Los argonautas
ero y una barandilla, sobre la explanada de popa. Ensanchábase el paseo en este lugar, ofreciendo el a
o de Federico el Grande, con estruendosos alaridos de tr
caminaban los madrugadores por la azulada penumbra de la cubierta, saludándose al paso y comunicándose noticias de la noche anterior. Algun
empujaban cunas con ruedas, en cuyo interior una cabeza abultada, de suaves cabellos, aparecía medio dormida entre puntillas y lazos. Una tropa de ni?os con fusiles de latón daba la vuelta al buque, golpeando el húmedo entarimado con marciales patadas. Eran rubios, morenos o bronceados, mostrando en la varieda
lanceo del castillo de popa, sobre el cual aleteaba una ronda de gaviotas. Eran aves enormes repleta
sobre el camino blancuzco y espumoso que dejaban abierto las hélices en la llanura del Océano. Parecían inmóviles sobre el vapor, que marchaba y marchaba con el jadeante ímpetu de sus pulmones de acero, y cuando quedaban atrás bastábales un par de aletazos para volver a colocarse verticalmente sobre él. Sonaba el chapoteo de un objeto en el mar:
popa, libre a aquella hora de toldos, aparecía ocupada por los emigrantes septentrionales. Formaban cuadros sentados en los camarancheles de las escotillas. Otros, por encima de ellos, ocupaban
ermanecían en cuclillas mirando el mar, como fakires en éxtasis. Unos jóvenes tendidos sobre el vientre, con la quijada entre las manos, escuchaban la lectura en alta voz de un camarada. Junto a la bord
illo de popa, entre botes, maromas y salvavidas, pululaban los pasajeros de tercera clase que gozaban de preferencia: tenderos ambulantes; rusas y alemanas con grandes sombreros de paja, que, agarradas del talle, hablaban de sus diplomas académicos y de la posibilidad de entrar en el seno de una familia del Nuevo Mund
tos. Cabelleras femeniles tendidas al sol recibían la exploración venatoria de los peines. De la blancura incierta de algunas camisas, rígidas y acartonadas por el líquido seco, emergían ubres como harapos, adaptando
matinal. Parecía ser de un planeta distinto la vida que se desarrollaba cuatro metros por encima de la muchedumbre emigrante. Los camareros iban de grupo en grupo ofreciendo grandes bandejas cargadas de emparedados y tazas de caldo: el segundo refrigerio de la ma?ana. Las se?oras exhibían con afectada modestia s
y timidez; pero ella, deteniéndose un momento, vino en su auxilio. Le saludó, preguntando con un retintín irónico cómo había pasado la noche. Sonreía protectoramente, d
a sus hijas para conversar entre ellas con voz de misterio y gestos de indignación, como si comentasen algo escandaloso. No había aparecido aún ningun
a Ojeda aspirando el humo
larga. Debe haber abajo un tendal de muertos y herid
achada?. Estaba tranquilo por haberle dicho su ayuda de cámara andaluz que los hijos mayores ron
mismo que en las plazas de las peque?as ciudades alrededor del kiosco de los conciertos; pero les faltaba en este conti
erza de invitaciones y ruegos conseguía meterlos en el fumadero. Se iba a formar allí por aclam
por la puerta de una escalera tímidamente. Después de largos titubeos avanzó al fin con cierto encogimiento. Vestía un traje blanco, rutilante, majestuoso,
pudo más que el miedo. ?Buenos días...? Pero las damas contestaron su saludo a flor de labios, siguiéndole con ojos severos y mirándose después entre ella
a volver la cara hacia el mar, rehuyendo el lado izquie
a ?qué tiene
hazón lívida de la sien qu
ó Isidro-; poca cos
ión, se miró de los pies al
otro a más de éste... ?Cualquiera adivina
palabras, y siguió riendo con los ojos puest
as; pero todo es puro exterior, y cuando se despojan de los trajes y los a?adidos de París, resultan idénticas a nuestras damas de provincias... Al pasar frente a sus camarotes miro algunas veces por la puerta entreabierta: en el lavabo, marquitos portátiles con imágenes milagrosas nacionales o de importación; en un b
lo de anoche?...? Maltrana sonrió, como si recordase algo
Un miserable que si
udiera enojarse por este rec
rarse?, y me curé tan prolijamente, que aquí me tiene con una sed infernal y este adorno junto a un ojo... Pero no me arrepiento: ?qué muchachos simpáticos! Da gloria tener a
. Podría escribirse un tratado geográfico-apodesco para mayor claridad en las relacio
algún que otro se?or entregado a su paseo habitual antes de irse a la cama. Los jugadores de poker habían terminado sus partidas, prudentemente, al ver invadido el salón por
emanes, pretendiendo cada uno sobrepujar al vecino en generosidad. Una mesa pedía dos botellas, la otra tres, la otra cuatro; y todos cantaban, intercalando en su música gritos de animales conocidos o fantásticos... Esperábamos la llegada de las damas: unas cuantas coristas que habían prometido no sé a quién, tal
ecir demasiado; pero ante la curi
orciona la escasez del artículo, y se debatían entre los se?ores aglomerados en torno de ellas, chillando y contrayéndose en el asiento como si por debajo de la mesa las cosquillease una tropa de ratas, entra el mayordomo, el oversteward, mirándolas fijamente, sin vernos a nosotros, como si no existiésemos; y bastaron unas cuantas palabras suyas en alemán para que saliesen cabizbajas y temerosas, lo mismo que unas ni?as ante la reprimenda del maestro... Bien dicen que la sociedad del mujerío dulcifica la rudeza de los hombres. Apenas nos quedamos solos
irónico agradecimie
n lo mismo: más champán. Y como era la hora en que se cierra el bar, muchos hacían provisiones, guardando las botellas debajo de las mesas. Una ternura conmovedora se apoderó de la asistencia. Cada uno se rascaba los chichones o se arreglaba
n los demás?-
