Actualidad
Sicilia, Italia
Oriana
Alguien dijo que no nacemos con el corazón de piedra, sino que se endurece con cada golpe, con cada traición que nos obliga a ver la realidad sin filtros. Yo diría que es un proceso, una lenta revelación o un despertar brutal, como si de pronto nos arrancaran la venda de los ojos y nos obligaran a mirar la maldad de frente. Esa maldad que no solo hiere, sino que despoja, que arrasa con lo que más amamos justo cuando creemos haber alcanzado la cima. Llega sin aviso, como una ola furiosa que lo destruye todo a su paso, sin dejar rastros de lo que fuimos antes de su embestida.
Y el resultado es inevitable: nos volvemos pragmáticos, duros, impenetrables. Aprendemos que las emociones son un lujo peligroso, una debilidad que puede costarnos demasiado. Así que cerramos el paso a cualquier cosa que pueda desmoronarnos. No hay lugar para sentimentalismos ni para la fragilidad, porque ya sabemos lo que significa caer sin nadie que amortigüe la caída. Por eso nos blindamos, construimos muros y mantenemos las cosas simples. Nada de relaciones profundas, menos aún amorosas. Porque el corazón, ese traidor, nunca debe formar parte de la ecuación.
A mi corta edad la vida me golpeo con una fuerza desbastadora, todo mi mundo se derrumbó en un chasquido o simplemente peque de ingenua, creyendo que podía ser feliz con el hombre que amaba, y ese fue mi error desde que me involucre con Vito. El amor me cegó, olvidé que él no era un tipo común, sino el hijo de un capo de la mafia siciliana, Franco Gambino, pero ya era tarde cuando quise alejarme de Vito, estaba enamoradísima como una tonta de él y soñaba una vida a su lado.
Para colmo mi padre dio su bendición a nuestro matrimonio pensando que tendría estabilidad y un futuro asegurado. Lo cierto es que mi felicidad duro muy poco, mi pequeña burbuja se rompió de una manera inesperada y aun los ecos de ese día catastrófico siguen anclados en mi mente como si lo estuviera viviendo ahora.
Hace díez años atrás
Palermo, Sicilia
Aún me parece mentira tener a mi bebé entre mis brazos. Su cuerpecito tan frágil y pequeño me desarma con cada gesto, con cada mínima expresión que logra hacerme olvidar, por unos instantes, en qué mundo vivimos. Pero no soy la única. Vito lo observa con devoción, sujetando su diminuta mano con una ternura casi reverencial, como si todavía no pudiera creer que somos padres.
La calidez del momento se quiebra en un instante. Un giro brusco sacude el auto, haciéndome aferrar con más fuerza al bebé. Vito levanta la cabeza de golpe, su expresión se endurece y su voz se tiñe de fastidio.
-Mauro, conduce con calma. Baja la velocidad, vas a despertar a mi hijo. ¿Cuál es el apuro por llegar a casa? -protesta con irritación, lanzándole una mirada severa por el espejo retrovisor.
Mauro apenas desvía la vista del camino. Sus manos aprietan con fuerza el volante, sus nudillos están blancos. Cuando habla, su voz suena tensa, urgida, y un escalofrío me recorre la espalda.
-Lo siento, Vito, pero un auto negro nos viene siguiendo desde que salimos del hospital. No creo que sea la policía... ya nos habrían cerrado el paso o encendido las sirenas para detenernos. Dime qué hago.
El aire dentro del auto se vuelve denso, sofocante. Trago saliva, sintiendo mi corazón golpear con fuerza contra mis costillas. Pero lo que más me alarma es la mirada decidida de Vito. La conozco demasiado bien. Casi sin darme cuenta, cierro los ojos por un instante y me aferro aún más a mi bebé, como si con eso pudiera protegerlo de lo que está a punto de suceder.
Sin perder un segundo, Vito mete la mano bajo su chaqueta y saca el arma. Con la tranquilidad de quien ha hecho esto demasiadas veces, gira el cañón, revisa el cargador y desliza el dedo por el gatillo. Su voz resuena en el interior del auto con un tono firme, autoritario.
-Acelera e intenta perderlos en la próxima esquina -ordena, sin apartar la mirada del espejo retrovisor. Luego, sus ojos ruedan hacia mí, más suaves, casi suplicantes-. Oriana, sujeta bien al bebé y confía en mí, por favor. Vamos a estar bien.
