y otros más que tenían bigotes, aparecían ah
rteamericano, con la cara limpia de pelos lo mismo que los luchadores helénicos. Y esto había bastado para que aquellos hombres, roídos por sorda rivalidad corriera
ito-. Ahora parece que su gusto consiste en que los hombres se afeiten. Yo estoy libre de eso: yo he seguido siempre l
y mirando a Nélida, que por casualidad fijaba al mismo tiempo sus
n la mesa, a la hora del almuerzo, n
el día en su camarote. Hoy es el sexto aniversario de la muerte de su se?ora, y todos los a?o
viejo médico, con sus setenta a?os, sus patillas te?idas y sus dientes montados en oro?... Y en vida de la llorada
nda las cosas cuando las perdemos y nos las hace ama
ión a la parte más interesante del buque: una visita que muy pocos conseguían hacer. Pero él tenía amigos,
alera abajo, dejando a Ojeda ten
o una leve pincelada blanca, destacábase en el azul del horizonte ante la proa del trasatlántico. Era un velero, todavía lejano, que navegaba con el mismo rumbo del Goethe. Pronto lo alcanzar
rodando vertiginosamente hacia el navío, como una pieza de tela que se desenrolla, obscureciendo al mismo tiempo el
truenos como sólo se oyen en la soledad del Océano. Esta lluvia no era a raudales, sino en grandes masas, cual si se desfondase un lago allá en lo alto y todo su volumen cayera de golpe. Entraba en forma de cuchillos por los intersticios de las lona
dose con ellos en los salones, surgía de pronto el sol; el buque, chorreante, brillaba cual si fuese de oro, y la mancha de sombra iba corrié
s, ardientes por el sol, crujían de nuevo bajo los pasos. Un cuarto de hora después del tempestuoso chaparrón no quedaban vestigios de él. Se le recordaba como algo absurdo e irreal,
sus gemelos en la misma dirección. Ojeda abandonó su asiento para unirse al grupo, y los dormitantes que estaban cerca se inc
sol. Una maniobra del Goethe lo dejó a un lado, y entonces apareció visible de proa a popa, con su casco férreo pintado de verde, agudo y veloz, y el velame
un velero de Brema y no iba a América. Se aproximaba a las costas del Brasil para toma
en alto sus casquetes blancos iguales a los de los cocineros. Se adivinaban sus gritos, absorbidos por el silencio del Océano, de los que no llegaba el más leve eco hasta el vapor.
de espuma rebullían a lo largo de su proa. ??Adiós! ?Buen viaje!?, gritaba en varios idiomas la muchedumbre agrupada en las bordas... Y el velero fue empeque?eciéndose, como si marchase hacia atrás, saludando con violentos cabeceos las arrugas espumosas que enviaba a su encuentro el invisible volteo de las hélices. Al fin pareció qued
rés debía preocuparle para que dejase pasar inadvertido este encue
encontró a Conchita que paseaba con gracioso contoneo, sacando los codos, montada en altos y
s y agudos se cla
ras que hablan en extranjero y ni Dios las entiende... No, hijo: ?si no quiero nada con usted! Paseo mejor solita...
e e irónica, iba hacia ella, acodándose en la baranda para entablar el segundo galanteo del día. Imposible hacer otra cosa en este encier
Ojeda. Estos flirts sin resultado parecíanle monótonos, dulzo
jarse, una mirada maliciosa que equivalía a una promesa y ciertas palabras de doble sentido le mantenían inmóvil. Cuando, súbitamente entusiasmado, intentaba avanzar, ella
respiraba, satisfecho y contrariado al mismo tiempo. ??Anda con Dios y no vuelvas nunca
istraída; le esperaba al paso, apoyada en la borda, contemplando el mar en la actitud de una actriz que se ve espiada por la máqu
irtiendo conmigo... ?Ay, si estuviésemos en tierra pudier
zosamente iba detrás. Había que resignarse a un galanteo penoso y contradictorio, a un tira y afloja que parecía muy del gusto de aquella mujer y le hacía abrir unos o
nocer la conducta de Maud!... Y a impulsos de su orgullo varonil, de esa vanidad jactanciosa del macho, que transige con la
, si la otra contemplase desde lejos lo que le estaba ocurriendo en el
nérgica resolución al decidirse a ser fiel. Pero la estrechez del encierro conspiraba contra su virtud. Imposible mantenerse aislado. Las necesidades de la vida, los toques de llamada al comedor, los juntaban a todos. Además, aquella mujer parecía dotada de un sentido diabólico para
el perfume de Maud; la pureza forzosa por falta de ocasión, que se retorcía fieramente ante la curva tentadora, el largo contacto de las manos o las bla
y ?quién sabría nunca lo que ocurriese!... Había que entregarse a su destino; seguir las sugestiones irresistibles del ?gran impuro?. Y Maud la dominadora le veía otr
un peligro. Podía estar junto a ella sin que se alterase el equilibro de su tranquilidad. Mina, con su dulzura sentim
licitaba a Ojeda con una ironía cruel por su magnífica conquista. ?Qué suerte! La mujer más fea y pobremente vestida del buque..