Alguien se fijó en mi humilde persona y en el adorno que llevo junto a un ojo. ??Ah, pobre galleguito simpático!? Y prorrumpieron en vivas a la ?madre patria?, a la vieja Espa?a, ensalzándola melancólicamente, como si hablasen de una abuela que se les hubiese muerto hace a?os. Las copas me venían a la boca por docenas, como si quisieran ahogarme. Algunos se abrazaron a mí, mojándome
tes de un continente, y pasando los mares se difundía por Europa entera. Al final, ingleses
ero sacarlo de él...?. El mayordomo entraba a cada rato para decirnos que eran las dos, que eran las tres, que eran las cuatro, y había que cerrar el fumadero; pero nadie le entendía. Algunos roncaban tirados en las banquetas; otros se alej
stedes a dormir
trada de los camarotes... Vimos unos cuantos amigos que golpeaban unas puertas, encorvándose para hablar por el ojo de la cerradura. Eran los camarotes de las francesas, se?oritas ordenadas y de buenas costumbres, que se acostaron sin presenciar el baile y estaban durmiendo con la honra
mo si se aproximase a la mayor dificultad de
no tengas miedo: te conozco. Tú eres Sherlock Holmes...? Una manía de borracho que a última hora se apoderó de mí. Y luego empecé a aporrear la puerta vecina, la del misterio, pugnando por abrirla. Se me había metido en la cabeza que el amigo Holmes llevaba oculta en este camarote a una princesa rusa que viaja de incógnito y va a casarse con un jefe de tribu del Gran Chaco. Fantasías del alcohol, querido Ojeda. Y los dos acompa?antes, menos e
ó con fingid
r en busca de una vida nueva. Se es
... El hombre siempre ha sido lo mismo en el mar. Acuérdese de los antiguos viajes a las Indias y la Oceanía. Los maestres de las naos recogían las espadas de los hidalgos, para no devolvérselas hasta el final del viaje. Todo desafío concertado durante la navegación no tenía validez al saltar a tierra. Aquellos viajes eran de meses y los nuestros son de días; pero representan lo mismo, pues nosotros vivimos y sentimos con mayor velo
se?oras en sus asientos. Era el silbato
mente-. ?Tengo un hambre!... ?Ha notado us
trufas; anguilas enormes enterradas en gelatina; salchichas alemanas de color de rosa y leve perfume de droguería; anchoas flotantes en sal líquida; botes que mostraban entre los dientes del latón recié
da de alfileres con banderitas germánicas. Cada alfiler era colocado a las doce del día, y el espacio abierto entre dos de ellos representaba una singladura, veinticuatro horas de navegación. Las banderitas salían del mar del Norte, e iban alineándose a lo largo de la costa de Europa hasta avanzar en pleno Atlántico. La última recién clavada erguíase: entre Canarias y Cabo Verde. Más abajo, el mar limpio, el mar inmenso, la man
gesto de cansancio, de las falsas ilusiones de la vida. ??Ah, juventud, juventud!...? No le habían dejado dormir tranquilamente gran parte de la noche. También habían l
falta de compa?eros, refugiándose en el poker forzosamente, y cuando después de perder cien marcos empezaba a
i?o, y debía dejar para los muchacho
taba de envejecer a los demás, creyendo remozarse de tal modo, y por esto
sidad, ostentando arrogantemente las erosiones mal disimuladas por el peluquero con polvos de arroz. Los norteamericanos destapaban champán en el almuerzo y gritaban lo mismo que en la noche anterior, insensibles al cansancio y al tra
y juntos fueron a sentarse en el sitio que ocupaba ella habitualmente con la pareja de compatriota
muestra un abanico y le invita a escribir en él... Desea versos; t
usca de sus amigos los comerciantes espa?oles, se vio llamado por e
acá. Pero ?ha visto qué gra
ra antes bajo las indicaciones del mayordomo. Una ocasión para éste de vender a buen precio
s presidentes de ho
aliano y Ojeda. ?Y qué de títulos!... El obispo era Su Grandeza, Zurita
graciosos e
la de burla democrática
os de la política. Además, he sido diputado nacional. Ahora no me meto en nada; mis negocios no más, y a vivir tranquilo. Pero tal vez
tre irónica y amorosa ?aquella diablura de los
rigirse al café. En torno de una mesa vio sentados a sus tres compatriot
firmas sociales-dijo tom
ros, membrudo, bajo de estatura, la cabeza cana y el bigote y la barbilla te?idos de rubio con cierto descuido que dejaba visible el blanco de las raíces ca
sobre la prole, borrando la insignificancia del origen paterno. La familia residía en París, y cada dos o tres a?os regresaba a América para que el jefe viese de cerca la marcha de sus negocios. Habitaban un hotelito propio en las inmediaciones de los Campos Elíseos, y poseían dos estancias en la provincia de Buenos Aires, a más de la gran casa de comercio en la capital, que dirigía un antiguo dependiente convertido en socio. Un personaje importante el tal vasco... La se?ora infundía respeto a los dos
desde mi pueblo a Bayona, donde tomamos pasaje en un bergantín francés. Nos faltaban papeles para embarcarnos en Espa?a: teníamos mi
, hace cuarenta a?os, y echamos dos meses y medio e
n!... El mejor librado era yo, que por ser muchacho ayudaba a los de la cocina y podía reba?ar las sobras de los calderos... Y ahora, se?ores, nos damos el gusto de venir aquí. Nosotros hemos conocido los
odeado de los lujos de un gran trasatlántico, mientras ellos, homb
nocía todos los remedios, y siempre tenía uno, el último lanzado a la circulación, que le merecía hiperbólicas alabanzas, al mismo tiempo que abrumaba con sus ferocidades verbales a los ?ladrones? inventores de los otros. Este enfermo crónico comía con una voracidad pantagruélica, y para vencer la torpeza de sus digestiones caminaba a todas horas por el buque, ensalzando las ventajas de la marcha
Ustedes los periodistas, que son medio locos...? ?Usted, que no hará nada en América porque es escritor...? Manzanares admiraba la bru
entusiasmado-; ése tiene la
