Donde Crecen las Alas
e ocurra algo inevitable. Desde la ventana de su habitación, Gabriel observaba la silueta apagada del horizonte. A lo lejos, a
uieto, como si mirar el humo pudiera darle respuestas. Pero no las hab
ró para sí mismo, con la voz a
near las sombras, su forma de cerrar las puertas era más rápida, más definitiva. Dormía poco. Hablaba menos. Se le había bor
ojos por demasiado tiempo. Y lo que más perturbaba a Gabriel era que Isabelita no respondía a su
Lloraba dormido, como si su alma supiera
se con alguna parte suya que no estuviera contaminada por el miedo. Pensó en sus viejos cómics, los que Amelia le había escondi
uro. El sótano olía a humedad y madera vieja, y cada cru
ces cuand
decorativo que funcional. No estaba escondida, pero su presencia se sentía fuera de lu
ieja y la introdujo en el candado. Apenas forzó un poco, escuchó un "crac" seco. El sonido le dio una sat
a en las esquinas. No tenía nombre ni fecha, solo una etiqueta p
ab
e, amarga. "Demasiado tarde
jos. Garabatos. Pinturas con bolígrafo negr
ventanas parecían ojos gritando. La puerta, una boca abierta tragando fu
cicatriz en la frente, un hombre alto, con un sombrero oscuro y los ojos
n la parte inferior de una, casi escondida entre los
fue quien
varios grados. Y lo peor fue que no le sorprendió. Lo había presentido por años. Desde pequeño, había notado grietas
ez, una niña de trapo colgando de una c
tano se volvió más oscuro de pronto, o qu
ción. Desde allí, escuchó la casa como si fuera otra. La voz de Amelia en la cocina, suave y apagada, como una canción que se repite para no pensar. El llanto de Tom
y encendió la linterna de su cel
a parecía un testimonio. C
rito con marcador rojo. Palab
ba que er
go no abraz
go des
sus manos. Cerró los o
ó. No po
ra
gón ni anécdotas heredadas: eran ruinas enterradas bajo capas de silencio. Y él a
olo. Era una advertencia viv