La Catedral
amilia. ?Cuál fue el primer Luna que entró al servicio de la Santa Iglesia Primada? El jardinero, al hacerse esta pregunta, sonreía satisfecho,
s beneficiados y los arzobispos; ganaban la plaza, morían, y otro al puesto; era un desfile de caras nuevas, de se?ores que venían de todos los rincones de Espa?a a sentarse en el coro para morir a?os después, dejando la vacante a otros advenedizos; y los Luna siempre en su puesto, como si la antigua familia fuese una pilastra más de las
do como un rey en su capilla detrás del altar mayor; del papa Benedicto XIII, altivo y tozudo como todos los de la f
ey Alfonso VI. Sólo que unos Luna le tomaron gusto a matar moros, y fueron se?ores y conquistaron cast
, don Luis II, y contaba la vida novelesca de este infante. Hermano del rey Carlos III, la costumbre que dedicaba a la Iglesia a los ilustres segundones le había hecho cardenal a la edad de nueve a?os. Pero a aquel buen se?or, retratado en la Sala Capitular con peluca blanca, labios pintados y ojos azules, le llamaban más los goces del mundo que las grandezas de la Iglesia, y abandonó el arzobispado para casarse con una dama de mod
os, que entonces se llamaban racioneros, vivían desperdigados por la península. Unos se habían refugiado en las plazas todavía espa?olas; otros estaban ocultos en los pueblos, haciendo votos por que pronto volviese el Deseado. El coro daba lástima con las escasas voces de los tímidos y los comodones que, pegados al asiento y
ió igual suerte, era por su mitra y su apellido. El infeliz prelado creía haber hecho una gran cosa sosteniendo los intereses de su familia durante la guerra, y se veía acusado de liberal, de enemigo de la religión y del trono, sin que pudiese adivinar en qué había conspirado contra ellos. El pobre cardenal de Borbón languideció de tristeza en su palacio, dedican
ta. Para él, quien llegaba a la silla de Toledo era un hombre perfecto, cuyos actos no se podían discutir, y hacía oídos sordos a las murmuraciones de canónigos y beneficiados, los cuales, fumando un cigarrillo en el cenador de su
o el terreno yermo y desabitado. La Primada perdía muchos de sus derechos; los arrendatarios se hacían due?os valiéndose de los apuros del Estado; los pueblos se negaban a pagar sus servidumbres feudales, como si el hábito de defenderse y hacer la guerra les librase para
n husmeaba el peligro desde el fondo de su jardín, enterándose por los canónigos de las conspiraciones liberales y de los fusilamientos, horca
ante la guerra nos dieron el primer mordisco, quitando a la catedral más de la mitad
ulto a Dios! ?Y para caer en las manos puercas de los enemigos de todo lo santo habían testado tantos fieles en la hora de la muerte, reinas, magnates y simples particulares, dejando lo más sano de su fortuna a la Santa Iglesia Primada, con el deseo de salvar su alma...! ?Qué iba a ser de las se
la fortuna sagrada de la iglesia. El se?or Luna, que por ser simple jardinero no podía imitar al cardenal, siguió viviendo; pero todos los días tomaba un disgusto al saber que, por cantidades irrisorias, algunos moderados de los que no faltaban a la misa mayor iban adquiriendo hoy una casa, ma?ana un cigarral, al otro una dehesa, fincas todas pertenecientes a la P
do del Seminario, y, según se decía, peleaban en Catalu?a tras la capa roja de don Ramón Cabrera. Pero el jardinero, para no estar solo en su, gran habitación de las Claverías, se había casado tres a?os antes con la hija del sacristán y tenía un hijo. Además, no podía despegarse de la iglesia. Era un sillar más de la monta?a de piedra; se movía y hablaba como un hombre, pero tenía la seguridad
lucionarios al abrigo de aquel coloso de piedra que imponía respeto con su majestuosa vetustez. Podrían c
del claustro formando tupidas celosías de verdura, y la hiedra tapizaba el cenador central, rematado por una montera de negra pizarra con cruz de hierro enmohecido. En el interior de éste, los clérigos, al terminar el coro de la tarde, leían, a la verdosa claridad que se filtraba entre el follaje, los periódicos del campo carlista o comentaban entusias
nada de fuera de la catedral. Dios había abandonado a los buenos; los traidores y los malos eran los más. Lo único que le con
edral. Su hijo mayor, Tomás, tenía doce a?os y le ayudaba en el cuidado del jardín. Con un intervalo de algunos a?os había tenido otro, Esteban,