todos los que escriben en los papeles, oficio que sólo sirve para
a y pésima; la galleta tenía gusanos y había que tragarla sin verla; en el rancho nadaban al principio unas piltrafas de tocino; luego, alubias solas. Yo no tenía otro equipaje
del recuerdo este pantalón, único lujo de su pobreza, contemplaba en una de su
chas veces he leído su nombre allá en París, cuando doy un paseo hasta la Avenida de la ópera y echo un vistazo a los diarios argentinos en el Banco Espa?ol. Creo que es diputado o que va a serlo: tal vez algún día lo veamos ministro... El padre parecía bruto porque no tenía letras, pero guardaba
nreía al recorda
s lo que vale.? Deseaba ponerse majo al bajar a tierra; hablaba de cierta chica de su pueblo que estaba sirviendo en Buenos Aires... Al embocar el río de la Plata casi lloraba de rabia. ?Me alargo hasta cinco. Mira, ma?o, que no tengo más.? Y el trato quedó cerrado en un duro, un ?napoleón?, como se decía entonces, el único dinero con que llegué a Buenos Aires. ?Y gracias que hubiese entrado con él!... Ustedes se acuerdan de cómo se desembarcaba en
istecía recordand
Los empleados y mozos del Banco lo adoraban, y eso que al menor enfado los trataba de ?sarnosos? levantando el garrote. Pero en el Directorio pedía siempre aumento de sueldo para ellos y disminuciones en el amueblado. Se irritaba con las poltronas de los directores, las mesas de Consejo, las lámparas eléctricas. Decía que eran punterías indignas de hombres. él tenía un buen pasar y no necesitaba de estas cosas en su casa. Mejor era distribuir la pl
n orgullo de clase el relato de
en los papeles. Ahí tiene el ejemplo en don Antonio Goycochea. Entró en Buenos Aires
nte. Un mediano pasar nada más: un
le tiene algún crédito. Giramos al a?o unos veinte mi
ara expresar los riesgos y aventuras del comercio en América, únicamente c
intereses, no le veían, se habían olvidado de él. Era un profano que osaba injerirse en la francmasonería del negoci
izo de larga lanza. Manzanares había sido dependiente en un boliche aislado sirviendo vasos de ca?a a través de una fuerte reja que resguardaba el mostrador de las manos ávidas y los golpes de cuchillo de los parroquianos. A lo mejor pasaban corriendo, con la celeridad del espanto, mujeres, ni?os y reba?os, y tras ellos los hombres, que preparaban sus armas mirando inquietos el horizonte. Poco después asomaba en el últ
s profesionales. A esta guarnición uníanse los parroquianos de los ranchos inmediatos, que corrían a refugiarse con sus familias en el boliche, único edificio de ladrillo en mu
agos de plomo. Los asaltantes, arrastrándose, intentaban poner fuego a sus puertas. En los momentos de descanso mataban las yeguas robadas en las inmediaciones y se bebían la sangre entre el griterío de una borrachera feroz. Y esta situación duraba días y dí
viaba en viaje por todo el país, y así había conocido, yendo en diligencia, los asaltos en los caminos, unas veces por las bandas de indígenas, otras por ?montoneras? de guerrilleros que robaban a las gentes en nombre de un caudillo de provincia o de un partido político. La nación hervía entonces en revueltas civiles, antes de cristalizarse definitivamente. Había dormido a la
Hamburgo, Milán y París, me entero de las novedades, y cada cinco o seis a?os me asomo a Espa?a y vivo en mi pueblo por unos días. El cura me saca unas pesetas con pretexto de reparaciones en la iglesia; el alcalde me pide para la escuela, para el lavadero, para un camino; los gaiteros se están toda la noche ante la casa, toca que toca, esperando la sidra. Las sobrinas, que son no sé cuántas, siempre tienen a punto un chiquillo que soltar al mundo cuando yo llego, y quieren que el tío de América lo apadrine. Todos parecen encantados de que mi se?ora no haya teni
n economía feroz, cuidando de que cada dependiente comiese lo estrictamente necesario para mantenerse en pie, sin hartazgos que perjudican a la salud. El hábito del ahorro persistía en ella al vivir en plena fortuna, con una afición a mezclar sus brazos arremangados en las más bajas tareas de la casa. Y Manzanares, que había ?corrido mundo?, y todos los a?os, en su viaje a París, conocía el Montmartre de noche, porque ?
, amigo Goycochea. La mía pes
ado a pesar algo más, pero en París se había pu
-declaró Montaner, el co
zanares con autorid
uberancia femenina como signo de salud, buen honor y virtudes domésticas... Pero Montaner, que se
era más lento en sus avances, y tal vez por esto de paso más sólido: la gente pensaba en retener más que en adquirir. No podía hablar de millones com
mantiene unos cuantos a?os sin salir al campo a matarse. Todos somos allá ?blancos? o ?colorados?; y no sé qué demonios hay en el ambiente, que los que llegan, sean de donde sean, apenas aprenden a hablar toman partido por unos o por otros. Yo mismo, se?ores, soy ?blanco?, más blanco que
estaba en revuelta, pero la ciudad presentaba su aspecto normal. Las gentes se abordaban en la calle sonriendo: ??Qué noticias hay de la revolución?? lo
y deseaba meterme debajo del asiento. Se fueron, y dos horas después, cerca de un rancho, encontramos otra partida de jinetes, con lanzas también, y con esos caragüelles bombachos que parecen enaguas recogidas en las botas; pero éstos llevaban al cuello pa?uelos blancos. Y la misma pregunta: ??Qué llevas ahí?? Y al saber que era yo espa?ol, sonrisas en la portezuela lo mismo que si me conociesen toda la vida. ?Baje, jovencito, baje y descanse, que está entre amigos. Tómese una copa de ca?a...? Desde entonces no tuve duda: sabía
ioso, como si le obse
ación?; pero la guerra sigue, y la gente se mata creo yo que por pasar el rato... El país se ha acostumbrado a esta vida, y se desarrolla y progresa a pesar de las revoluciones.
