Mil Días de Mentiras
amila Ce
Paredes blancas, un monitor que pitaba a mi lado y un dolor sordo detrás de mis o
e pero distante-. Su esposo se fue hace unas horas. Dijo que tenía una emergencia. -Mi esposo. L
rré los ojos, una sola lágrima se escapó. Había terminado. Terminado con las mentiras, terminado con el dolor, terminado c
ontaje de los mejores momentos. Gerardo. Mi Gerardo. El que solía rastrear mis vuelos por todo e
e su oficina en la Ciudad de México: "Contando los minutos para poder abrazarte de nuevo". Siempre me encontraba, sin importar cuán remota fuera mi ub
les, luego esporádicas. Las videollamadas, que antes eran nuestro salvavidas, se volvieron bre
te horas. A veces, respondía con un genérico "Yo también". Mis dedos se cernían sobre el teclado, queriendo exigir respues
o hecho un desastre. No quiero que me veas así. -Esa era nueva. En diez años, nunca le había importado cómo se veía para mí. Sentí una punzada familiar de autor
do. -¿Quién era? -pregunté, con un nudo formándose en mi estómago. -Solo Karla -dijo-, mi beca
reció notarlo. O si lo hizo, no le importó. El silencio se extendió entre nosotros
me informó: "El número que usted marcó no está disponible". Mi número estaba bloqueado. Miré la pantalla, las lágrimas nublaban mi visión. Mi estómago se con
la de molestia y preocupación fingida-. Karla debe haber estado jugando con mi celular. Ya sabes
sustancial. "Por las molestias", decía. "Cómprate algo bonito". ¿Mis molestias? ¿Nuestra década juntos, mi dolor, eran tan
exigencias de su trabajo. Fue él. Su indiferencia. Sus mentiras. Su total desp
te carrera en Monterrey, me convencí de que la proximidad lo arreglaría todo. Me mudaría a la Ciudad de México, cerraría la distanci
rte esto, pero... ¿Gerardo y Karla? Están por todas partes. Cenas, noches largas, inc
que había imaginado, se hizo añicos en un millón de pedazos. La verdad, fea e innegable, finalmente me miró a la cara. Gerardo