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El climax de un millonario

El climax de un millonario

Florencia Tom

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66
Capítulo

Amy Steele es una empleada del café Blue Moon, ubicada en California. Pero, por las noches, se dedica a escribir relatos eróticos que dejan ver sus oscuras y atrevidas fantasías. Quiere convertirse en una gran escritora y vivir de sus libros en algún futuro. Todo se vuelve un completo caos y entradas de pánico cuando, por error, le envía su relato a Matt Voelklein. ¡Y no es cualquier relato!¡Es uno inspirado en él y desde que lo conoció aquel día en el café no ha podido sacárselo de la cabeza! La reacción del misterioso y enigmático Matt Voelklein será el lanzamiento de una propuesta interesante para la joven e inocente señorita Steele.

Capítulo 1 Uno

CAPÍTULO 1

Es Lunes.

El sonido insoportable del despertador me hace dar un respingo en el colchón.

Ocho y media.

—¡Mierda! —mascullé, somnolienta.

Hago un gran esfuerzo por separar los ojos y aquello me lleva mucho tiempo. Demonios.

Me refriego los ojos con los puños cerrados y lanzo un bostezo que retumba en todo el monoambiente. Veo a través de la única ventana que tiene mi piso que el día no se presenta soleado, brillante y celeste.

Sino que, las nubes dominan aquel cielo porque se aproxima una gran tormenta. Mierda, eso me provoca menos ganas de levantarme y comenzar mi día.

Retiré las sabanas de mi cuerpo pateándolas hasta ver que llegaron al borde del colchón. Me apoyo sobre mis hombros. Vamos Amy, levanta tu estúpido trasero de la cama y ve a trabajar.

Debo agradecer que mi trabajo se encuentra debajo de mi pequeño y bonito apartamento ubicado en California y no tengo que tomar ningún autobús para dirigirme hasta él.

Abrí mis ojos finalmente por completo y miré hacia mi derecha al escuchar el ronroneo habitual de mi gata Ronny, quien se estira ocupando la mayor parte de mi cama porque acaba de despertarse, pero no tiene ninguna intención de salir de ella.

Ronny tiene el pelaje blanco y sus orejas, patitas y cola, las tiene grisáceas. Puede llegar a ser confundida con un gato siamés, pero ella y yo sabemos que no lo es. Sólo aparenta ser una.

La adopté en un centro de adopción gatunos y cuando la vi, fue amor a primera vista.

Ella me observa ahora con sus inmensos ojos azules y yo tengo ganas de seguir durmiendo a su lado.

—Debo ir a trabajar para pagar tu comida —le digo, acercándome a ella y acariciándole la pancita —. No cabe duda que soy tu esclava.

Salgo de la cama de dos plazas y me pongo de pie, lanzando otro gran bostezo y me veo obligada a arrastrarme hasta mi baño para darme una ducha, cepillarme los dientes y hacer pipí.

Termino de hacerlo y me encuentro un poco más despabilada gracias a la ducha. Salgo del baño con una toalla rodeándome la cabeza y otra a mi cuerpo. Me preparo café y enciendo la televisión, exactamente en las noticias.

Uh, atropellaron a alguien en la avenida Maiden Lane. Pobre señora.

¡Hurra!¡Sigue viva! Me alegro por ella.

—Y que Diosito le dé muchos cumpleaños más—le digo a la televisión, contenta.

Ya me he acostumbrado a charlar conmigo misma por las mañanas.

¿Acaso estoy loca? Para nada, es sano hablar en voz alta de vez en cuando.

Mientras desayuno unos tostados con café, voy pensando qué pantalón debó colocarme hoy.

La cafetería Blue Moon queda debajo de mi monoambiente. Los dueños me alquilan el sitio a un precio razonable en una de las calles más transitadas de California: Santa Mónica.

En verano se atascaba de gente, y en otoño e invierno las personas decidían visitar otros sitios lejos de la playa.

Hoy era extraño ver cómo iniciaba el verano aquella mañana de junio con una gran tormenta de nubes pesadas y negras. Pero podía sentirse la humedad. Sobre todo, en mi cabello castaño.

Me puse mis vaqueros azules, los que me favorecían, mis conversé negras, una camiseta mangas largas blanca y por encima de ella un delantal verde que rodeaba mi cuello y mi cintura. Este tenía a la altura del corazón su logo de una taza pequeña de café humeando y por debajo de ella el nombre del sitio.