an de peones en tiempos de paz, por el gusto se?orial de matar un novillo y comerse la lengua, abandonando el resto a los cuervos. él llevaba largos a?os formando en su estancia una caba?a de caballos finos, con reproductores costosos adquiridos en Europa. Cuando descansaba, satisfecho de su obra, surgía una d
dicen ?blancos? y ?colorados? para justificar esa necesidad que sienten de revoluciones y de golpes. Y yo me digo: ?Se?or, otras repúblicas de América descienden igualmente de espa?oles, y viven sin considerar necesaria
escuela de primeras letras. Espa?a es la culpable de todos sus defectos, la responsable de todas sus faltas. Ella es la autora de sus revoluciones; de la pereza propia de los climas cálidos; de la embriaguez a que incitan los climas fríos;
pronto con él. ?Estos hombres de pluma!... ?Qu
a latina?, que no es más que una ficción histórica. La ?raza espa?ola?, algo positivo cuya realidad perciben todos en el idioma y las costumbres apenas ponen el pie en América, sólo existe y merece recuerdo cuando hay que anatematizar lo malo del pasado. La gloria se la lleva la ?raza latina? que na
to de consultarle. Salió del café despidiéndose de sus compatriotas con rápido saludo, y alcanzó al doctor, para mostrarle el lívido chichón. Rio bondadosamente el alemán al examinarlo. ?También él había sac
iotas suyos ?de las cosas del país?. El padre de Nélida sonreía a través de sus barbas de patriarca, dando explicaciones a un grupo de amigos con insinuantes y suaves manoteos. Tal vez exponía los grandes negocios que le
icios de las lonas gentes tendidas sobre el vientre, dormitando con la cabeza entre los brazos; mujeres que recosían ropas viejas, chicuelos persiguiéndos
ta a nuestros ami
apartar a un grupo de emigrantes que se agolpaban contra los hierros. Era gente moza, much
os pasajeros. Seguían con mirada de admiración la marcha rítmica de las se?oras que surgían de las peque?as viviendas para perderse en un dédalo de calles alfombradas, ascendiendo a los pisos altos del buque, que ninguno de ellos había alcanzado a ver, y de los que llegaban rumores de músicas y fiestas. El respeto a la jerarquía social les impulsaba a amontonarse contra la reja, como si por
ueteaba a gatas sobre la alfombra con un osezno de peluche. Al verla, los muchachos sonreían con repentina confianza
prenda, que tengo que decirte una
er. La fraulein, de un rubio pajizo, regordeta, blanca y apretada de carnes, sonreía con ingenuidad, manteniéndose a distancia de la reja, a través de cuyos hierros manoteaban las fieras. Pero no por esto se decidía a huir, prefiriendo a los paseos superiores, abiertos al aire y la luz, la p
aban con respetuosa familiaridad a Maltrana, que p
aquí a esa güena moza...
ntina, se unían a este coro de entu
osura!
altrana, con humildad, como
a echen!... ?Mande
la verja y fue avanza
A ver si viene un alemanote de ésos y os
espalda y se arrodillaba en la alfombra para juguetear con el peque?uelo, mostrando la blancura de
nga por aquí, don Isidro.? Y todas las miradas, aun las de ?los latinos? de Asia, que no podían entenderle, le acariciaban con la suavidad del agradecimiento. ?Aquél era un hombre! Un rico que gustaba de mezclarse con la gente pobre;
garraban con las manos a lo más alto del respaldo. Algunas se quejaban de dolores en el brazo que había recibido la vacunación. Lo
a morra. Fogoneros libres de servicio, rubios muchachotes vestidos de blanco, permanecían erguidos en medio de esta muchedumbre, contemplando de lejos, tímidos y sonrientes, a cierta
rojiza. La gran abundancia de zagalejos y faldas hacía aún más imponente su volumen. Tenía cierto aire de resolución y miraba siempre
pretendía recordar los nombres y el origen de todos
osa de la buena memoria de aquel personaj
enido por las complicadas vueltas de una faja negra. Su cara llena, de mejillas c
ablaba con aire protector de sus compa?eros de viaje. Lo
, ?por qué no nos vamos a ver eso del Buenos Aires de que hablan tanto??. Y como no tenemos hijos, yo dije: ??Hala, amos en seguía!?. Y éste vendió los cuatro terrones y la casa, y, gracias a Dios, llevamos algo, por si un por si acaso aquello no nos gusta y queremos volvernos. De este modo, en el barco puede una darse mejor vid
cierto respeto por la ciudad lejana y misteriosa, urbe de marav
jos parecían decirle: ?Mujer, que estás cansando
Aires no hay monea de oro, ni de plata, ni otra cosa que unos papelicos con figuras, a modo de estampas, con lo que se co
se?á Eufrasia-
este triunfo extraordinario sobre la esp
embras no sabéis na de na
al marido, bajaba la cabeza como para s
so no me gusta. Tal vez tenga razón éste, y las mujeres no sepamos na de na; pero y
ón indiscutible, sus
tenemos abierta... Peor están los demás, que van tan a ciegas como
italianos le merecían no menos simpatía, porque acataban en ella cierta superioridad, viéndola gastar y vivir mejor que los otros, y la llamaban ?se?ora?. Sus cari?os malogrados de h
alucha, tendida por los rincones, sin poer la probe ocuparse de ellos. ?Si no fuese por mí!... ?Ah, ladrón! Ya tienes otro siete en los calzones que te remendé ayer. ?Qué has hecho de la perra gord
de esta avalancha de caricias y palabras ininteligibles pata él, gritando: ?Mama... mama? y golpeando con los pies el abdomen que
éste quisiera, lo tomaríamos como nuestr
on a él, en espera de los cigarrillos con que acompa?aba sus apariciones, y poco a poco lo fueron llevando hacia el castillo de proa. Un hombretón se le
ndaluz-. Ya nos extra?ábamos un poq
enterarse a las primeras palabras de su nombre, lugar de nacimiento y apodo. Todas sus afirmaciones, aun las más insignificantes, las rubricaba con la misma declaración: ?Y esto se lo ice a osté su seguro servior Antoni