amaban jornaleros de fuera. En las Claverías se desocupaban muchas habitaciones; un silencio de cementerio reinaba allí donde antes se aglomeraba todo un pueblo falto de espacio. El gobierno de Madrid-había que ver con qué expresión de desprecio subrayaba el jardinero estas palabras-andaba en tratos con el Santo Padre para arreglar una cosa que llamaban Concor
ocido a la catedral con más de seis millones de renta! ?Para qué hay con eso? Malos tiempos nos esperan, y si yo fuese otro, os dedicaría a un oficio, a cualquier cosa, fuera
rdato y sus sueldos, satisfechos de salir bien librados de la tormenta revolucionaria, se ai
etas helénicos. Pero las ojivas que lo cerraban, los andenes pavimentados con grandes losas berroque?as, en cuyos intersticios crecía la hierba en festones, la cruz del cenador central, el olor mohoso del hierro viejo de las verjas y la humedad de la piedra de los contrafuertes cubiertos por la verde capa de las lluvias, daban al jardín un ambiente de vetustez cristiana. Los árboles se agitaban al viento como incensarios; las flores, de color pálido, lánguidas, con anémica hermosura, olían a incienso, como si las bocanadas de aire de la catedral con que las impregnaban las cerc
teban. Las devotas le encargaban ramos para sus imágenes o compraban tiestos de flores, creyéndolos preferibles a los de los cigarrales, por ser de la Iglesia Primada. Las viejas pedían ramas de laurel para guisos y medicinas caseras. Estos ingresos, unidos a las dos pesetas que el cabildo había asignado al jardinero después de la fatal desamortización, servían al se?or Esteban para sacar la familia adelante. Próximo ya a la vejez había tenido su tercer hijo, Gabr
lillo llegará a ser algo. ?Quién sabe si le veremos obispo! Monaguillos he conocido yo, cuando mi pad
sus caprichos. La madre abandonaba las faenas de la casa para no contrariar a Gabriel, y los hermanos estaban pendientes de sus balbuceos. El mayor, Tomás, mocetón silencioso que había reemplazado a su padre en el cuidado del jardín e iba descalzo en pleno invierno por los arriates y las ásperas losas de los andenes, subía con frecuencia manojos de hierbas olor
u espadón, y las cuatro parejas representando otras tantas partes del mundo, enormes figurones con los vestidos apolillados y la cara resquebrajada que habían alegrado las calles de Toledo, pudriéndose ahora en los tejados de la catedral. En un rincón
de la tribu establecida en los tejados de la catedral, admiraba al peque?o Gabriel como un prodigio. Aún no sabía andar y ya leía de corrido. A los siete a?os comenzó a rumiar el latín, dominá
nte su última obra. ?Iba a ser la gloria de la casa! Se llamaba Luna,
s. Un clérigo de las oficinas del arzobispado lo presentó al cardenal, quien después de oírle le dio un pu?a
Qué otra cosa podía ser Gabriel sino sacerdote? Para aquellas gentes, pegadas desde que nacían al templo, cual excrecencias de la piedra, y que cons
ero, los sacristanes y demás empleados del templo escuchaban la voz clara y bien acentuada de Gabriel, que les leía como un ángel, unas veces las vidas de los santos, otras los periódicos c
fos en las controversias teológicas, premios a granel y el honor de ser presentado a los compa?eros co
rimero en todo, y además, callado y piadoso co
a de su hijo desde las alturas, si es que Dios le llamaba a ellas. Moriría antes de su triunfo, pero no s
us estudios muy pronto, y todos le auguraban que Su Eminencia le daría una cátedra en el Seminario antes de cantar misa. Su deseo de saber era insaciable. La biblioteca del Seminario la trataba como cosa propia. Algunas tardes iba a la catedral
ente el fuego de los apóstoles. Tal vez sea un San Bernardo
a en él el amor vehemente de los Luna por aquella giganta que era su eterna madre. Pero no la admiraba a ciegas; como todos los suyos: quería saber
ifra detrás del nombre, como los reyes en las dinastías. Habían sido en ciertas épocas los verdaderos monarcas de Espa?a. Los reyes godos en su corte no eran más que fig
idad con que el poder espiritual acaba por dominar a la barbarie conquistadora. El milagro les acompa?aba para confundir a los arríanos sus enemigos; el prodigio celeste estaba a sus órdenes para asombrar a los rudos hombres de guerra, supeditándolos. El arzobispo Montano, que vive con su mujer, indignado por la murmuración, pone carbones encendidos entre sus vestiduras sagradas mientras dice la misa y no se quema, demostrando con este milagro la pureza de su vida. San Ildefonso, no contento con escribir libros contra los herejes, hace que se le aparezca Santa Leocadia, dejando entre sus dedos un pedazo de manto, y go
