Alice.
«Y recuerda, Alice, siempre que estés en problemas ahí estaré yo para ayudarte y salvarte».
Me contuve las lágrimas al recordar las palabras que mi padre siempre me decía cuando me llevaba al colegio y yo lloraba en la puerta inventando que tenía miedo. No lo tenía, era solo un pretexto para no separarme de mis padres, como si algo me estuviera diciendo que los perdería demasiado pronto y tenía que aprovecharlos todo el tiempo posible.
—No quiero que te vayas, papito —le decía y él me limpiaba las lágrimas—. Quiero que estés siempre conmigo.
—Siempre estaré contigo, princesa mía —me decía con una amplia sonrisa.
«Pero no lo estás ahora», pensé y miré a mi alrededor. Si mis padres siguieran con vida, yo no estaría ahí en este momento; estaría en otro lugar, quizás en Hawai. Cerré mis ojos con fuerza y me imaginé a mí misma en las paradisíacas playas de Hawai tomando una piña colada y abrazada del amor de toda mi vida. Se me vino a la mente un hombre sin rostro —después de diez años de no verlo era difícil ponerle uno, pero seguía pensando en él creyendo que sería mi príncipe azul y que me salvaría de mi cruel destino—, y sonreí.
Las personas que tenía a mi alrededor me miraron con emotividad en sus rostros, pensando seguramente que la novia estaba emocionada por su boda, pero yo no estaba nada emocionada. Estaba enojada, muy enojada. ¡Diablos!, estaba enfurecida. Había aceptado el trato que me había hecho mi abuelo de casarme por puro interés con un contrato firmado, solo porque sabía que él realmente necesitaba de mi ayuda, y porque yo siempre le ayudaría en todo lo que él me pidiera, aunque él no se hubiera portado bien conmigo siempre. Solo tenía que casarme con ese multimillonario y procrear un hijo; después de eso era libre. No era tanto problema, en verdad, sabía que podía aplazar lo segundo o buscar otra opción para cumplirla; pero estando ahí, con mi carísimo vestido y toda la elegantísima gente, había comenzado a sudar en exceso y a sentir muy caliente mi cara.
Cuando era niña, mi madre y yo solíamos jugar a que yo me casaba, tal como lo hacen muchas otras niñas. Me ponía un vestido blanco y me colocaba unos zapatos altos de mi madre. Ella era la sacerdote y siempre ponía un muñeco como novio. Soñaba con mi boda perfecta, realmente como cualquier otra niña lo hace. Tampoco esa era mi meta en la vida, aspiraba a más, claro: terminar mi carrera, ser una profesional, costearme mis propios bienes. Pero la idea de tener la boda perfecta con el novio perfecto persistía y ahora, estando ahí sin siquiera haber visto una vez en mi vida al que sería mi esposo, quería llorar de la frustración.
¡Maldito contrato!, lo odiaba en ese momento, aunque antes se me había hecho algo muy fácil de llevar a cabo.
De pronto los murmullos pararon y la tenebrosa música del órgano de la iglesia comenzó a sonar. Tragué saliva una y otra vez hasta sentir que me iba a atragantar. Era la hora de mi muerte. Bueno, no literal, pero en ese momento así lo sentía.
Mi abuelo me tomó la mano y me sonrió, agradeciéndome por lo que estaba haciendo, con eso cambió mi semblante un poco. Lo que fuera por mi abuelo, siempre haría lo que fuera. Y si me regalaba una sonrisa, con más ganas; casi no teníamos esa relación que incluyera sonrisas ni nada de cariño.
Lo tomé del brazo y abrieron las enormes puertas para que entráramos hacia ese larguísimo pasillo. Al final estaba mi casi esposo esperándome, mirando su reloj, se le notaba impaciente.
A partir de ese momento todo pasó muy rápido; no le presté atención al sacerdote de lo que decía, ni tampoco me di cuenta de nada a nuestro alrededor, tan solo estaba al tanto de no caerme, desmayarme o gritar; de pronto, sin esperarlo, ya estaba frente a él diciendo:
—Sí, acepto. —Me salió en automático, casi sin pensarlo.