speto por don Isidro, ?un se?orito como Dios manda, y no com
don Isidro escuchaba y aprobaba con su sonrisa estos planes destructivos, halagado en el fondo de su ánimo de que aquella fiera le considerase digno de su colaboración. Tenía aterrados a muchos de los emigrantes con sus amenazas y explosiones de mal humor. Otros admirábanle por la insolencia con que protestaba a grito
Es el mismo encogimiento medroso y vengativo
s cicatrices que constelaban su cuerpo, recuerdos, según él, de heroicos combates por mar y tierra contra la tiranía de las aduanas. Otro motivo de respeto era el saberle poseedor de una gran navaja a pesar de los registros que hacían los tripulantes del buque en la gent
e un asiento ar cabayero... Les estaba proponiendo a es
adores del Morenito, lo mismo que una tribu de guerreros en Consejo. El malague?o hablaba con la boca torcida, expel
?Pa eso os habéis embarcao ustedes?... Fíjese, don Isidro: unos piensan dir ar campo a sudar camisas trabajando; otros quieen meterse a criaos de casa grande... Y yo
u plan con
güerta y ricos. Una partía que tendría mucho que ver. Usté, don Isidro, sería er capitán. (Aquí Maltrana saludó agradeciendo, excusándose con un gesto de modestia.) No; no se nos jaga er chiquito. Yo sé que tié usté lo suyo mu bien puesto... y crea que yo enti
patente de invención, para evitar las imitaciones. Y los crédulos muchachos, que oían al Morenito en silencio porque estaban en el mar, lejos de toda posibilidad de acción,
as afueras de las poblasiones; yo lo he visto muchas veces en los sinematógrafos. Y Buenos Aires está en América, y allí hasen farta hombres de resolusión que les digan a esos gachós de color de chocolate con plumas en la cabesa: ?Ea, se acabó; ya no molestáis ustedes más a la reunión, porque no nos da la gana?. Y los cazamos como
también habría que pedir privilegio, para que el gobierno no permit
rio, reservado a los otros mortales. Y así permaneció Isidro algún tiempo, escuchando los planes del aventurero desorien
sidios-dijo uno-.
ros de nuestra tierra-contestó el Morenito con arro
rar así como así-arguyó otro. Debe
despectivamente-, a és
udando a Maltrana, con fina sonrisa, en l
-. éste no entra en nuestra partida:
le de sus librotes no sirve pa mardita la cosa... Mu güena pe
respiraba optimismo y confianza en la vida, esparciendo en torno de su persona un ambiente de contento. Y sin embargo, vivía en el entrepuente, mezclado con el reba?o inmigrante, sin otras consideraciones que las que le concedían sus compa?eros de viaje, cautivados por la dulzu
realizados con el ímpetu de una voluntad entusiástica y crédula. La usura le había proporcionado un peque?o capital para su empresa, y luego de batallar algunos a?os con la rutina de los campesinos, de habituarlos a vivir en paz con las máquinas y de extr
o de las tribus antropófagas. Le dieron a usted alimento, le dejaron tranquilo para
empos de la humanidad. Y en su fuga había mirado al Sur, como todos los que navegaban en aquella cáscara de acero, presintiendo más allá del círculo oceánico renovado diariamente una tierra remozadora de existencias, donde las vidas destrozadas se contraían virginalmen
zaron hacia la proa Maltrana y Castillo
uenas tardes, don I
alda apoyada en la borda, avanzaba su ros
?-dijo Maltrana-.
huido de su cuerpo. Otros cantaban a todas horas, como si el aire salino y la inmensidad azul les diesen nuevas fu
de comer. Esto no marcha... Los demás se quejan de calor; dicen que cada vez pica más el sol, y yo tiemblo si me quito la manta... Y lo que me da más rabia es que el médico, don Carmelo el oficial y otros me miran como si
o gesto de duda de los empleados
ro por mi nombre: Pachín Mui?os. Y ahora, de pronto, me veo hecho un trapo, y me ahogo, se?or, las piernas no pueden tenerme y me faltan fuerzas para ir de un rincón a otro. ?Qué
á de la borda. Al esparcir su vista por la inmensidad, esperaba
os días?-sigui
o Maltrana suavemente pa
?-continuó con ten
a sumirse en la desesperación... ?Buenos Aires! Deseaba llegar cuanto antes al término del viaje, y repetía el
asegurando que antes de una semana verían la tierra an
para tenerse en pie, y se traslada, sin embargo, de un hemisferio a otro en busc
ó Castillo-. Pero le acomp
seria como un resplandor de esperanza. En aquella tierra de fortuna, donde todos se transformaban, él sería otro hombre. Y repuesto por unos meses de descanso y holgura, a causa de haber vendido su casucho
a del rancho. Y el pobre Mui?os, cuando se ahoga en el entrepuente, sube a la cubierta envuelto en su abrigo para tenderse al sol, y pregunta cuántos días faltan para llegar, cuando aún estamos al principio del viaje... Inútil decirle la verdad. Su ilusión, que se ha concentrado en Buenos Aires, le hace olvidar el tiempo y la distancia. Cree que le eng
divisoria de clases, frontera inviolable que partí
do junto a una de las ventanas del salón que daban
ncio. Miró entonces por la ventana y vio a una mujer sentada al piano. Llegó a sus
mente Ojeda en su oído-. El
ta mujer, fijándose en su nuca blanca, ligeramente sombrecida como el marfil antiguo. El casco de su cabellera tenía junto a las raíces un dorado tierno, que iba coloreándose hasta tomar en la superficie
as por la sorpresa; un rostro de palidez verdosa, algo descarnado, que se coloreó instantáneamente con un acceso de rubor. Parecía asustada de que alguien p
irmeza bajo una falta de dril claro. La cabellera amontonada con gracioso descuido, los zapatos blancos algo usados, la blusa modesta de confección c