atólicos son respetados por los moros, lo mismo que los rabinos hebreos, pero la Iglesia es pobre, y las continuas guerras entre sarracenos y cristianos, junto con las represalias que sirven de contestación a la barbarie de la Reconquista, dificultan la vida del culto. Gabriel, al llegar a este punto, so?aba leyendo los nombres obscuros de Cixila, Elipando y Wistremiro. A éste le ll
árabe, sucedía la feroz intransigencia del cristiano conquistador. El arzobispo don Bernardo, apenas se ve en la silla de Toledo, aprovecha la ausencia de Alfonso VI para violar sus compromisos. La mezquita mayor sigue en poder de los moros, por pacto solemne del rey, tolerante en materias religiosas como todos los monarcas de la Reconquista. El arzobispo se apodera de la voluntad de la reina, la hace cómplice de sus planes, y una noche, seguido de clérigos y obreros, derriba las puertas de la mezquita, la limpia, la purifica, y por la ma?ana, cuando acuden los sarracenos a dirigir sus oraciones al sol naciente, la encuentran convertida en catedral católica. Los vencidos, segur
ro aún admiraba más, con entusiasmo de seminarista, a aquellos prelados fieros, intra
l coro. En la batalla de las Navas da el ejemplo metiéndose en lo más recio de la pelea, por lo que el rey, después de la victoria, le da el se?orío de veinte lugares y el de Talavera de la Reina. Luego, en ausencia del monarca, el belicoso arzobispo echa a los moros de Quesada y de Cazorla y se apodera de vastos territorios, que pasan a ser se?orío suyo con
don Alfonso de Acu?a pelea en las revueltas civiles durante el reinado de Enrique IV; y como digno final de esta serie de prelados políticos y conquistadores, ricos y poderosos como verdaderos príncipes, surgen el cardenal Mendoza, que guerre
eriores a éstos. Se asombraba de que en los tiempos presentes fuesen tan ciegos los espa?oles que no confiaran su dirección y gobierno a los arzobispos de Toledo, que en otros siglos tantas cosas heroicas habían re
ner la inmensa fortuna amasada por sus antecesores. Los que eran generosos como Tavera levantaban palacios y protegían al Greco, a Berruguete y otros artistas, creando en Toledo un Renacimiento, eco del de Italia; los avarientos como Quiroga reducían los gastos
que formaban su osamenta; los más cultos, elevados a la sede en época de refinamiento, las verjas de menuda labor, las portadas de pétreo encaje, los cuadros, las joyas que convertían en tesoro s
ciones. El grandioso templo era un gigante calzado con zapatos toscos y cubierta la cabeza de deslumbrantes penachos. Las bases de las pilastras eran groseras, sin adorno alguno. Subían los haces de columnas con rígida sencillez, marcando el arranque de los arcos con capiteles simples, en los cuales el
lturas de hierática rigidez y el tímpano cubierto de compactas escenas de la Creación, contrastaba con la puerta del otro extremo del crucero, la de los Leones, o, por otro nombre, de la Alegría, construida doscientos a?os después, risue?a y majestuos
n ella la dulce oración petrificada subiendo recta al cielo, sin sostenes ni apoyos. La piedra blanda servía para las labores arquitectónicas; otra piedra más blanda aún formaba las bóvedas. En el exterior, los contrafuertes y botareles, así como los arbotantes que como puentes se exti
be extiende sus graciosos arcos de herradura en el triforium que corre por todo el ábside tras el altar mayor, siendo obra de Cisneros, que quemaba los libros de los musulmanes y restablecía su estilo arquitectónico en pleno templo cristiano
u caballo a la morisma. Grandes conchas y escudos rojos con una luna de plata adornaban los muros blancos, subiendo hasta la bóveda. Esta capilla la miraba su padre el jardinero como cosa propia. Era la de los Luna, y aunque alguien hiciese burla del parentesco, allí estaban sus ilustres ascendientes don álvaro y su mujer, en tumbas monumentales. La de do?a Juana Pimentel tenía arrodillados en sus ángulos a cuatro frailes de mármol amarillento, que contemplaban a la noble se?ora tendida en la parte alta del monumento. La del infeliz condestable de Castilla estaba escoltada por cuatro caballeros santiaguistas envueltos en el manto de la orden, que parecían velar a su Gran Maestre, enterrado sin cabeza en la ca
