El coche avanzaba lento por el camino de tierra que atravesaba los viñedos. A ambos lados, las vides parecían extenderse hasta donde alcanzaba la vista, un mar ordenado de verdes y ocres que olía a promesas y secretos enterrados.
Martina, mi hermana menor, apretó mi mano con una mezcla de ilusión y nerviosismo. Ella, con sus sueños intactos; yo, con los míos ya bien empaquetados en cajas de cinismo y ambición.
-¿Sabes? -susurró, con esa voz que todavía creía que lo bueno siempre llega-. Este lugar es increíble. Todo parece sacado de una película.
Sonreí, sintiéndome triunfadora, aunque mi boca no quiso delatar lo que sentía. Lujo, sí. Pero también jaula. Esa finca no era un castillo de cuentos de hadas, sino una trampa disfrazada de elegancia y muy pronto yo estaría al mando.
-Hermosa prisión -le dije con sarcasmo-. Dos meses aquí, Martina. Dos meses para conocer a la familia, antes de la boda.
Ella me miró, confundida.
-¿Por qué?
-Porque para mí esto no es conocer a la familia. Estoy aquí para ganar terreno y disfrutar de todo lo que algún día será mío. El anillo, la fortuna, el apellido. No me importa si Marco me gusta o no.
Martina tragó saliva y desvió la mirada hacia el paisaje que parecía eterno.
La finca Leone era un monumento al control. Cada piedra, cada rama podada de las vides, cada cortina de terciopelo en los ventanales, estaba ahí para recordar quién mandaba y quién obedecía. Yo estaba a punto de convertirme en un engranaje más.
Al llegar a la enorme puerta de hierro forjado, una mujer de expresión impasible nos recibió. Su uniforme impecable y sus ojos fríos no ocultaban un juicio que nadie, al igual que ella, se molestaba en disimular.
-Bienvenidas a casa, señoritas -dijo con una voz que intentaba ser amable, pero que se quedaba en lo apenas cortés.
Mientras me acomodaba en la habitación que me asignaron, noté que Martina no podía dejar de observar cada detalle: los muebles antiguos, la alfombra que amortiguaba el sonido de nuestros pasos, los candelabros colgando con luces tenues que iluminaban con un aura casi espectral.
Apenas salimos al comedor, la familia ya estaba reunida. No era un grupo muy numeroso, pero sí suficiente para sentirse observado.
Marco estaba ahí, perfectamente vestido, con una sonrisa contenida que no llegaba a sus ojos. Al verme, me saludó con un ligero movimiento de cabeza, sin acercarse demasiado.
La tensión entre nosotros era casi palpable, aunque la mayoría de los presentes parecían no notarla o preferían fingir que todo era normal.
Entre susurros y miradas cruzadas, la conversación giraba en torno a los preparativos de la boda, el menú, el vestido y las horas que faltaban para el ensayo general.
Pero yo no podía dejar de observar. No a ellos, sino a mí misma en ese reflejo roto de lo que quería ser. Clara, la mujer que aceptaba casarse con un hombre que apenas conocía, no por amor, sino por una promesa de estabilidad y poder.
De repente, un hombre alto y silencioso entró en la sala. Sus pasos eran firmes, su porte imponente. Era Nicolo, el hermano mayor de Marco. Su mirada cruzó la habitación y se detuvo en mí como si pesara cada una de mis palabras no pronunciadas.
No habló, no sonrió, solo asintió con una gravedad que me heló la sangre.