a todo el mundo-pregu
anujienta, que se pasa día y noche en el café tomando bocks con los de su tropa. Buen colador; hay veces que los redondeles de fieltro se amonton
esante-murmuró Ojed
permanecían algunos en el jardín de invierno. Entonces, casi de puntillas, iba hacia el piano, y apenas colocaba los dedos en el teclado, parecía olvidar su timidez, aislándose del mundo
Tal vez una romanza dulzona y sensiblera de opereta!... Y aún le duraba la sorpr
lo cree usted, Isidro?... Quisiera
ataba con las otras damas de la compa?ía. Vivía para su hijo, un peque?ín de cabeza enorme, siempre agarrado de su mano. A los saludos de Maltrana respondía siempre con una inclinación de cabeza y un manifiesto deseo de huir. Además, como mujer
llama Hans... Hans Eichelberger, eso es; el maestro Hans. Y ella... aguarde usted, ella se llama Mina. Ahora recuerdo que el marido la llama así, y según me d
n acordeón con el apresurado ritmo de la danza rusa. Una muchacha de falda corta, botas polonesas y pa?uelo verde, por cuya punta asomaba una trenza de pelos rojos, daba vueltas al compás de la música. En torno de ella, un mocetón de camisa purpúrea danzaba de rodillas o se sostenía en portentoso equilibrio con las piernas casi hori
mbre de una ciudad desconocida, el vago prestigio de una tierra lej
a yo, abajo, de las muchedumbres que siguieron a Pedro el Ermita?o. Marchaban enfermas, desfallecidas de hambre, y cada vez que avistaban una peque?a ciudad prorrumpían en alaridos de gozo: ??Jerusalén! ?Es Jerusalén!?. Y estaban aún en el centro de Europa: e
na noches; en cambio, en mis viajes por Oriente, he visto a judíos y mahometanos suponer tesoros y magias en la antigua Toledo. Cuando los poetas del Sur imaginan algo prodigioso, sitúan el escenario en las fortalezas del Rhin o los fiordos escandina
cidente. Todos queremos ser ricos, necesitamos serlo, y esta esperanza comunica a las tierras lejanas el prestigio de la ilusión. Hace siglos, la gente de empuje iba al Perú; ayer so?aba la humanidad con l
las de la Oceanía, y tal vez la Jerusalén del porvenir estará dentro de millares de a?os en algún luga
ez sobre atolones que los infusorios madrepóricos estaban petrificando en aquel momento con lenta y paciente labor multimilenaria... Nunca
os abuelos; y los que vengan detrás la experimentarán con mayor ímpetu que nosotros. Yo deseo ser rico: no tengo rubor en confesarl
ortuna para creerse feliz. Y sin embargo... ?quién sabe!, la riqueza no es la dicha, no lo ha sido nunca; cuando más, puede aceptarse como un medio para afirmarla... Tal vez ni aun esto era cierto. Recordaba la wagneriana leyenda de
una garantía de seguridad y de reposo para ocuparme tranquilamente en otras empresas de mi gusto. Pero si alguien me hiciese ver
del más irresistible de los poderes, las satisfacciones orgullosas y egoístas que proporciona la llamada ?potencia de dominación?. Y si para ello había de renunciar a las gratas tonterías del amor y a otros sentimientos que el mundo considera con un respe
rico, conforme; pero no tiene una idea de lo que es la miseria. Le habrán hecho falta miles de duros, pero jamás al llevarse una mano al bolsillo ha dejado de sentir el contacto de las rodajas de plata... Pobre lo he sido yo, lo soy aún, lo he sido toda mi vida. Y como he visto de cerca la verdadera p
vo al notar la sincera vehemencia con que hablaba Isidro
ue no son pobres se jactan de serlo, como si esto fuese un testimonio de honradez... ?Mentira! Ningún pobre puede considerarse honrado, ya que la pobreza es una deshonra, un certificado de incapacidad. Cierto que habrá siempre pobres, como hay en el mundo feos, contrahechos o imb
avientos de cómico t
a clase, y seguramente que no llegamos a Buenos Ai
por su emoción, no le es
aderezados con salsas de fantasía... La mujer que me trajo al mundo pereció como un animal, cansada de trabajar. Un pobre hombre que me servía de padre murió asesinado, por la imprevisión de unos contratistas, en una catástrofe del trabajo, y su cadáver fue bandera revolucionaria para otros tan desdicha
] Véase
tamente enronquecida. Se llevó una mano
e luchaba la juventud con un raquitismo hereditario, bajó a la tierra despedazado: lo hicieron cuartos, como una res de matadero, sobre el mármol de la sala de disección... Usted, Ojeda, debe amar a alguien como amé yo. Todos encontramos una posada de amor en el camino de la vida: hasta los más infelices. Imagínese el cuerpo que usted adora, con el orgullo de la posesión, desnudo sobre una
ras de Maltrana. Hacía mal en acordarse del pas
ospechado... El pobre rollo de manteca, con sus ojitos como dos punzadas, me hizo sentir la impresión de una fuerza misteriosa que me insensibilizaba interiormente. Desde entonces estoy fabricado con algo muy duro: soy de acero, soy de bronce. ?Sólo puedes contar conmigo, pobrecito-le dije al peque?o-. No tienes a nad
tentó pr
les cabezas escupiría de buena gana. He insultado a hombres que respeto y admiro, amontonando contra ellos infamias y mentiras, cuando, de seguir mis deseos, me hubiese arrodillado para implorar su perdón. He recibido golpes y me los he guardado tranquilamente cuando el ofendido era más fuerte que yo. Otras veces, acorralado como un gato que no encuentra salida, he hecho el papel de tigre, batiéndome como un caballero de la Tabla Redonda en defensa de cosas que no me interesaban. He vivido en la cárcel por ar
o sonreír otra vez a Fernando, el bohemio co