Trago en seco.
-Entonces, ¿por qué sacas el arma...? -mi voz se quiebra y siento mis ojos arder con lágrimas contenidas.
Pero antes de que pueda responderme, un estruendo nos sacude. Un sonido seco, metálico. Mi cuerpo se tensa al instante. Los disparos impactan contra el chasis del auto, sacudiéndonos como un latigazo.
Mi corazón se desboca. Un sudor frío recorre mi espalda mientras la realidad nos golpea sin piedad.
-¡Cabrones! -brama Vito, su expresión transformándose en pura furia. Su brazo se extiende de inmediato, cubriéndonos con su cuerpo como si él solo pudiera detener las balas-. ¿¡Cómo se atreven a dispararle a mi familia!?
El auto zigzaguea en el asfalto. Mauro maldice entre dientes, luchando por mantener el control del volante.
-¡Oriana, tírate al piso con el bebé! ¡Y no te levantes hasta que te lo diga! -exige Vito, su voz cargada de urgencia, sosteniendo el arma con ambas manos, listo para disparar.
-¡Amor, no hagas ninguna locura! -ruego, mi voz apenas un susurro ahogado por el miedo.
-¡Mauro, gira en la próxima calle y frena un momento! -ordena sin perder la calma-. Voy a intentar ganar tiempo para que puedan escapar. Luego arrancas a toda velocidad sin mirar atrás. No te detengas por nada del mundo hasta llegar a la mansión. Cuida a mi familia, ¿fui claro?
-Sí, Vito -responde Mauro con voz firme-. No hace falta que digas más. Los protegeré con mi vida.
-¡No! ¡No, Vito! -sollozo, sintiendo que algo dentro de mí se rompe.
Pero él me mira con esa intensidad que siempre logra desarmarme. No hay miedo en sus ojos, solo determinación. Me sostiene el rostro con una mano, su pulgar acaricia mi mejilla y luego, con infinita delicadeza, planta un beso en mi frente.
-Te amo, Oriana. Los amo.
El auto se detiene bruscamente. Vito abre la puerta y, antes de que pueda detenerlo, desaparece en la noche. Mi pecho se oprime hasta el punto de doler.
Con mi bebé entre los brazos, me giro en el asiento, viendo a través de la ventanilla cómo su silueta se recorta contra la calle iluminada por los faros. Con movimientos calculados, se cubre tras la puerta de un auto y dispara. El estruendo de los balazos resuena en mis oídos como un eco aterrador.
Pero cada segundo que pasa nos aleja más y más de él.
Esa fue la última vez que vi a mi esposo con vida. Una despedida forzada y amarga que me dejó con el alma destrozada y el corazón hecho pedazos. Pero lo peor no fue perderlo... lo peor fue que ni siquiera tuve tiempo de procesar su muerte.
El mismo día en que lloraba su ausencia, con la casa llena de extraños murmurando palabras de consuelo vacías, tuve que enfrentar una realidad aún más cruel. Mi suegro me mandó a llamar a su despacho. No imaginé el motivo de su petición, pero a medida que hablaba, lo comprendí. O, mejor dicho, me emboscó sin un mínimo de culpa.
Allí estaba, de pie frente a él, con el rostro empapado de lágrimas, aun sollozando, aun sangrando por dentro. Pero su voz retumbó en las paredes con la misma frialdad de siempre.
-Siéntate, Oriana. Necesitamos hablar de un asunto importante.
Mi cuerpo se tensó. Lo miré con incredulidad, con rabia.
-¿Qué puede ser más importante que despedirte de Vito? ¿Otra maldita reunión con uno de tus aliados? ¿Eso es? -gruñí, sintiendo cómo la ira me subía por la garganta. Él no parpadeó siquiera.
-Asesinaron a Vito y no hay manera de cambiarlo. No sirve lamentarse por su muerte, ¿qué sacaré con eso? ¡Nada!
Su indiferencia me encendió aún más.
-¡¿Cómo puedes hablar así?! -exclamé, sintiendo el temblor en mi propia voz-. Vito era tu hijo, tu sangre. ¡Deberías estar buscando a su asesino en vez de estar tan tranquilo como si nada hubiera pasado!
Sus ojos se afilaron.