He vivido en el inframundo toda mi existencia, mi padre el Dios Cocito me dijo que mi deber era cuidar del río que dividía el mundo de los mortales con el de los muertos, realmente nunca me negué a dicha tarea, en realidad no es una tarea difícil, solo tengo que encargarme de que las almas no intenten cruzar el río por su cuenta, pero lo que sucede... es que a mí me gusta recoger los óbolos para dárselo a las almas que no tienen para pagar.
—Buenos días— Le grito al viejo Caronte desde la distancia, no puedo evitar tener un tono chillón cuando estoy muy alegre.
—Minte… por todos los dioses, no asustes a este pobre viejo— Me reprocha con suavidad mientras niega con la cabeza.
—Lo lamento— Una pequeña risa se me escapa. —Pero ya deberías saber cómo soy, siempre vengo a darte los buenos días— La sonrisa de mis labios de vuelve más amplia y feliz. —Me sorprende que después de más de 200 siglos te sigas asustando así.
—Lo sé, pero a veces vienes más temprano de lo normal o me hablas cuando estoy distraído— Resopla con fuerza varias veces mientras sigue negando con la cabeza.
Nuestra conversación se ve interrumpida por la llegada de varias almas, sus miradas vacías y sus expresiones desoladas me dan mucha pena, debido a esto, muchas veces soy yo quien paga el pasaje de estas pobres almas, ya que muchos de ellos fueron abandonados por sus familias o la guerra les impide darles una sepultura digna a sus muertos.
Observo como los recién fallecidos se van acercando al barquero con sus monedas en mano, ellos van formando una fila, son bastante ordenados las almas, de uno en uno se van acercando hasta Caronte para después entregar sus óbolos y van subiendo al enorme bote, como es costumbre para mí, me quedo un poco cerca para ver si puedo ayudar a algún alma que haya sido olvidada.
Miro con atención a todos los espíritus y veo que uno de ellos mira con nerviosismo a los que están al frente de él, palpa sus bolsillos con desesperación y al cerciorarse de que efectivamente no tiene ese algo, levanta la mirada aterrado a la fila. Me acerco a él y le extiendo los dos óbolos que necesita.
—No eres al primero que abandonan— Le dedico una enorme sonrisa.
Mira los óbolos de mi mano, luego levanta la mirada a mí, repite esto un par de veces más. Con nerviosismo las toma y las guarda en sus bolsillos, fingiendo que son de él. Lo miro con entusiasmo y feliz, me quedo un rato a su lado mientras caminamos.
—Gracias, pero ¿Por qué me ayuda? Se supone que, si no tengo las monedas, debería estar vagando por el río Cocito por la eternidad… no entiendo porque es amable con un desconocido— Su voz demuestra lo nervioso que está a la par de sorprendido.
—Porque no me gusta ver a los mortales vagando a las orillas de mi hogar, es deprimente— Le sigo sonriendo mientras hablo con él. —Además, como le dije, no es al primero que abandonan—
Me alejo de él y regreso a las orillas del río, fingiendo que estoy haciendo mis labores, pero la verdad es que estoy viendo la enorme fila de fallecidos, esperando a que el hombre que le di los óbolos pasé. Decido acercarme un poco para escuchar que le dice Caronte.
Cuando es el turno del hombre, él saca con nerviosismo los óbolos y estira sus manos en dirección al viejo barquero, él los mira con cierta sospecha, pero al final acepta la ofrenda del muerto, pero antes de dejarlo subir, mira con mayor atención los óbolos.
— ¿Te dio estas monedas una ninfa de pelo verde? —