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El viaje de Tori: AGON

El viaje de Tori: AGON

Juanjo del Junco

4.6
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Capítulo

Tori Hojagris emprende su viaje a Agon, una tierra salvaje donde el comportamiento de sus rudos habitantes contrasta con su actitud optimista y despreocupada. Allí conoce a Gael, un huérfano que está a punto de ser reclutado para el ejército del rey Yukov, quien planea una guerra contra sus vecinos del norte. Tori decide adoptarlo como pupilo, y juntos comienzan una aventura llena de lecciones, magia y criaturas fantásticas.

Capítulo 1 Puerto Rosa

P

uerto Rosa bullía cada vez que se anunciaba la llegada de los barcos mercantes. Una larga fila de jóvenes —y no tan jóvenes—, en edad de trabajar, esperaba en la entrada del puerto a que alguno de los jefes de estiba les escogiera para un duro día de trabajo medianamente bien pagado. Por supuesto, los muchachos más fornidos eran los primeros en ser elegidos y los más ancianos y escuálidos quedaban al final de la cola.

Ug era, sin lugar a dudas, el peor marino mercante de todos los que trabajaban asiduamente en Puerto Rosa. Su barco era pequeño, destartalado y bastante viejo, con un casco lleno de pequeños agujeros producidos por la carcoma. Era difícil saber cómo era posible que todavía flotara una embarcación que parecía un queso lleno de agujeros, o que se moviera en el agua a la velocidad que lo hacía con una sola vela mayor plagada de remiendos.

Pero, pese a poseer el navío más pobre de toda la flota mercante, a Ug le iba sorprendentemente bien. No le faltaba el dinero y tal vez fuera porque no gastaba más de lo que necesitaba. Todos los capitanes elegían primero a los estibadores más jóvenes y fuertes, para terminar cuanto antes la descarga del barco e ir a toda prisa a gastar los beneficios de sus viajes comerciales a la cantina más cercana. Pero Ug no. Él esperaba al final, no le importaba usar a los descartes y que tardaran el tiempo que precisaran para descargar su barco. Lento pero seguro, la mercancía de Ug llegaba al fin al anochecer a la zona donde los mercaderes locales, horas antes, ya habían comprado cualquier cosa de valor que los marineros hubieran traído allende los mares.

Evidentemente, ya no había nadie que quisiera comprar nada, pero los viejos estibadores sabían cuándo era conveniente preguntar por una carga y cuándo no. Cobraban su jornal y se iban contentos a casa porque, una semana más, tenían en los bolsillos algunos aurus con los que alimentar a su familia.

¡TOC, TOC! El viejo capitán golpeó con una palanca la caja de madera más grande del cargamento.

—Ya hemos llegado, voy a abrir.

Ug, de cuerpo esquelético y una barba plateada de dos puños de largo, intentaba abrir la caja con la palanca. El crujir de las maderas se confundía con el crujir de sus huesos hasta que, al fin, la tapa frontal cayó al suelo.

Una figura envuelta en una capa verde oscuro con capucha emergió del interior de la caja, llena de cojines y almohadones. Se movía despacio. Desentumeciéndose, se apoyaba en un cayado largo lleno de nudos. Una mano enguantada se deslizó a través de la capa y depositó una bolsa rebosante de aurus en la mano del viejo marinero. La figura sospechosa y el viejo marinero se hicieron un gesto mutuo con la cabeza y tanto el uno como el otro, desaparecieron.

«El Cangrejo Feliz».

Así rezaba el cartel que colgaba sobre el dintel de la puerta de la cantina, con un dibujo de un cangrejo de color dorado. Era difícil discernir si un cangrejo era realmente feliz o no, pero este aguantaba en una de sus pinzas una jarra de espumosa cerveza, así que por lo menos, contento, debía estar.

Dentro el ambiente no era tan feliz. Había jarras de cerveza, sí, pero la fase alegre de la borrachera de los clientes del Cangrejo había pasado hace horas. Habían cantado y bailado hasta desfallecer y ahora la mitad de ellos dormitaba encima de las mesas pegajosas y la otra mitad discutía sobre quién era más amigo de quién o cuántos huevos en vinagre eran capaces de meterse a la vez en la boca.