talia a Espa?a, entre rezos y cánticos, llevado en hombros por poblaciones enteras que salían al camino para ganar las indulgencias concedidas por el Papa. Este regreso a la patria después de muerto había durado muchos meses, yendo el buen cardenal a jornadas cortas, de iglesia en iglesia, precedido por un cuadro de Cristo, que adornaba ahora su capilla, y esparciendo sobre las multitudes arrodilladas los olores de su embalsamamiento. Para don Gil de Albornoz no había nada imposible. Era la espada del apóstol que volvía al mundo para imponer la fe. Huyendo de don Pedro el Cruel, se había refugiado en Avi?ón, donde vivían otros desterrados más ilustres. Allí estaban los papas arrojados de Roma por un pueblo que, en su pesadilla mediévica, so?aba con restaurar, a la voz de Rienz
udades y castillos que gané par
z, aumentándose aún con la consideración de que tanta bravura y altivez se habían juntado en un servidor de la Iglesia
s se?ores canónigos la habían pintado de negro para evitar que la robasen los soldados de Napoleón. Detrás de ella lucía el retablo del altar mayor su majestuosa fábrica de un dorado suave y viejo: todo un mundo de figuras representando, bajo calados doseletes, las diversas escenas del
ajes históricos y legendarios. A un lado, el buen alfaquí Abu-Walid, inmortalizado en un templo cristiano por su espíritu tolerante. En el lado opuesto, el misterioso pastor de las Navas que ense?ó a los cristianos el camino de la victoria, desaparecie
del muro, desde el zócalo hasta la cornisa, y que por su tama?o parece el único habitante digno de la catedral. Los cadetes venían por la tarde a contemplarlo, siendo para ellos lo más notable de la Primada aquel coloso de carnes sonrosadas que, con el ni?o al hombro, adelantaba sus piernas angulosas, apoyándose en una palmera que parecía una escoba. La alegre juventud m
los sacerdotes mozárabes, recordaba las luchas en tiempo de Alfonso VI entre la liturgia romana y la de Toledo, el culto extra?o y el nacional. Los creyentes, para acabar la eterna disputa, habían apelado al ?juicio de Dios?. El rey nombró el campeón de Roma, y los toledanos confiaron la defensa del rito gótico a la espada de Juan Ruiz, un castella
Mariano, el hijo del campanero, un muchacho de la misma edad del seminarista, unido a él por el respeto que le inspiraba su sabiduría, lo guiaba en sus excursione
s, amenazando destruirlas, y el cabildo cubrió la catedral con un techo de pardas tejas, que daba a la Iglesia Primada el aspecto de un almacén o de una inmensa casa de vecindad. Las pinas de los botareles parecían avergonzadas as
escapaban en tropel, al acercarse ellos, de estos bosques en miniatura. Los relieves escultóricos servían de refugio a los nidos. Cada oquedad de la piedra era un peque?o lago, donde se depositaba el agua de las lluvias y venían a beber los pájaros. A ve
as de las bóvedas que hinchaban el suelo como blancos y polvorientos tumores. De vez en cuando un agujero, por el que se veía el interior de la catedral, con una profundidad que causaba vértigos. Eran aspilleras verticales, estrechas bocas de pozo, por cuyo fondo pasaban las personas como hormigas sobre las baldosas del templo. Por estos agujeros bajaban las cuerdas de l
s de los visitantes provocaban en los rincones obscuros, tras los maderos abandonados, carreras precipitadas y locas de los ratones. Aleteaban en los extremos más sombríos las aves negruzcas que descendían de noche al te
e búho, lo otro de mochuelo, lo de más allá de cuervo, y hablaba con respeto de cierto nido de águilas que su padre había visto de joven en aquel sitio: fero
catedral. Era una selva de maderos poblada de bestias lúgubres que vivía olvidada en el interior de la bóveda
e esmalte y marfil; con la magnificencia del Tesoro, que amontona las perlas y las esmeraldas con tanta profusión como si fuesen guijar
el hijo mayor, quedaba encargado del jardín; Esteban, después de largos a?os de monaguillo y ayudante del sacristán, era silenciario y había agarrado la vara de palo con los siete reales diarios, objeto d
más atento a los intereses de la Iglesia que a los afectos de la familia. Por esto no se impresion