Paola subió al auto con las manos temblorosas y el corazón hecho pedazos. No sabía a dónde ir, pero necesitaba huir, perderse en algún lugar donde pudiera dejar que el dolor se derramara sin contención, aunque solo fuera por unas horas. Conducía sin rumbo fijo cuando, casi por inercia, terminó frente a un bar discreto y sombrío, el tipo de sitio en el que nadie la reconocería, donde podía hundirse en el alcohol sin ser molestada.
Entró sin mirar a nadie, pidió una copa con la voz apagada y se acomodó en una mesa apartada. Las luces tenues y el murmullo constante del lugar le regalaron una sensación pasajera de anonimato, de soledad compartida. A medida que el licor empezaba a recorrerle las venas, Paola intentaba dejar que las palabras crueles de Lucas se disolvieran, pero cada sorbo solo era un respiro breve. Porque al cerrar los ojos, la escena volvía: Lucas y Rose en su cama, una imagen cruel que se clavaba como una pesadilla imposible de esquivar.
—¿Cómo pude ser tan ingenua? —murmuró con una mezcla de rabia y desolación.
Tres años de su vida entregados a un hombre que terminó traicionándola de la forma más vil. Lucas había sido su refugio, su compañero, o al menos eso había creído. Recordó sus intentos por formar una familia, las promesas rotas, las miradas evasivas cuando hablaban del futuro. Ella se desvivía por complacerlo, por ser la esposa perfecta, mientras él ocultaba a su amante a plena vista.
El alcohol entumecía su cuerpo, pero su mente seguía encadenada al recuerdo de aquella tarde. Podía escuchar la voz gélida de Lucas llamándola frígida, reprochándole que estar con ella era un tedio. ¿Cómo había soportado semejante crueldad? ¿Cómo había permitido que ese amor se convirtiera en una prisión?
El rostro de Rose aparecía con cada trago, burlón, satisfecho, como la sombra que siempre había estado en la oficina de Lucas. Ahora sabía que aquel papel secundario era mucho más grande de lo que había imaginado.
—¿Por qué me hiciste esto, Lucas? —susurró al vacío, como si una respuesta pudiera liberarla.
Las horas se deslizaban lentas, como el hielo derritiéndose en su vaso. El barman, con expresión seria, se le acercó cuando el reloj marcaba la una.
—Señorita, ya es tarde. Le pedí un Uber, será mejor que regrese a casa.
Paola frunció el ceño; no quería irse. Volver a casa era enfrentar la soledad y la humillación. Quería seguir bebiendo, perderse más en el olvido.