Fui rápidamente al espejo de cuerpo completo que tengo colgada en una pared de mi casa y repasé mi aspecto en él mientras me recogía el cabello con mis dedos para hacerme una coleta alta.

Acomodé mi flequillo hacia el costado y suspiré. Mis ojos grises parecían cansados y algo rojizos. No le di importancia.

Trabajar duro me llevaría lejos, sólo era cuestión de encontrar algo mejor a qué dedicarme.

—Eres lista, bonita y buena persona. Nunca te olvides de ello Amy Steele—me dije a misma, repitiendo aquellas palabras que resultaban un mantra para mí cada mañana.

Procuré que mi gata tuviera todo lo necesario para sobrevivir aquel día. Su arenero se encontraba del todo limpio, tenía comida y agua en sus cuencos, así que estaba todo bien para que sobreviva un día sin mí.

Le di un beso al dormilón y me marché, cerrando la puerta con llave.

Salí directo al pasillo que daba a las escaleras para bajar directo a la calle y mientras bajaba por los escalones, escuché que la puerta que da al otro monoambiente se abre y sale mi compañero Patrick, quien se mueve de manera muy lenta para ponerle llave a su casa.

Se da cuenta de mi presencia y me saluda con la mano, con los ojos marrones algo entrecerrados por el sueño que claramente sigue en su cuerpo.

—Verte me dan ganas de vivir —me burlo y lo espero para que bajemos juntos.

—¿Sabes qué me daría ganas de vivir? Un aumento de sueldo —me confiesa, empezando a bajar las escaleras conmigo.

Él debe ir detrás mío porque la escalera no es muy gran que digamos.

Patrick es alto, de cabello oscuro y de cuerpo delgado

—Debes agradecer que nos hacen un favorable descuento por vivir arriba de la cafetería y que nos den dos días a la semana libres —lo alenté para que no se decaiga.

—Me gustaría obtener una beca en la universidad y marcharme lejos. Estar trabajando aquí es cómo estar atascados, Amy.

Aprieto los labios y estos decaen hacia un costado. De cierta manera le doy la razón, pero cada quien tiene su visión en ello.

Cada quién tiene su visión sobre la vida.

—¿Sabes algo sobre la beca? —le pregunté, tratando de no tocar el tema laboral.

Bajamos hacia la puerta que da la calle y él la abre con su llave.

Somos nosotros dos viviendo en dos monoambiente del sitio y cuando sales al pasillo debes bajar por las escaleras para llegar a la puerta. No hay ventanas, pero sí ventilas. Las paredes no están pintadas, tienen un raro gris en ellas y esa parte es iluminada por un foco que cuelga en lo más alto del techo.

Incluso las arañas de las esquinas te saludan con sus ocho patas si no limpias a menudo.

Aunque Patrick es mucho más alto que yo y las mata con la escoba para que no me intimiden.

Le tengo mucho miedo a las arañas.

—No, aún no. Pero sigo esperando la confirmación. La ansiedad a veces me gana y no me permite dormir por la noche, pensando en un futuro mejor para mí—me respondió, apenado y dirige su mirada hacia el cielo, con los ojos bien abiertos —¡Demonios, qué clima tan perfecto! —exclama, como si aquello le hubiera levantado el ánimo.

—Eso significa que hoy no habrá muchos clientes y será un día muy tranquilo —le comento, entre lanzando mi brazo con el suyo y lo miro —Será un gran día, Patrick.

A las diez y treinta y cinco de la mañana el café tenía varias mesas ocupadas con clientes que, en vez de mirar los televisores colgados en las paradas con el canal de noticias puesto, miraban el clima a través de los grandes ventanales que daban a la calle asfaltada y las palmeras agitándose un poco por la llegada de la gran tormenta.

Mi turno era de las nueve y media hasta las dos de la tarde, luego salía e ingresaba nuevamente a las cuatro y media hasta las siete de la tarde.

Los fines de semana trabajan otras personas, pero de lunes a viernes trabajábamos sólo Patrick, Wendy y yo.

Wendy era una compañera nueva que había iniciado hace ya un mes y había logrado desempeñarse a la perfección en el sector de caja.

