El eco de los pasos resonaba en el mármol pulido del piso, marcando el compás de una rutina que Tomás Del Valle conocía de memoria. Eran las 8:37 de la mañana, y el edificio de vidrio y acero que albergaba las oficinas de Del Valle Group comenzaba a cobrar vida, aunque todos sabían que él ya llevaba más de una hora trabajando.
Su presencia imponía. Alto, de porte impecable, traje a medida, reloj suizo, y una mirada fría que podía helar a cualquiera que se atreviera a cuestionarlo. Era joven, sí, pero su reputación lo precedía. Había tomado las riendas de la empresa familiar tras la muerte de su padre cinco años atrás, y desde entonces, no había hecho más que multiplicar su poder e influencia.
-Buen día, señor Del Valle -dijo Camila, su asistente, sin levantar la vista de la pantalla.
-Agenda -respondió él sin detenerse.
-Reunión con el equipo de fusiones a las nueve, almuerzo con los inversores italianos a la una, y cena con el ministro de economía. El informe de Brasil ya está en su escritorio.
Tomás asintió levemente antes de entrar en su despacho. Cerró la puerta tras de sí y se permitió un respiro.
La oficina era un reflejo de él: elegante, moderna, controlada. Un ventanal ofrecía una vista privilegiada de la ciudad, pero él apenas la miraba. Se sentó tras el escritorio y encendió la pantalla, sumergiéndose en números, decisiones, estrategias.
Allí, detrás de esa imagen impecable, vivía un hombre solo.
La última relación seria que había tenido había terminado hacía más de tres años. Claudia. Rubia, inteligente, ambiciosa. Habían sido la pareja perfecta en papel... hasta que los silencios se hicieron más largos que las conversaciones, y el amor terminó en acuerdos fríos y una despedida sin lágrimas.
Desde entonces, Tomás se enfocó en lo único que podía controlar: su imperio.
Pero incluso los reyes más poderosos pueden sentirse vacíos. Y ese vacío se notaba más cuando el día terminaba y las luces de la ciudad no alcanzaban para llenar el silencio de su ático.
Esa noche, después de una jornada interminable, Tomás dejó el auto con el valet y entró en uno de los bares más exclusivos de la ciudad. No era raro que lo vieran allí. Sabía perfectamente que su presencia alimentaba rumores, titulares y susurros. Le gustaba el poder de ser observado.
Pidió whisky solo. Doble.
El bar estaba lleno, pero él no hablaba con nadie. No hasta que la vio.
Sentada al fondo, con un vestido negro sencillo, sin joyas, sin acompañantes. El cabello recogido en un moño desordenado y un libro entre las manos. Luna.
No lo había visto llegar, o quizás sí, pero no mostró interés. No le sonrió. No lo estudió como hacían las demás. Fue eso lo que lo atrajo.
-¿Qué lees? -preguntó, acercándose con su copa.
Ella alzó la vista, y por un segundo, el mundo se detuvo.
-No hablo con desconocidos -dijo sin preámbulos.