Volver a vivir
ítu
lidad económica y emocional. En el internet aprendió algo de secretariado. Con lo que ganaba en los diversos oficios en que se aventuraba, pudo costear los gastos y el reconocimiento era oficial. Eso le robusteció aún más el ánimo. También se diplomó en auxiliar de contabilidad y de administración de empresas, por lo que estaba capacitada para cosas mayores, como decía ella satisfecha. Por entonces, se hizo muy amiga de Madeleine, una chica muy extrovertida, con la que trabajó en un grifo. Se iban siempre al cine, al parque, a discotecas, a veces al teatro y genera
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le hizo conversación y una cosa fue a la otra. Se enamoraron y luego de un tórrido romance, muy cálido y apasionado, se casaron un viernes por la noche, en una sencilla pero emotiva ceremonia. Blanca fue la dama de honor de su amiga, sin embargo para ella, fue un tormento, viendo la dicha
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odiciable, un manjar exquisito. Bailaron toda la noche, rieron, se miraron, se gustaron y del hecho al trecho y de allí al lecho, hubo tan poca distancia que por la madrugada hacían el amor en forma desesperada, como lobos hambrientos, anhelantes de disfrutar de sus respectivos encantos. Blanco estuvo, al principio, vehemente e impetuosa, eufórica y frenética, besando con mucho afán la boca de Jonathan, queriendo embriagarse de su virilidad, acarició sus brazos grandotes, hechos de acero y se deleitó con sus vellos que alfombraban su cuerpo y lo hacían irresistible, avasallador y muy masculino, tanto que ella ya era una gran fogata, incendiando sus entrañas. Sin embargo, al momento, Jonathan pasó al ataque y se apoderó de todos los encantos de Blanca, saboreando sus pechos inflados como grandes globos, pétreos por la emoción del momento, lamió sus brazos tan lozanos y suaves como el velo de una novia y estrujó esas nalgas tan grandes, redondas, firmes y formidables que le habían impactado, desde el primer momento que la vio, entallada
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a pasión, envueltos, los dos en llamas, Blanca se derrumbada sobre las almohadas, sudorosa, abanicando sus ojos, exánime y sin fuerzas, delirando por la pasión y virilidad de su amante que la taladraba sin compasión hasta hacerla sentir una piltrafa. Eso ocurría siempre que hacían el amor y se entregaban a los placeres de las carnes desnudas. Ella acababa las faenas y veladas románticas y poéticas desparramada sobre la cama, agotada, soplando mucho humo en su aliento, parpadea