Era excelente para los números, cosa que Patrick y yo aún seguíamos tratando sacar las cuentas rápido y entregar todo a la perfección a los clientes. Él y yo ya llevábamos trabajando en Blue Moon hace ya dos años.

Wendy era excelente, era una joven de un cabello negro lleno de rastas largas decoradas con algunos anillos en varias de ellas, una piel pálida y unos ojos negros tan profundos como la noche. Era bellísima.

Estaba llena de tatuajes en los brazos y tenía varias marcas de piercing en la cara, cuando terminaba su horario laboral, volvía a colocárselos. Tenía una perforación en la nariz, uno en el labio inferior y otro en el final de su ceja izquierda.

Era de baja estatura, delgada, joven y muy simpática.

—Me encanta cuando todos ya tienen su café y puedo ver las noticias desde el mostrador sin que nadie me interrumpa—me confiesa ella, dejando caer su mentón sobre la palma de la mano y con el codo apoyado en el mostrador, mientras mira a las personas gozar de su desayuno —. Este día es perfecto, es cómo si no trabajaras realmente.

—Digo lo mismo —le confieso, mirando lo mismo que ella —. Me gusta este clima porque no hay tantos clientes y trabajas sin estrés.

Entonces algunas gotas comienzan a caer sobre la vidriera que da a la calle, azotando el cristal poco a poco hasta que el cielo se rompe y finalmente la lluvia, llega para quedarse.

Algunos clientes deciden marcharse al ver que el clima comienza a empeorar. Toman sus pertenencias con rapidez, dejan algo de propina sobre las mesas y se marchan rápidamente hacia sus coches para desaparecer del Café.

Aquel sitio tenía un aire vintage: Las sillas y mesas eran de madera caoba oscuro. Había varias porque el sitio era amplio. Había un sector de barras contra una pared y otras pegadas contra los ventanales inmensos. En las paredes de ladrillos a la vista y barnizados, dándole un toque más oscuro y brilloso, colgaban plantas artificiales y otras que eran de interior como algunas marantas leuconeras, crotones, helechos frondosos y frescos que le daban un aire más natural al sitio. Cuadros con frases motivadoras colgaba de las paredes y había un sector de sofás Chesterfield de cuero ecológico con sus respectivas mesas ratonas.

Me gustaba tener todo bajo control y que ninguna imperfección con respecto a la limpieza se me escapara de las manos.

Tomé un paño y un rociador para ir a limpiar las mesas desocupadas.

Mientras me encuentro caminando en dirección a ellas, la campanita de la puerta suena tintineante, advirtiendo que un nuevo cliente ingresó al sitio bajo la intensa lluvia torrencial que no logra opacar al ruido.

Mis pasos se vuelven algo lentos, Mi vista se centra en ese cabello oscuro que él no tarda en retirar hacia atrás para sacar algunos mechones empapados y pegados en su frente.

Sus ojos grises, serios, inexpresivos se ocupan de buscar algún lugar desocupado para sentarse. Creo que tiene un mal día, parece estar molesto.

Tiene unas cejas grandes y espesas que por poco logran hacer que sus ojos pasen desapercibidos, pero sé qué eso sería imposible que sucediera, porque aquellos ojos no podrían ocultarse con facilidad.

Encuentra un lugar, se sienta y afloja su corbata gris como si lo afixiara, como si no quisiera saber nada de ella.

Apoya su espalda contra la silla y cierra los ojos, agotado y lanza un suspiro que indica que algo está mal en su vida. Parece que la silla le queda algo chica, y sus piernas se encuentran estiradas para más comodidad.

Es alto, muy alto y parece un muñeco sacado de las revistas de trajes para hombres. Incluso hasta el maletín que lleva en su mano parece carísimo.

Su piel es blanca, su mandíbula es recta y en esta se calan una barba muy pero muy rebajada, que casi parece una sombra.

Nariz respingona, pómulos altos y es tan atractivo que se me ha quitado en aliento con tan sólo verlo.

Trago con fuerza.

Mierda. Voltea hacia algún punto del sitio y sus ojos grises me han encontrado porque se ha dado cuenta que lo estoy mirando.

Mis piernas flaquean, aparto la mirada rápidamente y me concentro en mi trabajo.

Concéntrate, concéntrate por favor.

Dios.