del buque. Ella esperaba ver a Fernando llevándolo en brazos mientras hacía el amor a la mamá. Apostaba algo a que po
lla estaba en el piano y él de pie mirándola lo mismo que un tenor... ?Y decían que esta infeliz, igual a una doncella de servicio, había sido una mujer hermosa y una grande artista!... ?Y todos los éxitos de O
os, pero se adivinaba en su gesto la amargura de la decepción. Y cuando Ojeda quedaba solo, ella parecía ocultarse, huyendo de reanudar sus conversaciones. Si en sus paseos
cierto hermoseamiento de la antigua artista,
. Está elegante como una institutriz de su tierra... Tiene la cara menos verde, y deja un reguero de olor barato: habrá comprado polvos y perfum
con una satisfacción cobarde. Eran celos nacientes, que i
s, lo mismo que si una mano invisible le cosquillease en la nuca. Cogida a la baranda, echaba el busto atrás, y luego se aproximaba a ella hasta tocarla con el pecho. Con esta gimnasia nerviosa acompa?aba su charla y disimulaba un deseo de extender los brazos y desperezarse. In
icaciones de Ojeda-. Hoy es domingo, y no llegaremos hasta el sáb
an sinceridad amorosa, un deseo vehemente de recién casada q
ocupaciones, sin amistades, con largos encierros en el camarote para evitarse el trato de las gentes, la imagen del esposo resurgía en ella con una irresistible novedad, acompa?ada de estremecimientos largo tiempo olvidados. Además... ?el calor ecuatorial! ?la asfix
una voz monótona de sonámbula. ?Bonito papel el suyo!... Y saludando irónicamente, anun
ígame esas palabras bonitas que usted sabe decir y que parecen de comedia:
la cual se había mantenido hasta entonces, irónica y hostil, y de los fragmentos de la rota defensa acaba
a: una mirada agresiva, de cólera mortal, que pareció clavarse en su espalda. Fernando recordó que así m
una avidez de posesión. Sonreía escuchando las palabras de su acompa?ante, su angusti
oquetería cruel, que a Ojeda le pareció forzada esta vez, adi
e de Fernando. No se podía hablar con él: siempre pidiendo lo mismo. Se retiraba al
viene su amigo; ya tiene compa?ía... No ponga usted esa car
el traje de hilo una capa impermeable. Se detuvo en un espacio de la cubierta ba?ado por el so
ijo-. Si quiere us
pa sobre el traje ligero, tembloroso de frío y buscando el calor del sol cu
de viene
-contestó
lados, y al fin se despojó del impermeable y lo abandonó en la baranda
?ará verme con este aspecto de gato friolero, buscando el sol c
icamente podía verlo él, que gozaba de buenas amistades. Para conservar la baja temperatura de dichos almacenes, sólo los abrían muy de tarde en tarde, y él
Navidad!... ?Lo que comemos y bebemos durante el viaje! ?Sabe usted cuánta cerveza llevamos con nosotros? Mil doscientos toneles.
s botellas-interrump
blo... Y resbalando sobre el Océano vienen con nosotros toneladas y más toneladas de harina, monta?as de cajas
s que lagrimeaban; luces eléctricas veladas y mortecinas bajo el halo irisado de la humedad; gruesos ca?os conductores del frío a lo largo de los muros. Primero habían entrado en almacene
gradables estremecimientos. Los de la comisaría llevaban gruesos abrigos y capas impermeable
s: pirámides de manzanas y naranjas, racimos de plátanos, regimientos de pi?as alineadas en los estantes como soldados barrigudos acorazados de cobre y con penachos verdes. Un perfume de gran mercado surgía a bocanadas po
ta de mu?eca y todo queda justo, acoplado, sin la menor rendija. Al ser abiertas, entra el aire exterior y se condensa instantáneamente, formando un humo blanco junto a las lamparillas eléctricas: algo así como si lloviese sal o hielo molido. Un espect
rmando estalactitas. Tenían estas carnes la densidad de las cosas inanimadas: una dureza de piedra. Daban la sensa
que hay que extraerlos a puro hachazo... Las aves, puestas en estantes, las creería usted de cartón piedra, como las que se exhíben en las cenas de los teatros. Da uno con los nudillos en la pechuga de un pavo,
los tortuosos corredores con baldosas rayadas que chorreaban líquida humedad por todas sus ranuras; las puertas de quicio profundo, iguales a ventanas, por las que había que pasar agachando la cabeza y
y permite morir congelado lo mismo que en el Polo estando en pleno Ecuador. Abajo me acordaba de los argonautas espa?oles que en estos mares vendían los
ndido sobre sus cabezas, que repelía el sol o le
sus pies los emigrantes septentrionales que llenaban la explanada de popa. Ma
los gorros de astrakán. Todas estas pelambrerías, así como las barbas, parecen hervir bajo el sol. Y a?ada usted los desperdicios de la comida que fermentan