e que mi nombre figura en los periódicos; sus maestros no me admiran menos y permiten que algunas veces me retrase en el pago de mis obligaciones. Soy para ellos un se?or de cierto poder, que trata familiarmente a los ministros y pasea todas las tardes por los pasillos del Congreso. Y esta devoción de mi hijo y sus allegados me compensa de todas mis vilezas: hasta de las numerosas bofetadas que llevo recibidas por mis atrevimientos... Yo quiero qu
o Ojeda-; no
indiscutibles que traen revuelto al mundo... Pero la vida no es más que una urdimbre de egoísmos, y yo carezco de fuerzas para reformarla. Voy a trabajar por el peque?o, y en nombre de mis sacrosantas ternuras de padre de fam
jo sea como los hijos de casi todos los ricos: un ser inútil para la sociedad, un
l juego en los clubs elegantes. Un orgullo tan legítimo como el de los criadores de caballos de carreras, hermosos e inútiles, que no sirven para arar un campo ni pueden tirar de un carretón, pero corren y corren sin objeto entre los entusiasmados epilépticos de la multitud... Además, Fernando, amo el dinero por ser dinero con un respeto ca
provocó en Ojeda
u bagaje de paradojas. Es divertido, y le har
emejante al nacimiento de una religión poderosa, se estaba apoderando de los destinos del mund
e los cristianos, nos miraría con extra?eza. Nada sabría de ellos; su época fijaba la atención en otros asuntos más importantes. Y sin embargo, bajo de sus pies, en la sombra, latía una fuerza ignorada por él, que iba a transformar el mundo... Desde hace ochenta a?os ha venido a la tierra un nuevo dios: el dinero. Y ese dios tiene sus apóstoles: el cent
nterés creciente esta
eblos hacían la guerra a su capricho o por desavenencias de familia, siempre que les daba la gana. Ahora disponen de más soldados que nunca, de prodigiosas herramientas de destrucción, y sin embargo se mantienen en forzado quietismo, armados hasta los dientes. Para tirar de la espada tienen que consultar antes a estos nuevos ?primos? de la mano izquierda, cuyo auxili
alzando la grandeza d
los naturales asaban todavía para su consumo la carne humana, habían realizado en tan corto lapso de tiempo una evolución de siglos y hasta ensayaban el régimen socialista. Un país desierto lo transformaban en un lustro. Hacían surgir ciudades con paseos, estatuas y tranvías eléctricos, sobre una tierra habitada poco antes por avestruces. Les bastaba par
ue bailaba abajo en la ex
valles ecuatoriales que son ollas de fuego. él engendró los actuales pueblos de América, legándoles una predisposición al heroísmo y un alto concepto del honor. Dio también el sacerdote, el misionero, que con la difusión del cristianismo fue dulcificando las costumbres y suprimió una idolatría que necesitaba de sacrificios humanos... ?Qué regalo tan hermoso para ser cantado por los poetas! ?La espada y la cruz, el heroísmo y la piedad!... Y sin embargo, los pueblos hispanoa
a rada para llevarse el sobrante de las cosechas a otro lugar del globo; el exiguo mercado consumidor tímido y mísero se agrandaba hasta ser un productor gigantesco; los grupitos de e
misteriosos de mi dios; esos magos que se ocultan en un despacho austero de la City de Lo
star, son los que han realizado juntos esas transformaciones maravillosas. Justamente, esa América colonial y dormitante de la que usted habla fue una gran productora de diner
igente, incapaz de sufrir encierro alguno, dando sin cesar la vuelta a la tierra, penetrando en todas partes en forma
rillo y macilento como el oro enterrado. Las religiones lo emparentaban con el diablo, viendo en la riqueza una tentación. El hombre perfecto era en todos los pueblos el asceta roído por la miseria, insensible a las grandezas terrenales. Multiplicar el oro se tenía por empresa de mercaderes, relegados a las últimas capaenfermedad moral: amarilleaban con la zozobra, temblando a cada paso, como si el aire se poblase de enemigos. Las muchedumbres famélicas creían remediar sus males entrando a degüello en los barrios poblados por los sórdidos devotos del dios amarillo; los grandes se?ores, en sus apuros monetarios,
gún monarca ni potentado era capaz de acometer individualmente esta empresa gigantesca... Entonces, el dios amarillo cambió de forma, saliendo majestuoso y triunfador, como el sol, de la hopalanda del usurero que le había tenido oculto. En su glorioso despertar ya no fue metálico, pesado e individual; no vivió más en su escondrijo de terror, y reunió a las muchedumbres para la obra común por medio de esos documentos que llaman acciones y obligaciones. El papel, que es el ala del p
su cumbre hasta las nubes sentían perforadas sus entra?as por un rosario de hormigas férreas resbalando sobre cintas de acero; en las obscuridades submarinas vibraban como bordones inteligentes los cables conductores del pensamiento; fuerzas misteriosas y hostiles trabajaban esclavizadas para el biene
esto gratitud, se encogerá de hombros. él sufre y pena para que mi dios le recompense inmediatamente. Y si mi dios le falta, abandona la labor, sin importarle gran cosa lo sublime de su trabajo... Abra los ojos, Fernando, y no sea impío con la gran divinidad de nuestra época. Los antiguos dioses se declaran vencidos por él, y le adulan y temen. El despreciado Pluto, cornudo y triste en otros tiempos como un
ncamente de e
ervir los incesantes pedidos de su se?or... Mercurio el trapacero, que robó descansadamente durante siglos detrás de los mostradores, hace ahora antesala en los Bancos y se quita con humildad el capacete con alas para suplicar al gerente el descue
dios-dijo Ojeda burlonamente-. Ust
rmiso a los parásitos que anidan en su epidermis... El dios ignora nuestra existencia: la humanidad sólo figura como los ceros en sus altas combinaciones aritméticas. Por eso, cuando se le ocurre a mi dios echar bendiciones, caen éstas casi siempre sobre los brutos con suerte o los maliciosos que las agarran al paso. Y cuando reparte golpes, son verdaderos palos de ciego que llueven irremi