Y de repente, se hizo el silencio. En la puerta apareció la sospechosa figura encapuchada, y todas las discusiones, y hasta los ronquidos, cesaron. Solo se escuchaba el golpear en el suelo del cayado que portaba mientras todos los cuellos se giraban despacito siguiendo el camino del extranjero, que se acercaba a la barra poco a poco mientras el mesonero, un fornido cuarentón con brazos como jamones, se echaba hacia atrás con cada paso que daba. El encapuchado se levantaba algo más de metro y medio del suelo, pero tenía un aura a su alrededor que hacía que todos los cangrejeros —así llamaban las mujeres del pueblo a los asiduos a la taberna—, se echaran a temblar.

Esa aura de terror se desvaneció justo en el momento en el que abrió la boca y de sus labios brotaron las palabras más amables y dulces que nunca se escucharon en cualquier taberna de cualquier puerto del mundo.

—¿Me podría dar un vasito de agua, por favor?

Por debajo del poblado y oscuro bigote del tabernero se empezó a esbozar una sonrisa, leve como el susurro de un monje raeliano el día del nombre, que se fue tornando más amplia hasta acabar en una sonora carcajada en toda la cara del encapuchado.

—¿Agua? ¿Un vasito de agua? —preguntó el tabernero a viva voz con un marcado acento casenita, reconocible porque pronuncian todas las vocales abiertas, como si fueran “a”.

—En un vaso limpio, por favor.

—¡En un vaso limpio, nada menos!

—Si es posible...

—Mira renacuajo: sal ahí fuera, al fondo del muelle, tienes toda el agua que quieras.

La figura encapuchada con voz dulce ni se inmutó.

—Pero esto es un bar, ¿no? ¿No tienen agua aquí dentro?

—¿Un bar? ¿Qué es un bar? Esto es una taberna y aquí no servimos agua. Eso es para los caballos y los monjes.

En ese momento fueron los parroquianos los que rieron alegremente, contemplando la escena.

—Me parece que no nos estamos entendiendo —Intentó poner paz el encapuchado.

—Si tienes sed y dinero, te pongo cerveza. ¿Quieres cerveza?

—Nunca la he probado... ¿A qué sabe?

—A cebada y agua de fregar —dijo el mesonero mientras le plantaba una jarra de cerveza templada delante de su cara.

—Probaremos.

La figura encapuchada se incorporó para coger la cerveza, pero el fornido mesonero le plantó la mano delante impidiéndole cogerla.

—El dinero por delante —apuntó con cara de pocos amigos—. Dos aurus.

La cabeza del encapuchado se alzó unos centímetros, como contando cada uno de los pelos del frondoso bigote negro del tabernero. Se agachó de nuevo y sacó del fondo de su capa una bolsa igual que la que puso en ma-nos de Ug. Llena hasta arriba de brillantes aurus. Tomó dos, un precio excesivamente caro para una bebida en una tasca llena de borrachos, y los depositó delante del orondo hombre que la observaba sin pestañear.

Las monedas brillaban tanto que llamaron la atención de los bebedores que se habían echado a dormir, reflejándose en sus codiciosos ojos como la primera estrella que aparecía en el cielo nocturno.

—Ahora sí.

El grueso tabernero mordió una de las monedas y se las guardó en el delantal. Cuando salieran de ahí ya no brillarían tanto y estarían llenas de pelusas y grasa, pero seguirían valiendo lo mismo. El extranjero se acercó la espumosa bebida a los labios y probó un sorbito.

—¡Puaj! ¡Esto está asqueroso! —exclamó escupiendo el brebaje por todo el suelo, sin darse cuenta de que la capucha se había caído sobre sus hombros, revelando su cabello rubio lleno de tirabuzones y una cara pecosa y adorable.

La chica estaba ahí, en medio de la taberna, mientras todos la miraban con curiosidad y ojitos más codiciosos todavía. Una chica sola, en una taberna en el muelle y con una bolsa llena de jugosos y brillantes aurus. Tentador.

—Pero ¿quién quiere beberse esto? ¡Está malísimo! ¡Devuélvame mi dinero!

—¿Que te devuelva el dinero? Eso es casi tan gracioso como lo del vasito de agua. Anda y vuélvete a casa con tu mamá, seas de donde seas.

—Señor tabernero, yo no tengo nada contra usted, pero me ha servido una bebida que sabe a...

—Cebada y agua de fregar.

—¡Exacto!

—Te lo dije antes de servírtela. Si no te ha gustado, es tu problema.

—¡Pero yo solo quería agua!

