La alegría del capitán Ribot
estado en ella y siempre me impresionó gratamente la animación sin ruido enfadoso de sus calles, su cielo sereno, su pe
lvarrosas y jacintos; el mar, brisa fresca y saludable; el cielo, los efluvios de luz radiosa. Valencia despertaba y sonreía a su huerta de flores, a su mar y a su cielo incomparables. Aquella situación privilegiada me hizo pensar en la Grecia antigua; y al ver cruzar a mi lado los rostros alegres, serenos, inteligentes de sus hab
emos amigos de toda la vida comenzó a hablarme de su familia, amigos, trabajos y proyectos. Estos eran innumerables: tranvías, reforma del puerto, ferrocarriles, ensanche de calles, etc. No pude menos de pensar que para llevarlos a cabo se necesitaba, no sólo enorme capital, sino una actividad sobrehumana. Martí parecía poseerla. A la sazón, además del tráfico de los vapores, que casi marchaba por sí mismo y le robaba poco tiempo, tenía en explotació
. No había, al parecer, en el mundo hombre más instruído, ni ingenioso, ni recto. Todo lo sabía; las ciencias no tenían secretos para él; el planeta no guardaba rincón que él no
engo un temperamento esencialmente práctico... Y si usted no lo achacase a jactancia, me atrevería a decir que en Espa?a hacen más falta los hombres útiles que los filósofos. ?No le parece que hay plétora de teólogos, oradores y poetas? Si queremos colocarnos a la altura de los demás países de Europa ede usted en esas em
úmeros. Es rico y quiere disfrutar tranquilamente de su fortuna. Pero aunque no se mete en ne
Clara también participa del mismo temperamento-le dije para sat
ma de la casa, quien los ha hecho ricos, es su marido... ?Oh, el tío Diego se pierde de vista! No hay comerciante más h
que es su se?ora quien le ilumina en los casos difíc
le dé algún buen consejo; pero no los necesita... En Valencia le tienen por so
verse obligado a murmurar. Sólo se hallaba en terreno firme cuando elogiaba, y lo hacía con tal fuego, que par
y más negro que por la noche. Me saludó con gravedad y cortesía y, después de dar algunas vueltas juntos, me instó a acompa?arle a su casa, pues necesitaba mudarse de ropa. Me sorprendió esta
de pipas, cosa muy notable. Al parecer, era una de las curiosidades más dignas de visitarse en la ciudad, y con amabilidad, que agrad
o a m
rdaba los bastones. Eran muchos, en efecto, y muy variados, y los exhibía con
o, porque era demasiado largo... Mire usted este otro... palo de violeta; huele frotándolo. Huela usted... Est
a del gabinete y apare
nos deja venir
-respondió con solemnidad el padre
abellos negros rizados. No había visto nunca criaturas más hermosas. A todos los acaricié con efusión, y muy especialmente a la ni?a, cuyos ojos aterciopelados eran una maravilla. Pero ellos se mostraban tímidos y, sin atender a mis preguntas, miraban a su
s dejado entrar
í a sacarte una camisa-re
habitación. Después se sentó esperando que s
el más consumado y también el más abatido ayuda de cámara. Le puso la camisa; le puso la corbata, se arrojó al suelo para abrocharle los botones de las botas. El feliz marido se dejaba vestir y acicalar con grave
s... Di a la muchacha que tenga cuidado de no embadurnar lo
le faltaba un botón en el ch
a mirada tan severa q
ar la ropa... Lo dejé apartado para pegarlo...; pero me llamaron
ué importa un botón más o menos?-
e una distracción l
o? Un botón... Un botón... ?Qué significa un botón compa
os; no seas así!-profi
go?-gritó él ent
y se puso a
, di?-siguió él
no levantó
as incoherentes y acompa?ados de un aspero crujir de dientes que la son
serenar su espíritu. Encerró los vientos
hoy. Ya se lo he dicho a Cristina. Tiene una
tal grandeza de alma, y, al fin, respondí que t
n. Al levantar la cabeza pude obs
los bigotes. Matilde giraba en torno suyo como una mariposa, arreglándole la ropa y la corbata y el sombrero con sus manos blancas y regordetas. Se le había pasado el disgusto. Parecía alegrísima y miraba y remiraba por to
ni?os, que quisieron lanzarse a su padre para b
ede ser... Me vai
do indemnizarles de aquel disgusto. ?Vano empe?o! Se dejaban acariciar por
dvirtiendo que el cuello de la camisa no se le veía bien a causa de la levita, bajó precipitadament
icas, llevando entre las manos grandes ramos y canastillas de ellas que sus amos enviaban de regalo a los amigos. En Valencia, las flores constituyen un obsequio tan general y sencillo que el envío de ellas equivale a un saludo. Al cont
de comer; pero Sabas se creyó en el deber de invitarme a tom
atural gravedad. Hablóme de su familia y amigos. Observé pronto que poseía un temperamento analítico
ía de flexibilidad, de cierta dulzura absolutamente necesaria a la mujer; en fin, aunque bondadosa en el fondo, no se hacía amar. Bien hubiera querido protestar contra tal absurda afirmación. Preci
ba cansado de él y pensando en otro. Esta circunstancia le había hecho perder mucho dinero. Las empresas en que se había metido no podían contarse: algunas de ellas serían muy beneficiosas si hubiera persistido; mas apenas tropezaba con las primeras dificultades, se abatía y las abandonaba. S
adoración apasionada, fervorosa que por él sentía. "Pero no hay que tocarle este punto porque re?iría usted con él, como yo he re?ido varias veces. En cuanto salga en la conversación el nombre de Castell, es necesario abrir la boca,
acilitaba dinero para sus negoci
udo que le facilitará dinero; pero todos sabem
interioridades de familia que no
o. Se le han conocido ya tres, una de ellas griega, ?hermosa mujer! Las tiene una temporada y luego las despide como a un lacayo que no le sirve. Esto, como usted comprende, en una capital de provincia cons
ue son ricos sus tíos l
duros, no por millones... Pero todo ha sido ganado a pulso, ?sabe usted?
