Primera parte.
Andrea Rowe. 21 años.
Mi despertador suena, insistente.
Saco una mano y sin mirar, lo apago con un manotazo.
—Ahhh...no es justo —gimo con malestar, pero en lugar de levantarme solo me volteo para el otro lado de la cama y sigo durmiendo.
Anoche me dormí demasiado tarde, la materia de Derecho Internacional Privado me trae un poco de los pelos y tengo examen en dos días. No sé si es que el profesor no le pone empeño en enseñar algo interesante o soy yo la frustrada que no entiende nada. Como quiera que sea, es el motivo por el que ahora necesito levantarme y no quiero hacerlo.
Los párpados me pesan y me digo que solo necesito cinco minutos más. Se siente tan bien estar todavía en la cama, calentita bajo la manta y con la habitación a oscuras.
«Solo serán cinco minutos».
Despierto desorientada y del susto, al imaginar la hora que es, doy un brinco y me caigo de la cama.
—Ahhh... —gruño, indignada, mientras siento mis piernas enredadas con la "calentita" manta. Ruedo los ojos y me tomo un segundo para respirar profundo y relajarme.
Cuando creo que estoy bien despierta, desenrollo la manta y me levanto del suelo. Miro el despertador, los números de color rojo fosforescente indican que me quedan solo diez minutos para atravesar el campus y llegar a la facultad, subir dos pisos y llegar a tiempo a mi primera clase del día.
—Este será un mal día —bufo e intento hacer todo lo más rápido posible.
Parezco una loca con los pelos parados y unas ojeras horribles, pero solo me da tiempo para hacerme una coleta desordenada y nada de maquillaje. Tomo mi bolsa, que por pura casualidad ya tenía dentro lo necesario y salgo corriendo como alma que lleva el diablo de la residencia. Atravieso el campus y al pasar por la cafetería, mi estómago ruge resentido; pero ni modo, al salir de la clase podré comer algo. Llego a la facultad y al mirar mi reloj, tomo una respiración profunda, para seguir mi camino. Subo las escaleras y con cada nuevo escalón, siento mis pulmones arder.
—Ay... Andrea...es que...no eres confiable —hablo para mí misma, aprovechando que no hay nadie y jadeo con cada palabra dicha.
Llego al tercer piso y me tomo un segundo para recuperar el aliento. El timbre de entrada a clases suena en ese instante y las pocas personas que quedan en el pasillo entran a sus respectivos salones. Pero definitivamente la suerte hoy no está de mi lado. Toda mi clase ya está dentro y la puerta del salón, está cerrada.
Me quedo parada como tonta frente a la puerta. Pienso si debo llamar o no, para poder entrar; a fin de cuentas, el timbre acaba de sonar. Levanto mi mano para golpear con mi puño, pero algo me detiene.
—Yo, tú, no haría eso.
Me giro rápidamente al escuchar una voz masculina y tosca y me quedo en shock al ver al dueño. Un chico alto, moreno y atlético; ojos hermosos de color marrón oscuro y unos labios tan regordetes que al momento acaparan mi mirada; está recostado contra la pared, con una pierna doblada y apoyada en la misma. Me quedo un segundo de más embobada, pero cuando noto que su sexy boca se frunce y luego dibuja una sonrisa ladina, reacciono y me enfoco en sus ojos. Carraspeo y sacudo mi cabeza mentalmente para aclararme.
—Disculpa... —digo, martirizada—. ¿Qué decías?
Cierra sus ojos y su sonrisa se acentúa. Los vuelve a abrir y fija esa expresiva mirada en la mía. Se separa de la pared y se acerca un poco.
—Te decía —comienza, con expresión divertida—, que no te aconsejo que llames a la puerta.
—¿Por qué? —pregunto, frunciendo el ceño y alzo los hombros cuando agrego—: El timbre acaba de sonar.
El chico ríe, bajo y profundo, me mira y sus ojos brillan.
—El señor Lewis no pudo venir hoy, la decana de la facultad está cubriendo su clase el día de hoy.
Su explicación me hace entender las razones de sus palabras. Abro los ojos y asiento, agradecida. Suspiro, mortificada, porque después de todo corrí por toda la universidad y fue por gusto.
—Gracias por avisarme, podía haber pasado una buena vergüenza.
—Hubiera sido divertido —dice con una sonrisa y yo me indigno. Abro la boca para responderle algo, pero él continúa, sin importarle en lo más mínimo lo que tengo que decir—, pero lo hice por una coterránea.
Al principio, no entiendo el significado de sus palabras y lo miro confusa; pero luego lo observo bien y me hago una idea de lo que sucede.
—Eres Andrea Rowe —asegura y yo abro los ojos, sorprendida. Su sonrisa se intensifica un poco más al ver mi estado de confusión—. Yo soy Christian Anderson.
Me quedo mirándolo, tratando de determinar la razón de que él, el chico más sexy y rico de mi pueblo, sepa mi nombre. Pero al parecer, él imagina otra cosa.
—¿No sabes quién soy? —pregunta, con el ceño fruncido.
—¿Debería? —devuelvo, fingiendo que jamás en mi vida he escuchado su nombre o visto su rostro.
Él se pone serio. Se acerca a mí y yo me alejo. Un paso él. Un paso yo. Hasta que mi espalda toca la pared detrás de mí. Por suerte, se queda a una distancia prudencial, porque no sé qué sería de mí si él insiste en acercarse más.
—¿De verdad no sabes quién soy? —insiste, busca en mi rostro una señal que le diga lo que espera; pero yo soy buena manteniendo mis emociones escondidas—. ¿O solo quieres llamar mi atención?
Su segunda pregunta me ofende, aunque si lo pienso es precisamente eso lo que pasa; pero él no tiene porqué saberlo.
—Imagino que tu ego debe doler, pero en verdad, no tengo idea quién eres —declaro y lo miro a los ojos, con firmeza.
Christian me mira por unos largos segundos, continúa pensando que le estoy mintiendo, pero al darse cuenta que sigo firme en mi convicción, da un paso lejos de mí. Por un momento pienso que se irá, que se acaban los cortos minutos de atención del chico más deseado de Santa Marta. Pero otra vez, me equivoco.
—Voy a aventurarme y suponer que no has comido nada hoy —dice y no comprendo la razón de que hable de comida. En ese instante, mis tripas deciden que es buen momento para confirmar sus sospechas, lo que le provoca una sonrisa hermosa—. Bueno, te invito a desayunar.
—¿Me estás hablando en serio? —farfullo, desconfiada.
Él rueda los ojos y resopla. Vuelve a fijar sus ojos marrones en los míos y habla con seguridad.
—No tengo razones para no hablar en serio —afirma y alza sus hombros.
Demoro todo un minuto en decidirme. Miro la puerta del salón cerrado y de nuevo a él. Podría esperar que termine el primer tiempo y entrar a clase en la segunda mitad; pero es muy tentador desayunar en compañía de Christian. Aún más, si la invitación viene de él.
—Vamos, no lo dudes más.