La mansión donde vivía Scarlett era hermosa, amplia, decorada con elegancia minimalista. Todo estaba en su lugar: el mármol blanco del suelo, las flores frescas en el jarrón de la entrada, los cuadros caros que colgaban de las paredes. Pero para ella, cada rincón era un recordatorio de lo que no tenía: amor, calor, compañía.
Despertó sola, como todos los días desde hacía un año.
El lado de la cama de Nathaniel estaba intacto, ni siquiera una arruga en las sábanas. No sabía si él había dormido en el sofá de su oficina otra vez, o si simplemente había llegado tan tarde que evitó entrar al dormitorio. No lo sabía. Y lo que era peor, ya no se sorprendía por eso.
Scarlett se sentó en la cama y acarició la tela de su camisón de seda. ¿Cuánto tiempo más podría fingir que todo estaba bien? ¿Cuánto más podría soportar el silencio glacial que lo envolvía todo?
Bajó a desayunar. Como siempre, la mesa estaba servida para dos, pero solo una taza de café se enfriaba sin compañía. Le preguntó a la empleada si Nathaniel había salido. La mujer solo asintió con pesar.
Él era un hombre de rutina. Trabajo, reuniones, viajes, conferencias. Scarlett solía admirar su disciplina, su compromiso con su empresa, con su legado. Pero ahora, ese compromiso parecía una excusa para evitarla. Vivían en la misma casa, estaban casados legalmente, pero eran dos extraños compartiendo una jaula de cristal, bonita por fuera, vacía por dentro.
Tomó un sorbo de café y trató de recordar la última vez que se habían tocado, que habían hablado sin formalidades. ¿Había sido en su luna de miel? ¿O antes? El recuerdo se le deshacía entre los dedos, como arena. No sabía en qué momento exacto se había roto lo poco que tenían. Quizás nunca hubo algo que romper.
La boda había sido perfecta. Vestido blanco, flores elegantes, una ceremonia discreta, un contrato prenupcial firmado sin protestas. Todo se había dado rápido, casi sin espacio para pensar. Nathaniel la había elegido como quien elige una pieza estratégica en una jugada de ajedrez. Ella había dicho que sí porque creyó que él la quería, o que, al menos, llegaría a quererla.
Pero después del "sí, acepto", vinieron los silencios. Las ausencias. La barrera invisible que él levantó entre ambos. Scarlett intentó acercarse: cenas especiales, detalles, palabras dulces. Pero nada traspasaba su coraza. Nathaniel siempre encontraba una excusa para no estar. O peor aún, estaba físicamente, pero ausente en todo lo demás.
-¿Por qué me casé contigo? -susurró Scarlett para sí misma, con la vista perdida en la ventana.
El jardín estaba en flor. Afuera, el mundo parecía pleno. Dentro, ella se marchitaba un poco más cada día.
Ese mismo día por la tarde, Scarlett fue a la galería de arte del centro. Ya no lo hacía por pasión, sino por necesidad. Necesitaba salir, ver algo más que paredes frías. Caminar entre cuadros y esculturas le devolvía algo de sí misma, la parte que existía antes de ser "la esposa del CEO".
-Scarlett -saludó una voz familiar.
Se giró. Era Elena, una de sus pocas amigas verdaderas. La abrazó con fuerza.
-No te veía desde la boda -dijo Elena, con una sonrisa. Luego bajó la voz-. ¿Estás bien?
Scarlett dudó. ¿Qué podía responder? Que dormía sola, que hablaban menos de cinco frases al día, que su matrimonio parecía más un contrato mercantil que una unión amorosa.