acción de sus necesidades. él, por desgracia, necesitaba más que otros para una existencia tranquila, pero apenas hubiese
osa la acción, el abrazo de los hechos, el estrujón carnal de la realidad. Yo admiro a esos demiurgos modernos del capitalismo que cuando fijan su atención en un desierto del mapa lo transforman desde su escritorio en unos cuantos a?os, y si algu
ee ir camino de conquistarla en un país nuevo... Se enga?a usted, Isidro. Cuando lleguemos allá se convencerá de que el trabajo representa tanto o más que el capital. Sus paradojas pueden tener algo de verosímil en la vieja Europa, donde abundan los brazos. Pero en las llanuras americanas, que están casi despobladas, se enterará de lo que vale el hombre y de cómo el dinero no
trana el que
: son los mismos crímenes de los grandes conquistadores que han trastornado el curso de la Historia; los crímenes de las revoluciones que nos dieron la libertad. El hombre pa
tantes, como si buscase u
mas sensibles prorrumpieron en alaridos de indignación contra la Compa?ía constructora. ?Explotadores sin conciencia, que por hacer un buen negocio y aumentar sus dividendos llevan los hombres como bestias al matadero.? Y tenían razón; su protesta era justa. Decían la verdad. Pero los capitalistas, que viven lejos y tal vez no se molestarán nunca yendo a contemplar esta obra suya, pueden responder desde sus escritorios: ?Gracias a nue
o si no le interesase contradec
que posee el secreto de hacer patalear de entusiasmo al público, no conoce vacilaciones al graduar la simpatía atractiva de sus personajes. El hombre funesto, el ?traidor? de la obra, ya se sabe que debe ser un rico, un manipulador de caudales; y si ostenta edinero se mostraba alguna vez en ciertos autores, pero como un accesorio, como un telón negro para que se destacasen mejor las figuras de los pe
do y no sabe cómo empezar... No; en el mundo, el amor no lo es todo. Le dedicamos algunas horas de nuestra existencia (que por cierto no resultan las más despreciables), pero más tiempo nos lleva la preocupación del dinero y la lucha titánica por conquistarlo. Si la literatura fuese un reflejo de nuestra existencia y no un entretenimiento halagador par
en un estudio de pintor, en un saloncillo del Ate
lo mismo, por el dinero que percibe el autor. Antes de escribir se consulta el gusto del vulgo, para que la tirada del libro sea grande o la sala de espectáculos esté repleta muchas noches. Y luego, estos inventores de sonoras maldiciones al dios amarillo, cuando llega el ajuste de cuentas con el editor o el empresario, son capaces de andar a cachetes por peseta más o menos... No, Ojeda; yo prefiero la franqueza brutal. El dinero es vil, pero
mente con extra?ez
nto de zarpar, el primero que saltó en él con la lira a cuestas fue Orfeo, el divino cantor, el primero de los poetas conocidos. Usted me dirá que iba para ver cosas maravillosas, tentado por la novedad heroica de la aventura; y yo, que conozco la vida, le diré que iba por todo eso y además por tocar su parte cuando llegase el momento de distribuir las ganancias de la expedición... Y lo mismo pensaron los románticos caballeros vestidos de hierro
ón surgió en la me
a su alojamiento veía el oro del Gran Kan, las flotas de Salomón, las riquezas de Marco Polo, tesoros maravillosos en los que algún día hincaría el diente, y esto bastaba para que su ánimo se reconfortase, insistiendo en la demanda... Créame, Ojeda: el dinero es el móvil de las grandes acciones, el compa
la cabeza af
ierra dura veían desfilar en sus ensue?os toda clase de grandezas. Cada uno creía llevar en su mochila el bastón de mariscal, y esto bastaba para que corrieran sin cansancio toda Europa de combate en combate. éstos son lo mismo: la santa ilusión borra en ellos la duda y el desaliento. Todos guardan en su hato de ropa el título de millona
entusiasmo, jurando morir en él. ?América para los americanos. No nos enga?arán más...? Pero al poco tiempo, los mismos relatos que los habían enardecido antes del primer viaje volvían a morder con profunda mella sus imaginaciones simples. La América odiosa se t
co-dicen en su pueblo-, pero tuve mucha prisa en volver.? Y acaban por creerlo a ojos cerrados, y el deseo de regresar a la tierra de la esperanza es cada vez más imperioso, hasta que al fin se embarcan con iguales o mayores ilusiones que la p
ejados de los edificios, pudiera mostrarnos lo que encubren las tapas de eso
bre!... Todos, al repetirlo, ven la ciudad-espe
ntos de la muchedumbre cosmopolita que iba hacia el Sur t
activo; el apático se agitaba con entusiasmos optimistas; el oprimido por la estrechez del ambiente natal rompía su quiste de rutinas con súbito enardecimiento. Muchos iban allá llamados y aconsejados por otros compatriotas que les habían precedido... Pero ?y los que marchaban a la ventura, fa
amilia espa?ola o italiana maldecía el embargo de sus campichuelos y la escasez del pan; ??Buenos Aires!?, mugía el vendaval cargado de copos de nieve al filtrarse por entre los maderos de la isba rusa; ??Buenos Aires!? escribía el sol con arabescos de luz en los calizos muros de la callejuela ori
antasía, ba?ada por el resplandor de la esperanza, una mujer de porte majestuoso, blanca y azul como las vírgenes de Murillo, con el purpúreo gorro
teis tarde a un mundo viejo y repleto. Mi hogar es grande y no lo construyó el egoísmo; m
írica evocación de su ami
blanca no nos haga concebir falsas ilusiones... que de cerc