icon 0
icon Recargar
rightIcon
icon Historia
rightIcon
icon Salir
rightIcon
icon Instalar APP
rightIcon
Mía Bambola. Nadie Robara tu Amor

Mía Bambola. Nadie Robara tu Amor

icon

Capítulo 1 UNO

Palabras:5347    |    Actualizado en: 04/06/2021

ss

n las fotografías devastadas por el tiempo, pero no me moleste en leer las críticas porque las conocía de memoria. Sabía que Jennifer Aniston era la mejor amiga de su madre; y también que Ashton Kutcher había declarado que era la mujer más hermosa que hubiera visto en toda su vida. Y que Steven Spielberg quiso contratarla para una de sus películas. Entre los datos que poseía figuraba otro, mi madre había actuado en tres espectáculos musicales de Broadway y en esa ocasión la prensa criticó su interpretación y ponderó sus bien formadas piernas. La prensa rosa insinuó que Camila había vivido aventuras románticas con casi todos los galanes con los que trabajó. Tenía varios recortes de mi madre: envuelta en pieles, en una fiesta celebrada en Roma; luciendo un escotado vestido negro de noche, mientras jugaba a la ruleta en Montecarlo. En una de las fotografías aparecía en la playa de Mónaco cubierta tan solo por un diminuto biquini; en otra esquiaba en Gstaad con un campeón olímpico suizo. Me le resultaba obvio que dondequiera que mi madre estuviese siempre se rodeaba de hombres apuestos. La ultima foto guardada por mi madre estaba fechada seis meses después de aquel en que aparecía con el esquiador. Vestía un magnífico traje de boda, blanco, y la cámara la tomó riendo y bajando presurosamente los escalones de la catedral, del brazo de Philip White y bajo una lluvia de arroz. Los cronistas de sociedad se habían superado a sí mismos con las más exageradas descripciones de la boda. La recepción se celebró en el hotel Palmer House y estuvo cerrada a la prensa, pero los reporteros pudieron hacer el listado de todos los famosos presentes, desde los Vanderbilt y los Kardashiam hasta un magistrado del Tribunal Supremo y cuatro senadores de Estados Unidos. El matrimonio duró dos años, tiempo suficiente para que mamá quedara embarazada y diera a luz, tuviera una sórdida aventura con un domador de caballos y luego se largara a Europa con un falso príncipe italiano que había sido huésped del matrimonio. Aparte de eso, no sabía mucho más, excepto que mi madre nunca se había molestado en enviarle una nota o una tarjeta de cumpleaños. Papá por su parte, celoso guardián de la dignidad y de los antiguos valores, afirmaba que su mujer era una zorra egoísta sin la menor noción de la fidelidad conyugal o de sus responsabilidades maternales. Cuando yo tenía un año de edad, Philip pidió el divorcio y la custodia de su hijita. No dejó de desplegar toda la artillería pesada a disposición de los White, incluyendo influencias sociales y políticas, para asegurarse de ganar el juicio. Pero no tuvo necesidad de recurrir a eso, pues, como él mismo me confesó tiempo después , Camila ni siquiera se molestó en asistir a la audiencia y mucho menos en oponerse a su marido. Cuando le otorgaron la custodia mi padre, Este se puso enseguida manos a la obra. Tenía que asegurarse de que la hija no seguiría los pasos de la madre. No señor , yo sería otro eslabón en la larga cadena de dignas mujeres White. Como mis predecesoras, llevaría una vida ejemplar, dedicada a las obras de caridad acordes a su rango social. Mujeres sobre las que nunca había planeado la sombra de la más leve sospecha. Cuando alcance la edad de ir a la escuela, a mi padre se le planteó un problema. Había descubierto con enojo que se estaban relajando las reglas de conducta social, incluso las de su propia clase. Muchos de sus conocidos empezaban a adoptar una actitud más liberal con respecto al comportamiento infantil; en consecuencia, enviaban a sus hijos a escuelas progresistas, como Bently y Ridgeview. Al visitar esos colegios oyó frases como clases sin estructura y conceptos tales como auto expresión. De inmediato llegó a la conclusión de que el supuesto progresismo de esas escuelas no significaba otra cosa que indisciplina, con el consiguiente hundimiento de los niveles académicos y de conducta. Así pues, rechazó ambos colegios y me llevo a conocer Saint Stephen, una escuela privada de monjas benedictinas a la que habían asistido su tía y su misma madre. Visitamos la escuela y a papá le gustó lo que vio. Veinticuatro niñas vestidas con recatados uniformes sin mangas de tartán gris y azul y diez niños con camisa blanca y corbata azul se pusieron de pie respetuosamente, como impulsados por un resorte, cuando la monja le enseñó a Philip el aula. Eran alumnos de primer grado. Aquellas treinta y cuatro voces entonaron al unísono un “buenos días, hermana”. Además, en Saint Stephen aún enseñaban según los viejos y buenos cánones; no como en Bently, donde Philip había visto a niños pintar con el dedo mientras otros, que elegían aprender, se dedicaban a las matemáticas. Además, aquí yo recibiría una estricta educación moral. Philip era consciente de que el barrio donde se encontraba Saint Stephen se había deteriorado, pero estaba obsesionado por la idea de que su hija fuera educada del mismo modo que lo habían sido durante tres