—No es mi problema —remarcó el tabernero—. Aquí solo ponemos cerveza.

—No te preocupes, ya me la bebo yo.

Un hombre con una gran cicatriz en la cara que le cruzaba el ojo y con el pelo grasiento se sentó delante de la chica y cogió la cerveza dando un enorme trago.

—¡Oh! ¡qué amable! ¿Me repondrá usted los dos aurus que vale?

—Chica, una cerveza vale un cuarto, y la tuya estaba empezada... Tú no eres de por aquí, ¿verdad?

El pelo rubio, dorado y brillante, y la piel blanca, la delataban. Todos los agonitas eran morenos, desde un moreno suave y amarillento hasta una piel negra azabache. Eran fuertes y de cabello oscuro como el carbón. La claridad de la chica llamaba la atención como un pelo en un pezón.

—No, estoy de visita.

—Pues como no escondas esa bolsa de dinero, tu visita va a durar bien poquito.

—¿Por qué lo dices?

—¡Ay, por el misericordioso Goddar! ¡Que te la pueden quitar, niña estúpida!

—¿Pero por qué me van a quitar mi dinero, si es mío?

El hombre miró por encima de su hombro y vio el ligero movimiento que se originó a su espalda, suave, como leones acechando a su presa.

—Oh, creo que lo entiendo, he leído sobre los ladrones —dijo apesadumbrada la chica—. Se me ha ocurrido una cosa, ¿quieres ser mi guardaespaldas? Pareces un buen hombre, a pesar de que te falte un ojo y tu visión espacial sea limitada.

—¿Yo? ¿Tu guardaespaldas? ¡En la vida!

—No lo llames guardaespaldas... Sé mi guía, te pagaré.

—¡Ni por todos los aurus del mundo, chica! Eres un imán de problemas.

—Porfaaaa...

El movimiento a su alrededor se hacía cada vez más evidente.

—Lo siento, niña. Estás sola. Suerte.

El joven se bebió de un trago lo que quedaba de su cerveza y se alejó de la chica. Un círculo de hombres rudos y con pinta de pocos amigos la rodeó.

—Hola, pequeña ¿te has perdido? —preguntó uno de los estibadores, un viejo bastante fuerte que olía a alcohol y tabaco de pipa.

—Oh, no, estoy justo donde quería estar, en Agon.

—¿Por qué no nos dejas aligerarte un poco el equipaje? Esa bolsa parece muy pesada.

—Sí, pesa, pero es todo mi dinero. No puedo dártela, lo siento.

—No te la estaba pidiendo, niñata.

Dos hombres se abalanzaron sobre la chica y esta, rápidamente, cogió el cayado apoyado en la mesa y golpeó al uno en la cabeza y al otro en la parte trasera de la rodilla. Todos se quedaron asombrados, no solo por la velocidad con la que la joven, con solo dos golpes, había rechazado a los atacantes, sino porque al quedarse en posición de guardia, con las piernas abiertas y la capa al vuelo, justo entre sus pies, pudieron ver una extraña criatura. Era una bola de pelo blanco, con ojos negros como aceitunas y dos grandes orejas que le colgaban hacia atrás; su nariz era pequeña y casi no podías ver ninguna de sus cuatro patas, semiocultas en su barriga redonda y peluda. Aun así, los pies se podían vislumbrar asomando por abajo y las patitas delanteras se veían apoyadas en los laterales de su cuerpo. Parecía cualquier cosa, menos peligroso.

Tras el primer momento de confusión, tres hombres más dieron un paso al frente dispuestos a atacar, pero la chica, con solo un cambio de posición en los pies y un movimiento de bastón, los hizo parar. La criatura miró a los ojos a la chica y esta le devolvió el gesto.

—Copo, ¡ataca!

El cartel del Cangrejo Feliz retumbaba por los golpes del interior del local. Gritos de terror y dolor se alternaban y hombres duros como robles saltaban por la ventana huyendo despavoridos.

La calma se hizo de nuevo. Dentro, la chica hizo pasar a su criatura debajo de su capa, cogió su cayado y se despidió del tabernero, que todavía seguía con la boca abierta.

Junto a la puerta estaba sentado el joven de la cicatriz, con su único ojo funcional abierto de par en par.

—Pero... ¿Quién eres? —acertó a articular.

—Me llamo Tori Hojagris, y estoy de viaje de estudios.

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