Kamila dejó que Amer Len la sacara del Mercedes y la llevara al asiento trasero de un Dodge. Encerrando a Terry en el área de carga, saltó detrás del volante y los alejó de Silver Spring con una eficiencia que la hizo buscar a tientas su cinturón de seguridad. En cuestión de minutos, salieron de los límites de la ciudad para dirigirse hacia las ondulantes colinas campestres de Maryland.
Sentada tras los cristales ahumados, Kamila se sintió reconfortada por el hecho de que no podía ser vista por nadie más en la carretera. Solo Mike y quizá su padre sabían dónde estaba ahora mismo. La idea la ayudó a calmar sus nervios deshilachados. Con alivio, sintió que el medicamento comenzaba a hacer efecto. Su temblor había disminuido. Sus músculos se habían relajado y su respiración se profundizó.
«No voy a morir hoy». El pensamiento ralentizó su corazón a un ritmo aceptable.
Estudió a su salvador desde el asiento trasero y se preguntó si debía darle ahora las gracias o esperar a más tarde. Él seguía rígido frente al volante, y todavía le temblaba la mandíbula. De vez en cuando, le dedicaba una observadora mirada a través del espejo retrovisor, lo que la ponía de nuevo más nerviosa.
Amer Len: Hasta hacía aproximadamente un año, su padre solía hablar de aquel SEAL de la Marina con frecuencia y afecto. Incluso le había enviado fotos digitales de un guerrero barbudo y sonriente con comentarios como «el hijo que nunca tuve» o «este te gustaría, Kamila».
Y la verdad es que a ella le había gustado su aspecto. Pero el hombre afeitado y con la cara adusta al volante apenas se parecía al Amer Len que su padre conocía. Si no fuera por los ojos verdes como la hierba o los ángulos familiares de su nariz y pómulos, ella lo habría considerado un hombre diferente.
Pero le faltaba un dato. Algo había pasado para decepcionar a su padre. Había habido una tragedia en tiempo de guerra, un número de bajas. Su padre había sido impreciso en los detalles, ya que estos giraban en torno a las Operaciones Especiales, pero una cosa había quedado muy clara: Se había opuesto a la decisión de Mike de abandonar el ejército.
Mientras Kamila lo observaba, Mike se quitó los guantes y los dejó a un lado, revelando las manos que habían estado expuestas a los elementos. Unos dedos largos y potentes agarraban el volante de forma ligera y experta.
¿Por qué lo había enviado su padre, de entre todas las personas? ¿Y adónde la llevaba? Las preguntas pugnaban por salir de su boca, pero su lengua se sintió repentinamente inmóvil. Sus pensamientos se estaban volviendo cada vez más confusos. Tal vez no debería haberse tomado esa pastilla.
Se consoló a sí misma de que a dondequiera que se dirigieran, se encontraría más a salvo que en la llamada casa segura del FBI. Ahora estaba en buenas manos. Su padre, que probablemente se había cansado de la insistencia del FBI en que no hubiese comunicación, había vuelto a intervenir en su favor.
Kamila se recostó sobre el reposacabezas, y dejó que sus pesados párpados se cerraran. Su cuerpo se relajó en el asiento mientras suspiraba aliviada. El aliento caliente de Terry le abanicó la mejilla. Podría estar muerta ahora mismo, pero no lo estaba. Sentía su corazón latiendo lento y constante en su pecho. Aún estaba viva.
-¿A quién demonios estamos mirando? -preguntó el agente Kurt, mientras él, Michael y Hebert se inclinaban sobre una captura de pantalla del hombre que se había llevado a su cliente.
Incapaces de encontrar el cuerpo de este entre los escombros, se apresuraron a ir al Centro de Comando Móvil para revisar las cintas de vigilancia. Fue entonces cuando se dieron cuenta de que la cámara tres de la puerta trasera había sido saboteada y no había grabado la salida de Kamila. Solo la cámara cuatro había hecho una captura periférica, pero no habían podido verla, al ser remitidos a las cámaras dos y tres que mostraban al hombre de UPS en su entrada principal.
Nadie se sintió más consternado que Michael al observar al sospechoso vecino atraer a Kamila hacia la otra casa.
Por supuesto, ya no estaban allí. Una rápida búsqueda en el edificio y varias llamadas telefónicas revelaron que el dentista retirado Hal Houston disfrutaba de unas vacaciones en Florida, y eso significaba que la identidad del hombre que ocupaba su domicilio era completamente desconocida.
Lo único que los agentes podían distinguir bajo la visera de su gorra era una nariz recta, labios apretados y una mandíbula firme. Era treintañero, caucásico, físicamente en forma, y no había dejado huellas.
De ahí los guantes, pensó Michael, regañándose a sí mismo con más severidad que su propio supervisor.
-No parece un terrorista -musitó Hebert, mirando a través de sus gafas, a pesar de que tenía uno de los cristales rotos. El hombre presentaba una fea contusión en el hombro derecho, pero se negó a que la ambulancia lo llevara al hospital.
-Porque no lo es -murmuró Michael.
Sus dos colegas fruncieron el ceño.
-¿Estás elucubrando otra vez, Michael? -le pinchó Kurt.
-Con todo respeto, señor, sé de lo que hablo -insistió Michael-. Ya he visto antes a los de su clase.
Kurt cruzó los brazos sobre su pecho.