generaciones las dignas y rectas mujeres de la familia White. Resolvió el problema del barrio expeditivamente, el chófer de la familia me llevaría a la escuela y me recogería a la salida. Sin embargo, se le escapó un detalle. Los alumnos de Saint Stephen no eran una colección de jóvenes virtuosos, contrariamente a lo que se observara durante aquel primer día de su visita. Eran chicos corrientes, de extracción social nada brillante. Predominaban los de clase media baja e incluso algunos de familias pobres. Jugaban juntos y juntos iban a la escuela, y como un solo hombre compartían el mismo recelo hacia alguien que procediera de una clase social del todo distinta y mucho más próspera. Yo no sabía nada de esto cuando llegue a Saint Stephen. Vestida como las demás, y llevando el almuerzo en una lunchera nueva, me había sentido presa del nerviosismo propio de la niña de seis años que por primera vez se sienta en un aula repleta de desconocidos, aunque no tuve verdadero miedo. Después de pasar mi corta vida en relativa soledad, con la única compañía de mi padre y los sirvientes, me sentía feliz de contar finalmente con amigos de mi misma edad. El primer día todo fue bien, pero al terminar las clases el curso de los acontecimientos cambió repentinamente cuando los alumnos se precipitaron al patio que hacía las veces de aparcamiento. Allí la esperaba Fenwick, de pie junto al Rolls y enfundado en su uniforme negro de chófer. Los chicos de mayor edad se detuvieron a contemplar el espectáculo y, poco después, me habían identificado. Me trataba de una niña rica y, por lo tanto, «diferente». Esta circunstancia los mantuvo alejados de mi. Distanciados y cautelosos al principio, al cabo de una semana habían descubierto nuevos detalles acerca de la «niña rica» y el abismo se agrandó. Me se expresaba más como un adulto que como un niño, no sabía nada de sus juegos, y cuando a la hora del recreo intentaba unirme a ellos, mi torpeza era evidente. Y lo peor de todo: bastaron unos días para que me convirtiera en la niña mimada de las monjas debido a mi inteligencia. Al cabo de un mes había sido juzgada por todos los alumnos de Saint Stephen, que me consideraban una intrusa, un ser de otro mundo, condenándome al ostracismo. De haber sido lo bastante bonita como para despertar admiración, quizá con el tiempo se habría beneficiado, pero no lo era. A los nueve años un día se presentó en la escuela con gafas; a los doce años fue el aparato de ortodoncia; a los trece, era la chica más alta de la clase. Todo había cambiado una semana antes, tras años de frustración y desesperanza durante los que creyó que nunca tendría un amigo. Lisa Pontini se había matriculado en octavo grado. Era unos tres centímetros más alta que yo y caminaba como una modelo. Pero también resolvía complicados problemas de álgebra con el aire de un académico aburrido. El mismo día de su llegada, a la hora del desayuno,me senté en un bajo muro de piedra que circundaba los terrenos de la escuela para almorzar, como de costumbre, mientras leía un libro que sostenía en la falda. Al principio esa costumbre había sido como un estupefaciente contra la sensación de aislamiento. Cuando estaba en quinto, la droga se había convertido en una adicción. Ya era una lectora ávida. Se disponía a pasar la página cuando vi un par de gastados pantalones. Ante mi se erguía Lisa Pontini. Con su aspecto vital y su abundante pelo rubio, era el polo opuesto de Moo. La contemplé con curiosidad. Lisa irradiaba un indefinible aire de atrevida confianza. Semejante vigor y seguridad en su figura era lo que la revista Seventeen llamaba tener personalidad. En lugar de vestir el suéter gris de la escuela, con su emblema descuidadamente colocado sobre los hombros, como hacíamos tosso, Lisa se había hecho un nudo con las mangas sobre los pechos. —¡Dios, qué tugurio! — exclamó Lisa, sentándose a mi lado y dirigiendo la mirada hacia los terrenos de la escuela—. En mi vida he visto tantos chicos bajos. Aquí deben de echar algo en el agua para detener el crecimiento. ¿Cuál es tu promedio? En Saint Stephen las notas se medían por promedios exactos, con sus correspondientes decimales. —97,8 — contesté Meredith, un tanto confusa por las rápidas observaciones y la sociabilidad de Lisa. —El mío 98,1. Repare en los pequeños orificios de las orejas de Lisa. Los pendientes y la pintura de labios estaban prohibidos en el colegio. Observándome, Lisa preguntó sin más preámbulos: —¿Eliges la soledad o eres una especie de marginada? —Nunca he pensado en eso — mentí. —¿Cuánto tiempo tendrás que llevar ese aparato en los dientes? —Todavía un año más. — está chica Liza Lisa no me gustaba nada. Cerré el libro y me levanté, aliviada porque estaba a punto de sonar la campana. Aquella tarde, según el ritual del último viernes del mes, los estudiantes se alinearon en la iglesia para confesarse con los curas de Saint Stephen. Sintiéndome como de costumbre una desgraciada pecadora, me se arrodillé en el confesionario y enumeró sus maldades al padre Vickers. Entre mis pecados incluí el desagrado que le inspiraba la hermana Mary Lawrence, así como el excesivo tiempo que se pasaba pensan

Obtenga su bonus en la App

Abrir