La vida secreta del Sr. Fitz
r del vómito como un molesto perfume, impregnado en parte de mi ropa. Entré en la estación de enfermerÃa de la Facultad c
suéter. Recordé entonces que lo habÃa vomitado y me morà de vergüenza. Con los ojos entreabiertos me percaté de que llevaba una camiseta negra
e ocurre agradecerme? «¿Por humill
a decir. El Sr. Fitz cerró
de apuntes no los traje. Los llevé a mi casa cuando fui a cambiarme. Estuviste desmayada unas horas. Imagino que se te olvidó el desayuno. Entonces, se puso en pie y se dirigió a la salida de la habitación. –Profesor –le dije–, no me comunicó cuáles eran los deberes. Esbozó una media sonrisa que lo hacÃa verse aún más atractivo y cÃnico. –Se trata de una narra
ual, asà que lograr una descripción, y que encima tuviera unas diez páginas se me anto
aba bien, que podÃa retirarme. Solo entonces recordé que mis cosas estaban en la casa del Sr. Fitz y las necesitaba para las clases del dÃa siguiente. Saqué mi celular y llamé a Lola, mi mejor amiga. Ella era Alumna Ayudante de la Universidad, asà que era muy posible que tuviera algún contacto del profesor. –¿Lola? –le dije cuando comuniqué. –¿Qué quieres, Becca? –¿Tengo que quere
itaron mi nombre, no me volteé a mirar. –¿Te llevo? Era el Sr. Fitz. –No, gracias. No me sentÃa capaz de permanecer en el mismo espacio cerrado que él. Era desconsiderado y demasiado mala persona para mi gusto. –Te llevaré a mi casa, para devolverte
–estallé– Estoy harta de su actitud conmigo. Lo voy a denunciar por acoso a la junta escolar, y estoy segura de que su escenita en que hizo vomitar a una estudiante mediante presión pública trascenderá las paredes de la Facultad. Asà que, por favor, limÃtese a llevarme a su c
a? Mientras leÃa El amor en los tiempos del cólera. Sonrió. –Eso fue lo
? ¡Será aut
a. ¿Cuáles son tus razones, Rebecca? Mientras me hablaba, sus ojos taladraban mis pupilas, y me sentÃa intimidada. No pude sostenerle la mirada por mucho ti
a este libro; si ella lo escribió vale la pena leerlo». El Sr. Fitz me acarició entonces la pierna. No fue en modo pervertido o nada parecido, sino que
a me gustaba? ¿O tal vez estaba tan ocupada intentando negarlo que la magnética atracción que sentÃa hacia él salÃa a borbotones? –¿Cuál es su nombre? –me aventuré a preguntar. No me importaba tanto. Bueno, sà que me importaba, querÃa Googlear a la perra y ver qué tan hermosa y buena es
a comprar unos aromatizantes de pino más tarde.
dad era diferente. La casa del Sr. Fitz estaba muy desordenada. Me senté en la única butaca libre del recibidor, pues el sofá y la otra butaca tenÃa un montón de libros apilados. De la misma forma el suelo, la mesa de centro y otras mesas de lo que antes seguro fue un paraÃso de la organización, a juzgar por el meticuloso decora
lsa que el cuerpo de un maniquÃ. –¿Y esa cara? ¿Te sorprende? –¿Qué cosa, Sr. Fitz? –Que pueda andar tan pulcramente vestido y mi casa sea un desorden total. La cafetera comenzó a colar y él detuvo la conversación. Apagó la cocina y, con un paño, agarró la cafetera. Vertió su contenido en un recipiente de metal y añadió azúcar. Lo revolvió y me lo sirvió en una taza que sacó del fregadero. No parecÃa tan sucia como esperaba. Antes de dármela, la sopló un poco y me lanzó otra de sus miradas. Esta vez la sostuve. HabÃa recuperado un poco de confianza al percatarme de que era un desordenado, casado y patétic
la esquina del Centro Comercial. Cui
"el tipo es un desastre" –observó él, divertido–. Tómate tu caf
formó en mà con cierta picardÃa, as
piera. –Creo que Walt Whitman encontró a su par
mismo, ¿no? Hizo una pausa, t
La poesÃa no era mi fuerte, pero sà que era sexy verlo recitar. –Espérame en el salón. Como disculpas por mi comportamiento te prestaré cualquier libro que desees. Entonces lo
s del Sr. Fitz, escogà uno