Llego a una mesa que está llena de pequeñas servilletas machucadas y una taza blanca vacía con restos de café en su interior, manchandola con su amarronado.

Tomo una bandeja y desocupo toda la mesa para dejarla vacía y comienzo a limpiar con el trapo sin antes rosearla dos veces.

No me atrevo a mirar hacia atrás porque sé qué él está alli.

¿Qué demonios me ocurre? Hombres como él no se fijaría en chicas cómo yo.

¿Por qué? No hay un por qué.

Seguro ya tiene novia y debe ser preciosa.

Debe ser la chica más afortunada del mundo.

Centro mi atención el limpiar aquella mesa como si no lo hubiera hecho ya antes. Tranquila Amy, es sólo un cliente. Cuando se marche del café no volverás a verlo y tus nervios se esfumaran.

Tengo la maldita costumbre de ponerme así cada vez que ingresa un chico guapo al café.

Pero debía admitir que aquel tipo destacaba por si solo.

Miro por el rabillo del ojo para ver qué está haciendo y lo único que logró ver es que está con su celular, con la mandíbula tensa y como si ocultara un gran enojo.

Las venas del cuello se le marchan, sus ojos están bien abiertos puestos en la pantalla de su iPhone y sus dedos teclean con gran agilidad.

Que alguien se apiade de aquel que se encuentre detrás de la pantalla.

Veo que aún no ha tocado la carta y no tiene intenciones de pedir nada. Tengo el presentimiento de que sólo ha venido para poder charlar tranquilo a través de su celular.

Cuando termino de limpiar las mesas y veo que él sigue allí, sentando y enojado, discutiendo, me veo en la obligación de tener que preguntarle qué desea ordenar para desayunar.

Me acomodo el cabello más de lo normal, arreglando mi fleco hacia un costado y que ningún mechón travieso haga una revolución en mi apariencia.

Me aliso el delantal verde con las palmas de las manos, saco el anotador y un bolígrafo del bolsillo. Aunque sé qué con otros clientes puedo memorizar los pedidos sin problema alguno, pero con ese hombre tan intrigante tengo miedo de que se me olvide hasta el apellido.

Tomo una bocanada de aire y me acerco a su mesa.

—¿Señor? —mi voz sale como un pitido y tengo ganas de darme una golpiza.

El hombre levanta la mirada hacia mí, como si hubiese salido del transe que había entre el móvil y él. Pestañea un par de segundos, con sus ojos puestos en los míos y yo me estremezco un poco al ver la profundidad de su mirada tan viril.

Mierda. Concéntrate Amy.

—¿Puedo prepararle algo para desayunar? —logro preguntarle, sin gesto alguno.

¿Acaso quiero demostrarle que no me afecta en absoluto?

—Sí—su voz es gruesa, profunda, sonora y potente—. Un cortado por favor.

Trago con fuerza. Su gesto es tan frío que me sorprende que alguien sea así de distante.

—¿Desea algo para comer? —maldita sea mi voz cantarina—, porque hay unos ricos brownies con los que podría acompañar su…

Cuando veo que su pantalla vuelve al móvil mi voz se va apagando de a poco porque sé su respuesta antes de escucharla.

—No. Gracias. Sólo el cortado.

No me mira y sus palabras son tan filosas que ahora me siento incómoda por ofrecerle algo tan simple como un brownie.

—En seguida traeré su café, señor. —le aviso, y no puedo evitar apretar los labios al final de mis palabras.

Apenas nota que me marcho a preparar su café. Jamás odié tanto un celular.

¿Se imaginan que aquel tipo se hubiese tomado la molestia de mirarme y que hayamos tenido tengamos flechazo de cupido?

¡Basta Amy, ponte a trabajar!

Luego de regañarme a mí misma por llevarme una gran embestida contra la pared, voy detrás de la barra y me acerco a Wendy, quién está muy tranquila atendiendo a un par de clientes, los cuales, no me percaté que habían ingresado.

Termina de colocar un par de vasos desechables con café dentro de las bolsas de papel y se las entrega con una sonrisa a dos ancianitos que suelen venir bastante seguidos por aquí.

—Sí, yo también lo vi—me suelta ella sin mirarme mientras saluda con la mano a los dos viejitos.

—¿Eh?—me acerco a ella sin saber a qué se refiere.