nudosos y blancos. Se veían narices quebradas exhibiendo los remiendos de unas tirillas puestas en la farmacia. Los más forzudos exhibían con orgullo sus bíceps adornados con tatuajes
rés de estas peleas. Ya no gustaban de la sociedad de los ?latinos? acampados en la proa. Encontrábanse desorientados entre los espa?oles, italianos y árabes, demasiado gritadores e ininteligible
el interesante descenso a los frigoríficos ?a sus muchas am
principio del viaje, con los focos de luz inflamados, s
a toldilla, tenían que renunciar a la diurna apoteosis, corriendo a los c
io que estaba sin ocupar la inm
ado sus compatriotas, esa yanqui fea que canta, y su marido, el de la chaqueta de clown... Aquí se invitan unos a otros, c
entre las cabezas de la mesa inmediata
le había visto. Continuaba metido en su camarote, par
s se miraban con aire interrogante. Flotaba en el ambiente una promesa misteriosa: seguramente iba a ocurrir algo. Y la presunción de un suceso desconoci
despierta un estrépito inesperado. Sonó junto a una ventana del comedor un rugido de fiera rabiosa, un baladro amplificado por el tubo de una bocin
erta apareció un espantable y grotesco personaje, un mascarón negro y rojo. Su avance entre las mesas f
bazas de inflamado color ensanchábase el rostro rubicundo, carrilludo, granujiento, una cara de borracho perseverante y bondadoso como las que se ven en las muestras de las cervecerías. Apoyábase al andar en un tridente que tenía varias sardinas
está el capitán?-preg
s en las mesas, y las mujeres chillaban al sentir en sus
encontraban este espectáculo de una gracia irresistible. Y su hilaridad ganó a los demás
dio con la que ocupaba el comandante del buque, y apoyándose en el
y me envía mi
jo las palabras del mascarón, repitiéndolas tra
vesía le rindiesen pleito homenaje sometiéndose a la ceremonia del bautizo. El discurso iba acompa?ado de alusiones al mareo de los viajeros, al tributo que sus estómagos trastornados rendían al inmenso azul
uiente subiría Neptuno con su corte para la gran ceremonia, y mientras tanto, dos representantes de
casco abollado y peque?o para sus cabezas enormes, levitas angostas, pantalones cortos y un sable herrumbroso batiéndoles el flanco. La gente, al verles aparecer, rio con
utizo, bebieron juntos una copa de champán, y luego, seguido de los gendarmes, se retiró e
ía que ver la partida del emisario, su vuelta a los dominios
laciones atlánticas tomaban bajo este resplandor de incendio que rodeaba al buque el aspecto denso del metal en ebullición. Más allá de esta zona de luz temblorosa, que coloreaba grotescamente los rostros y hacía palpitar los ojos con desor
ós, borracho! ?Expresiones a Neptuno!...? La boya, con su farol, salió del espacio iluminado por las bengalas. Su luz se hizo cada vez más diminuta, absorbida por el misterio negruzco del Océano. Parecía huir a impulsos de oculto motor; escondíase en las largas curvas
por la noche de las chaquetas rayadas y gloriosas, no podía menos de adornar la solapa de su smoking con botones y banderitas de
stá enferma la pobre: el calor, la soledad, los nervios... Le ha preguntado a mi se?ora si po
e causaba solamente la posibilidad de que una dama c
osa y nada hipócrita... Pero yo creo, se?or, que a quien
so de un hombre para el cual no guarda el mundo sorpresa alguna. Daba la buena noticia por compa?erismo. Los hombres se deben entre sí estos informes. Tenía la obligac
a bordo. El concierto atraía únicamente a los ni?os y criadas, que
y patrióticas que los habían mantenido apartados en fracciones indiferentes u hostiles. Se notaba el deseo de comunicación y mezcolanza que remueve a todo un pueblo en vísperas de
Las mamás, que hasta entonces se habían saludado con ceremonia, recordaban enternecidas a las amigas comunes que vivían en París y creían vagamente
se disfraza
lita!... Y a impulsos de su repentina ternura, ofrecióse
ebían entre los hombres con los pies en un asiento o sobre el borde de la mesa... Y bastaba una ligera invitación de los amigos o parientes entregados a interminables partidas de poker, para que todas ellas se decidiesen a entrar
de las copas, corriendo sobre las mesas en raudales espumosos. Sonreían las se?oras reconociendo los encantos de este lugar vedado, y hasta encontraban cierta distinción exótica a algunas de aquellas rubias que sólo habían visto
era él o su amigo el yanqui el autor de la invitación, pero ésta había interpretado
as tortuosidades de rubor veteaban sus mejillas. Dilatábase su boca buscando aire, a pesar de que todas las ventanas estaban abiertas y los ventiladores giraban vertiginosamente. ??Qué calor!...?
