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Amar en tiempos de guerra

Amar en tiempos de guerra

Andare A Mi Paso

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Capítulo

Ya no hay lugar seguro donde esconderse, pero quizás eso sea bueno para nosotros. ¿No crees?

Capítulo 1 1

Cuando el señor Hiram B. Otis, el ministro americano, adquirió la mansión de Canterville, todo el mundo le dijo que había hecho una tontería, pues no había duda de que el lugar estaba encantado. Incluso el propio lord Canterville, hombre con gran sentido del honor, se sintió en el deber de mencionar el hecho al señor Otis, cuando hablaron del contrato.

—No nos ha apetecido vivir aquí —dijo lord Canterville— desde que mi tía abuela, la duquesa viuda de Bolton, mientras se vestía para una cena, sintió que las dos manos de un esqueleto se posaban sobre sus hombros, y sufrió un ataque de horror, del cual nunca se recuperó; y me siento obligado a informarle, señor Otis, que han visto el fantasma varios miembros de mi familia que aún viven, así como el rector de la parroquia, el reverendo Augustus Dampier, que es miembro del claustro del King’s College de Cambridge[2]. Después del desgraciado accidente de la duquesa, ninguno de los criados más jóvenes quiso quedarse en la casa, y lady Canterville pasó muchas noches desvelada debido a los misteriosos ruidos procedentes del pasillo y de la biblioteca.

—Milord —respondió el ministro—, me quedo con los muebles y el fantasma a su justiprecio. Vengo de un país moderno donde tenemos todo cuanto el dinero puede comprar; y aun cuando toda nuestra animada juventud viene a pasárselo bien al «Viejo Mundo», y se lleva a las mejores actrices y cantantes de ópera, estoy seguro de que, si existiese algo parecido a un fantasma en Europa, lo tendríamos de inmediato en nuestro país en algún museo público o en una feria ambulante.

—Mucho me temo que el fantasma existe —dijo lord Canterville sonriendo—, aunque puede que haya rehusado tener contactos con sus intrépidos empresarios. Es de sobra conocido desde hace tres siglos, desde 1584 exactamente, y hace siempre su aparición antes de la muerte de algún miembro de la familia.

—Bueno, lord Canterville, lo mismo pasa con el médico de cabecera. Los fantasmas no existen, señor, y me figuro que las leyes de la naturaleza no van a alterarse en honor a la aristocracia inglesa.

—Se fían mucho de la naturaleza en América —contestó lord Canterville, sin acabar de comprender el último comentario del señor Otis—, y si no le preocupa el tener un fantasma en casa, eso es cosa suya. Pero acuérdese de que se lo advertí.

Pocas semanas después se llevó a cabo la venta, y al final de curso el ministro y su familia se trasladaron a la mansión de Canterville. La señora Otis, de soltera Lucretia R. Tappan, de la calle Oeste 53, había sido una célebre belleza de Nueva York, y ahora era una agraciada mujer madura, con bellos ojos y un soberbio perfil. Muchas señoras americanas, al dejar atrás su país natal, adoptan una apariencia de mala salud crónica, pensando que es señal de distinción en Europa; mas la señora Otis nunca había cometido este error. Tenía una constitución magnífica y una dosis verdaderamente maravillosa de energía. Era, ciertamente, bastante inglesa en muchos aspectos, y era un excelente ejemplo de que hoy en día tenemos prácticamente todo en común con Norteamérica exceptuando, por supuesto, el idioma. Su hijo mayor, bautizado con el nombre de Washington en un momento de patriotismo de sus padres, que él nunca dejó de lamentar, era un joven rubio y bastante agraciado, que se calificó para la diplomacia norteamericana al dirigir la alemanda[3] durante tres temporadas en el casino de Newport, e incluso en Londres se le consideraba un excelente bailarín. Sus únicas debilidades eran las gardenias y los títulos nobiliarios. Por lo demás, era muy sensato. La señorita Virginia E. Otis era una muchachita de quince años, grácil y adorable como un cervatillo y con una atractiva despreocupación reflejada en sus grandes ojos azules. Era una magnífica amazona y en cierta ocasión le sacó cuerpo y medio de ventaja con su pony al viejo lord Bilton, en una carrera de dos vueltas al parque, justo delante de la estatua de Aquiles, con gran placer por parte del joven duque de Cheshire, que se le declaró allí mismo, y que fue enviado por sus preceptores de vuelta a Eton[4] aquella misma noche, deshecho en lágrimas. Después de Virginia venían los gemelos, habitualmente conocidos como «Barras y Estrellas»[5], pues vivían en constante agitación. Eran unos muchachos deliciosos, y los únicos auténticos republicanos de la familia, a excepción del respetado ministro.