—Que vi cómo estabas mirando a aquel tipo de la mesa ocho y no te culpo—me sonríe, pícara y veo que también le ha echado el ojo—¡Su carita parece tallada y viste sus brazos! —exclama por lo bajo, mirándome.

Me dirijo a la máquina y selecciono la parte de cortados sin antes poner una taza debajo de ella.

Le sonrío a Wendy y un calor inexplicable me sube a las mejillas.

—Tu silencio significa afirmación —me susurra.

—¿Cómo llevarte la contraria? —le respondo, mirándola a través de mi hombro.

—¿Señorita?

Me sobresalto al escuchar aquella voz y cuando me doy vuelta encuentro al hombre de traje detrás del mostrador y me está mirando específicamente a mí.

No puedo evitar remojar mis labios porque estos se han secado y es imposible no ponerme algo nerviosa por su presencia.

Intrigante, me mira con aquellos ojos grises que demuestran una frialdad que no puedo justificar. Sus manos se apoyan en el mostrador, esperando una respuesta de mi parte y yo no soy capaz de conectar la boca con el cerebro.

—Quiero cancelar el café. Debo marcharme ¿pero puedo pedirle un favor? —que seriedad.

—Sí, por supuesto —musito, apagando la maquina y acercándome a él.

Mete la mano en el bolsillo en el interior de su traje y saca una tarjeta que me tiende con sus dos dedos. Lo miro, miro la tarjeta y luego mis ojos vuelven a los suyos.

—Quería darle mi número para que me haga el favor de tener un café listo antes de que llegue cada mañana — me explica, y yo tomo la tarjeta—¿Podría hacerlo por mí? ¿Por favor? —me pregunta frunciendo divertido sus perfilados y sensuales labios.

¡Amy no le mires la boca!

Nuestros dedos se rozan un segundo cuando tomo la tarjeta, provocándome una leve corriente que me recorre el cuerpo como si hubiera tocado un cable suelto.

Me siento una estúpida. No puedo evitar mirar su nombre en la tarjeta blanca y de hoja muy gruesa, pequeña. Su nombre en negro resalta: Matt Voelklein.

Y por debajo de ella encuentro su número de celular, el correo electrónico y una dirección.

—Por supuesto, señor Voelklein —leo su apellido y lo miro, asintiendo.

Intento sonar formal, y deseo sonar realmente así, pero mi tono de voz es ronca y algo entrecortada.

Voelklein, que apellido tan intenso cómo su presencia. Incluso suena bien cuando lo digo.

—Hágame el favor de enviarme un mensaje para que yo pueda agendar su número —me pide, con tanta amabilidad que es imposible decirle que no.

—Apenas pueda le enviaré un mensaje —le digo para que se quede tranquilo.

¿Por qué demonios me falta el aliento? El hombre asiente y deja un par de billetes sobre el mostrador para saldar el café que no tomó.

Con una última mirada sobre mí, se marcha del sitio con su maletín, cruzando la puerta de vidrio.

Es cuando se marcha cuando mi respiración vuelve a la normalidad. El corazón me palpita con fuerza. No puedo dejar de mirar la puerta a pesar de que él ya no está.

—¡Dios mío, te gusta!¡Te he visto desde la cocina!

La exclamación de Patrick no se hace tardar y provocarme un respingo. Se posa detrás de mí y me toma por ambos hombros con sus manos.

—¿Qué?¡No! —digo rápidamente, rogando que mi bobalicona cara no me haya delatado frente aquel hombre.

Patrick y Wendy cruzan miradas divertidas y yo pongo los ojos en blanco.

—Te dio su número y no a mí —justifica Wendy, levantando ambas cejas varias veces.

—Porque quiere su café listo antes de pisar el lugar y yo lo he atendido. —contrataco, dejando caer mi mejilla en la palma de mi mano mientras me apoyo en el mostrador —. Tiene pinta de ser un hombre muy ocupado.

—Y sacado de una revista de modelos —agrega Wendy y no puede evitar echarse a reír —. Deberías enviarle tu número así te agenda en su móvil. Tienes una gran excusa para crear un tema de conversación ¿no crees? —me dice, ansiosa.

—Lo haré más tarde. Yo también estoy ocupada —me encojo de hombros mientras acomodo los folletos del sitio sobre el mostrador con las ofertas de la semana.