es una se?ora de mucho ente
ltó una
es el gallego más fino que ha nacido en este siglo. Se ríe de su mujer y es capaz de reirse de su sombra. No le considero capaz para las grandes empresas, no tiene, como ahora se dice, el
ente finas y atinadas sus observaciones acerca del carácter de los valencianos, de sus costumbres, de la política y la administración que regían en la provincia. Confieso que me había equivocado. L
cuentran comercios de gran lujo, el número crecido de vetustas casas de piedra de artística fachada pertenecientes a las nobles familias que la hicieron famosa y respetada en todo el mundo; sus Torres de Serranos, entre cuyas almenas se cree aún percibir la silueta del caballero; sus puentes de si
uel peque?o recinto. Las damas con su rosario y libro de misa en las manos, plantadas delante de las vendedoras, examinaban con ojo inteligente el género, regateando infinitamente antes de decidirse a comprar. Los caballeros encargaban ramos y canastillas, dando instrucciones prolijas para su construcción. Hasta las humildes criadas y m
as vendedoras saludaban a mi amigo por su nombre, le dirigían sonri
r en el mercado-
iano nada más-me res
mpujó hacia una de las puertas, donde, algo retira
; verá usted cuántos talles salados
equiebro, una palabrilla amable mi compa?ero. Bastantes de ellas le conocían y le saludaban; algunas se quedaban un instante paradas, respondiendo con gracioso tiroteo a sus frases gala
elicados, de una trasparencia de ópalo, de una pureza tan exquisita como ahora. Luego, ?qué ojos! El alma volaba tras de su negrura y mist
ntilla: en una mano traía el libro de misa y el rosario anudado a la mu?eca en forma de brazalete; en la otra, un pu?ado de claveles. Venía con su prima Isabelita y acompa?adas ambas de Castell. No puedo explicar la impresión que me causó este hombre en aquel momento. El corazón se me apretó c
otros. Castell e Isabelita nos felicitaro
alanteo!-manifestó la hija de Retamoso dán
ado la frase se rubor
e galanteado nunca. Pero estamos a tiempo. Te estás poniendo tan lind
Castell vino en su ayuda. Mientras tanto, Cristina se hacía la distraída mirando a un lado
s capaz de ponerme uno de
é no?-re
a, escogió el más hermoso y gra
na osadía que había perdido ya
os demás n
preguntó alargánd
e usted me lo coloque en e
último, tomó al azar otro clavel y precipitadamente me lo puso también. Creí advertir (ignoro
dijo entonces Castell incl
os!-replicó ella con mal h
-murmuró el banqu
mío?-le preguntó tí
n placer
r, mientras la ni?a le prendía el clavel en la le
amos andado muchos pasos cuando aquél detuvo a una linda menestrala y se quedó diciéndole chicoleos. Castell y
mi compa?ero-me parece un much
respondió Caste
ico?-pregunté
en siempre de dentro afuera; jamás se le ocurrió aplicarlas a su propio ser. Así que derrochando análisis, censuras, consejos muy justos y atinados resulta un hombre perfectamente insensato. Ha empren
gírico!-exc
o obsta para que sea un hombre simpático, popular y generalmente querido: y es p
ersona y aún más el misterioso flúido que me comunicaba su proximidad me tuvieron embriagado, inquieto. Hasta el punto que, queriendo mostrarme atento y galante con ella, apenas hacía ni decía cosa ordenada: mojaba el mantel al echarle agua, le preguntaba tres veces seguidas si le gustaban las aceitunas y dejaba caer el tenedor al o
d mil pesetas por ese
mó Martí levantando
hubieran sorprendido cometiendo un crimen. No
bromas que
rguido con altivez su
y no vende las flores q
?quieres que Ribot te venda ese clavel cuando si me lo hubiese rega
cencia y nobleza de aquel hombre me conmovieron. A Cristina debió de lleg
so tú e
palabras eran un
eben comprarse con dinero. Desgraciadamente los hombres no tenemos para ellas término de comparación
bien para casi todos los casos que se presenten. Aquí tiene usted otro clavel mejor que
eron. Cristina ap
, hazme el favor de arrancarle el clave
o tapó con
i Castell no da las dos pesetas, entonce
sacándolas del bolsillo y
s quitándose el cla
é que a Cristina le hizo mal efecto. Insultó a su hermano c
las palabras de Castell me habían causado. Concluímos de comer alegreme
ncia se hacía indispensable. Fueron a despedirme a la estació
a permiso para quedarme en casa el tiempo invertido en otro; mes y medio próxi
eplicó apretándome la mano cari?osamente