Como la mansión de Canterville dista siete millas de Ascot, la estación de ferrocarril más próxima, el señor Otis había telegrafiado para que una tartana los fuera a recoger, y comenzaron el trayecto con mucha animación. Era un hermoso atardecer de julio y el aire estaba impregnado de olor a pino. De cuando en cuando se oía alguna paloma torcaz, recreándose en su dulce canto, o se veía la bruñida pechuga de un faisán en la profundidad de los susurrantes helechos. Desde lo alto de las hayas, las ardillitas los miraban pasar, y los conejos huían a la carrera por entre los matorrales y el musgo de las lomas con sus blancas colas levantadas. Sin embargo, al meterse por la avenida de la mansión de Canterville, el cielo se cubrió repentinamente de nubarrones, una extraña quietud pareció apoderarse del ambiente, y una gran bandada de cornejas voló en silencio sobre sus cabezas; y antes de llegar a la casa, comenzaron a caer gruesos goterones.

De pie en la escalinata los recibió una anciana pulcramente vestida de seda negra, con delantal y cofia blancos. Se trataba de la señora Umney, el ama de llaves, a la que la señora Otis había consentido mantener en su puesto, a instancias de lady Canterville. Al bajarse del coche, le hizo a cada uno una profunda reverencia, al tiempo que les decía, utilizando la curiosa fórmula tradicional:

—Les doy la bienvenida a la mansión de Canterville.

La siguieron, atravesando el magnífico recibidor estilo Tudor[6], hasta la biblioteca, un largo aposento de techo bajo con las paredes cubiertas de roble negro y una gran vidriera al fondo. Allí les habían servido el té, y después de quitarse los abrigos se sentaron y comenzaron a curiosear, mientras la señora Umney los atendía.

De pronto la señora Otis vio una mancha rojo mate en el suelo, junto a la chimenea, y, sin percatarse de lo que realmente significaba, le dijo a la señora Umney:

—Parece que algo se ha derramado ahí.

—Sí, señora —replicó en voz baja la vieja ama de llaves—, es sangre lo que se ha derramado en ese lugar.

—¡Qué horror! —exclamó la señora Otis—. No me gustan en absoluto las manchas de sangre en el cuarto de estar. Hay que quitarla en seguida.

La anciana sonrió y contestó en el mismo bajo y misterioso tono de voz:

—Se trata de la sangre de lady Eleanore de Canterville, asesinada ahí mismo por su propio marido, sir Simon de Canterville, en 1575. Sir Simon le sobrevivió nueve años y desapareció de repente en circunstancias muy misteriosas. Su cuerpo nunca fue hallado, pero su atormentado espíritu aún merodea por la mansión. La mancha de sangre ha sido muy admirada por turistas y por otras personas, y no hay quien la quite.

—Todo eso es una tontería —exclamó Washington Otis—, el superdetergente quitamanchas «Campeón de Pinkerton» lo limpiará al instante —y, antes de que la aterrorizada ama de llaves pudiera intervenir, se había puesto de rodillas y estaba frotando vigorosamente el suelo con una barrita de lo que parecía un cosmético negro. En pocos instantes no quedaba ni rastro de la mancha.

—Ya sabía yo que Pinkerton lo conseguiría —exclamó triunfalmente, volviendo la mirada hacia su orgullosa familia. Pero tan pronto hubo dicho estas palabras un terrible relámpago iluminó la sombría estancia, y el tremendo retumbar de un trueno los hizo ponerse en pie de un salto, y la señora Umney se desmayó.

—¡Qué clima más aborrecible! —dijo el ministro norteamericano sin alterarse, mientras encendía un largo cigarrillo.— Me figuro que el viejo país está tan superpoblado, que no hay buen tiempo suficiente para repartirlo entre todos. Siempre he opinado que la emigración es la única solución para Inglaterra.

—Mi querido Hiram —exclamó la señora Otis—, ¿qué vamos a hacer con una mujer que sufre desmayos?

—Descontárselo, como cuando rompa algo —contestó el ministro—, y así ya no se desmayará más.

Y en verdad que a los pocos instantes la señora Umney volvió en sí. Sin embargo era indudable que estaba muy afectada, y seriamente advirtió al señor Otis que algo malo sucedería en la casa.

—He visto cosas con mis propios ojos, señor —elijo—, que pondrían los pelos de punta a cualquier cristiano, y muchas, muchas noches, no he podido pegar ojo, a causa de los espantosos hechos que aquí han acontecido.

Sin embargo, el señor Otis y su esposa aseguraron cariñosamente a aquella alma cándida que no temían a los fantasmas, así que, tras pedir las bendiciones de la Providencia para sus nuevos señores y ajustar un aumento de sueldo, la anciana ama de llaves se fue con paso vacilante a su cuarto.

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