Los Merodeadores de Fronteras
l oscuro, se veía tachonado por millones de est
ecos y carcomidos se alzaban cual fantasmas, y la brisa agitaba sus largas ramas cubiertas de plantas trepadoras; mil rumores cruzaban el espacio; gritos incalificables salían de las madrigueras invisibles de la selva; se oían los suspiros ahogados de
edora; todo su ser se estremecía y se identificaba con la escena sublime a que asistía; apoderábase de él una melancolía dulce y serena: tan lejos de los hombres y de su mezquina civilización, se sentía más
la que cada minuto que trascurre produce peripecias nuevas e imprevistas, en la que a cada paso ve el h
agueces inexplicables, alegrías incomprensibles, que hacen que siempre se las eche de menos, porque solo en el desiert
os árboles y rizaba la tersa superficie del río, en cuyas aguas plateadas se reflejaban las grandes sombras de sus accidentadas orillas. En el horizonte, anchas fajas rosadas anunc
inmovilidad, sacudió el entorpecimiento que se había apoderado de él, y dio algunos paseos
sesión de todas sus facultades y restablecer el equilibrio en su cerebro: esto fue lo que le sucedió al cazador. Sin embargo, acostumbrado hacía muchos a?os a la vida del desierto, aquel espacio de tiempo fue menos largo para él que para cualquier otro, y muy luego recobró la plenitud de su inteligencia, sintiéndose tan despejado, y con la mirada
u campamento, el canadiense había oído alzarse un ruido inexplicable que aumentaba por mo
e ramas, mugidos sordos que parecían sobrehumanos, en fin, un rumor incalificable, espantoso, indefinible, que, acercán
r, dispuesto a obrar a la primera se?al, aunque sin adivinar lo que pasaba, con la imaginación embotada todavía por la pesadez del sue?o,
rieron algu
urando, aunque inútilmente, explorar con la mirada la
a corta distancia
ento de alegría y alzando súbitamente la c
za. En el mismo instante se precipitó un hombre fuera de l
ó; ?Qué hace a
e era el Ci
ardando, jefe, resp
el gran traje de guerra de su nación, y estaba pintado y armado como para ir a una expedición. Su semblante era hermo
los pieles rojas consideran como punto de honra el no dejarse conmover nunca por suceso alguno, por te
hemos perdido ya
ucede? pregu
ontes! di
clamó Tranqui
tiempo, le producía una manada de bisontes que venía del es
do brevemente al lector, a fin de que pueda comprender el peligro t
o veinte mil cabezas, que forman una tropa compacta, y viajan juntos; aquellas reses caminan siempre en derechura delante de sí, oprimiéndose unas contra otras, trasponiendo y derribando cuantos obstáculos se oponen a su paso. Desgrac
porque la casualidad les había colocado precisamente en frente
ía que pensar en ello, y la res
mezclados con los aullidos de los lobos rojos y con los ásperos maullidos de los jaguares, que iban saltando por los
ban perdidos; pues la espantosa masa aparecía barriéndolo todo en su pa
, la posició
er la inminencia del peligro que amenazaba al cazador: con esa rapidez de decisión que caracteriza a los pieles rojas en los casos apurados, resolvió avisar a su amigo y salvarle o perecer con él; entonces se lanzó a la carrera, salvando con vertiginosa rapidez el espacio que le separaba del sitio de la cita,
ificóse en él una reacción súbita; sus facciones, animadas por la inquietud, recobraron su rigidez habit
ah no ha
cazador pertenecía a esa raza de hombres enérgicos cuyo carácter, de un tem
pio de su raza, abandonaba la partida, resolvió h
tos de vejez, y, por decirlo así, amontonados unos sobre otros; luego, detrás de aquella especie de atrincheramiento natural, se alzaba
ecoja V. toda la le?a seca que pueda,
omprender, pero tranquilizados po
sobre los árboles derribados una
?Vive Dios! Aún no se ha
a combatir el frío de la noche, atizó y avivó el fuego con materias resinosas, y en menos de cinco minutos una a
retirada! exclamó e
Quoniam se precipi
rpulento con sin igual destreza y agilidad, y muy luego sus compa?eros y él se encontraron encaramados a cinc
na, fuego sobre los flanqueadores; si el resplandor de las llamas asusta a los bisontes, nos salvamos; si no,
y aunque estaba demasiado lejos de la selva para poder incendiarla, muy luego formó una cortina de llamas de cerca de un cuarto de mill
iado, dominaban aquel océano de llamas, que no podía
ble, y en el linde de la selva ap
el cazador echándose
brados por el resplandor del fuego, y al mismo tiempo abrasados por aquel calor tan fuerte, vacilaron por un instante com
n tres
adelantados cayeron revolcándos
dos, dijo Tran
es seguían
en dirección de la manada, cegó a las reses, y entonces se verificó una reacci
ipecias de aquella escena terrible. Era una cuestión de vida o muerte para ellos la que
estos, abrumados a su vez por el calor, quisieron también retroceder; en aquel momento supremo algunos bisontes se desbandaron a derecha e izquierda, y esto bastó para que los demás les siguiesen; ento
do gritos de terror, perseguida por las fieras y encerrando en su centro el fuego e
ea recta, y su prolongada columna oscura serpenteó en la opuesta
y sangre fría del canadiense; sin embargo, todavía permanecie
alimento; pero ya estaba dada la dirección a las reses, y al llegar a la apagada hoguera, que no
ierto, cuyo silencio había sido turbado por un instante, volvió a caer en su habitual tranquilidad. Solo una ancha senda
podían abandonar sin peligro su forta
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