té una s
n el humo del cigarrillo que le dio Ojeda, siguió mirándolo con una fijeza audaz, como si concentra
sus ?queridos amigos?, aceptando una copa aquí y bebie
se?ora!... ?Ni que se
s. Lowe se levantaba al amanecer, para ir al gimnasio, tomar la ducha y seguir otras prescripcion
los Ojeda y Maud, mirándose frente a frente. él sentía cierta indecisión, miedo al ?buenas
sfiguraba su rostro, dándole el rictus de una hembra prehistórica agitada por la pasión. De sus labios salió un l
o no necesitó de grandes precauciones. Los dos caminaban sin darse cuenta de lo que les r
errase aquélla con un golpe de pie, pudo ver en su fondo luminoso cómo se entrelazaban unos brazos con la furia con
?unos tanto y otros tan poco! Sintió el tormento de esa rivalidad masculina que respeta en el amigo los triunfos de la intelig
de media noche. Esta vez se habían comprometido seriamente algunas damas de la opereta a ser de la partida. Isidro sentíase de una resolución feroz al pensar en Fernando. Con las de la opereta o con otras; era lo mismo. El no podía q
e necesidad de tinieblas y silencio. En la cubierta
silencio era absoluto en esta cima de la monta?a flotante. De tarde en tarde, un toque de campana en el puente, un rugido del serviola, que contestaba desde el púlpito del trinquete, pasos tenues de marineros descal
chimenea, redoblaban sus titilaciones. Eran como lentejuelas, medio desprendidas de un manto y próximas a caer. En la obscuridad del horizonte marcábanse unos fulgores leja
dículo su orgullo masculino; se avergonzaba de su envidia. ?Lo que le importaban a aquella bestia negra que los mantenía sobre sus lomos de acero todas las miserias y picardías de que la hacían complice...! ?Lo que podían interesar a
co era una encina colocada por Minerva, y este mástil encantado, alma del buque, hablaba, dando oráculos salvadores en los momentos de peligro. ?Por qué no podía hablar también aquella chimenea gigantes
ucosas de un organismo animal. Maltrana creía verle con diverso aspecto en las varias horas del día: so?oliento y torpe al amanecer; alegre y risue?o después de las abluciones matinales; pesado y cabeceador luego de mediodía, al adormecerse el Océano bajo el incendio solar; melancólico y rumoroso como un jardín antiguo a la
entonces parecía navegar con calmosa majestad, entrando solemnemente en los puertos embanderados, entre ca?onazos y vítores. Las gentes se hablaban con frío comedimiento, mensurando las palabras, no atreviéndose a alzar la voz. Hasta los grumetes tenían un estiramiento protocolario. Bastaba que Su Excelencia se apart
es, compuestas puramente de palabras, parecían gravitar realmente en sus entra?as con peso abrumador. Otras veces abundaban las damas elegantes: ocupaba el bridge todas las mesas; el aire marino perdía sus sales bajo una oleada de perfumes caros, y el buque se rejuvenecía con los
eamente. Los hombres corrían ansiosos tras la carnal limosna; surgían conflictos y peleas, todos se agitaban como locos, y el trasatlántico, fosco y de mal humor, nave
por su chimenea, como la nave Argos hablaba por el mástil; una conciencia que percibía el motivo de su
entenares de millas, o marchaban delante con el mismo rumbo. Y desde el opuesto hemisferio, una fila semejante
pio; de las costas de Francia oceánica, que oponen sus bancos vivos de mariscos y los pinares de sus landas a los asaltos del fiero golfo de Gascu?a; de las bahías de Espa?a, copas de tranquilo azul, en las que trenzan sus aleteos las gaviotas asustadas por el chirrido de una grúa o el mugido de una sirena; de las escalas del Mediterráneo, adormecidas bajo el sol; ciudades blancas c
la melodía cristalina del carillón perdido en el misterio de la noche. Grandes puentes giratorios se habían abier
n en jabonosas espumas las olas grises o negras de los mares septentrionales, las azules ondulaciones atlánticas, el inmenso líquido durmiente bajo la pesadez e
n vibración, que repercutía en su cere
s al Norte de América, tragadero insaciable de hombres, olla hirviente de razas, tierra de prodigios absurdos y opulencias insolentes... Pero ahora, el camino se ha bifurcado: conocemos nuevos mundos. El reba?o de acero y humo se reparte, y