Trato de refugiar mi desinterés en los folletos. Claramente, un desinterés que no existe si se trata de aquel hombre.

—Debo ir al baño —les aviso y me escabullo antes de que vengan más clientes.

Aunque lo dudo, porque el clima delata que lloverá todo el día.

Llego al baño de empleados luego de sacarme el delantal y me encierro en él no con una intención de hacer mis necesidades, sino que...quiero agendar el número de ese tal Matt Voelklein que aún sigue merodeando por mi cabeza.

Llega la noche y finalmente me encuentro frente a la puerta de mi apartamento, algo empapada porque sigue lloviendo a cantaros.

Abro la puerta luego de saludar con un abrazo a Patrick y mi gato Ronnie viene a recibirme con su cola levantada y estirando sus patitas en mi dirección.

—Hola bonita —la saludo, tomándola en mis brazos y cierro la puerta finalmente.

Hogar dulce hogar.

Pongo algo de música mientras me preparo la cena y me sirvo una copa de vino. Cada tanto tengo que sacar a mi gato que quiere subirse a la mesada y robarme alguna pata de pollo para la salsa.

Hasta que finalmente me convence y le pongo una en su tazón que está en suelo. La gata, contenta, deja de acecharme y comienza a comer.

Pico cebolla, morrón y opto por rayar una zanahoria para no dejarla morir en la nevera.

Mientras la salsa se cocina, me siento en la cama con la copa de vino llevandomela a los labios mientras miro un rato las redes sociales.

Trago saliva... ¿debería buscar a Matt Voelklein en Instagram? Mmm, dudo que tenga uno. La tentación de encontrarlo allí me gana y coloco su nombre en el buscador.

Automáticamente una cuenta verificada con su nombre me salta primero. Demonios ¿realmente tiene la cuenta verificada?¡Esa tilde azul al lado de su nombre me lo indicaba!

Con que aquí está, señor Voelklein.

Viajes a Francia en las que no sale él si no los diferentes paisajes bien editados como la Torre Eiffel, el Arco del Triunfo y el interior del Palacio de Versalles.

Creo que Matt Voelklein tenía un gran fanatismo por las fotografías porque había varias de diversos sitios y él no se encontraba en ellas.

Tampoco había rastros de amigos, novias o incluso de alguna mascota suya. Fui a la parte de etiquetados, dónde tus conocidos te etiquetan en alguna fotografía que ellos suben y fue allí donde, por fin, pude verlo junto a su grupo de amigos.

Él estaba en un extremo. Llevaba una camisa tipo polo azul y tenía el cabello igual de largo cómo lo tenía hoy. Era de noche, había botellas de cerveza sobre una mesa de madera oscura y era una fotografía sacada en algún patio trasero de una casa.

Eran un grupo de hombres amplios, bastante apuestos, pero debía admitir que el señor Voelklein destacaba entre todos ellos.

Dejó el celular sobre el colchón y corro a ver si la salsa está lista. Llego a tiempo y la saco del fuego. Pongo a hervir agua para los fideos y vuelvo a la cama para seguir con mi tarea de detective.

Ya son más de las ocho y media y no sé si enviarle mi número al señor Voelklein para que lo registre y así, asegurar que él me envié un mensaje para que preparé su café.

Bueno, por algo me lo ha dado ¿no?

Busco la tarjeta y agendo su número en mi celular. Listo. Un paso ya hecho.

Voy a WhatsApp y decido enviarle un mensaje para que registre mi número.

¿Por qué estoy tan nerviosa? Relájate tonta. Es sólo un mensaje.

Me muerdo las uñas al entrar a su chat. Frunzo el ceño, no figura ninguna foto suya en su perfil.

Trago saliva y empiezo a escribir, rogando que mis dedos no me fallen colocando algo que me deje en ridículo.

Amy Steele: Buenas noches señor Voelklein, soy la joven que lo ha atendido esta mañana en el café Blue Moon. Le envió un mensaje para que registre mi número. Saludos cordiales.

Aprieto enviar y lo releo más de una vez.

¿Saludos cordiales? ¿En qué estaba pensando? Cuando estoy a punto de borrar el mensaje antes de qué lo visualice, es demasiado tarde.

Él ya lo ha visto.

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