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Él es mi boxeador

Él es mi boxeador

guangyue

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Capítulo

"Él. Arrogante. Gruñón. Presumido. Desvergonzado. Orgulloso. Posesivo. Idiota. Esas son algunas de las muchas cosas que Damon «la Furia» Woodgate es. Desde que lo vi supe que una palabra lo describiría muy bien aparte de todas las demás: problemas. Es misterioso, con un aire de superioridad que te dan ganas de matarlo. Es bipolar muy a menudo y creo que ni él se da cuenta de ello. La gente le teme, pero yo no. Solo tengo curiosidad de saber qué fue lo que le pasó para llegar a ser así como es. Nadie le habla, lo evitan y le esquivan la mirada cuando pasa, alejándose del lugar en el que él está. No creo que una persona cambie muy rápido de divertido a serio, en tan solo unos segundos. Pero él sí."

Capítulo 1 PRÓLOGO

Agarro firmemente mis dos maletas antes de dirigirme a la puerta, mientras mis manos tiemblan por la emoción de verlos de nuevo. El frío de la noche no hace nada por calmar mi ansiedad. El nerviosismo simplemente se instala en mi sistema, impidiéndome pensar en otra cosa que no sean ellos.

El sonido del viento revoloteando las copas de los árboles suena junto con las ruedas del taxi detrás de mi tenso cuerpo emocionado, rodando con rapidez sobre el asfalto, alejándose con rapidez de mí para recoger a otro cliente.

Entonces, me quedo sola en la oscuridad, las estrellas y la luna, siendo esta casi la única fuente lumínica a mi alrededor. Las farolas no se encuentran encendidas y si no fuera por la luna y las pocas casas con vida de la cuadra, no podría ver el camino por donde mis pies pisan. Mis piernas se sacuden, impidiéndome caminar cómodamente, mientras me acerco cada vez más al edificio, los hechos que me trajeron aquí bombardeando una vez más mi mente, tal y como lo hicieron las últimas horas.

Hace cinco años que no veo a mis hermanos. El mayor motivo se simplifica a que ellos se cansaron de cumplir las estrictas reglas de mi padre ya a su muy temprana edad. Él tenía la manía de controlarlo todo y quería que todo estuviese a la perfección, cada cosa en su lugar y sin ningún defecto, por lo que los gemelos juntaron una cantidad de dinero suficiente durante años. Iban insistiendo a mi padre para dejarlos marchar, y al fin se fueron a otra ciudad para vivir con mi tía, quien desgraciadamente murió hace poco más de un año por un cáncer de pulmón. Por supuesto, ante el cariño hacia mis hermanos y la familia en general, en su herencia aclaró que el departamento les quedaría a ellos, aunque no tuvieran dieciocho. A pesar de las insistencias, no la veía tanto como yo quería. Apenas llegábamos a vernos unas horas cuando la visitábamos antes de volver en el jet privado de mi padre a casa. Por lo que, simplemente, mi tristeza no fue tan grande como la de mis hermanos al enterarme de que ella murió.

Aun así, nada me detuvo a llorar durante una semana entera. Luego, con mis hermanos de vez en cuando nos hablábamos por teléfono, pero no era lo mismo para ninguno. Me enviaban regalos que de seguro eran muy lindos y que, sin embargo, no abría. Los guardaba para algún día poder abrirlos con ellos. Típicos deseos de una niña: querer abrir obsequios estando en presencia de su familia. Los extrañaba tanto. No sé cómo es que pude sobrevivir tanto tiempo sin mis hermanos, sus llamadas eran mi sustento, mi alegría del día. Me prometían que iban a volver solo para verme, dándome esperanzas de tener de nuevo la familia que antes éramos, pero no lo hicieron. Cada cumpleaños que pasaba y ellos no estaban dejé de pensar y de creer que cumplirían esa promesa. Así que cada Navidad me la pasaba con una trabajadora que estaba en mi casa. Ella fue como una segunda madre para mí. Soportaba mis llantos, mis tristezas y mis caídas. ¿Cómo es que considero más de mi familia a una empleada que a mi propio padre y hermanos?

Mi padre es un empresario muy exitoso por gran parte de América, Europa y Asia, y a causa del trabajo excesivo, me permitió quedarme con ellos. Pagó un pasaje de avión en primera clase —por supuesto, sin afectarle nada a su cuenta bancaria—, con el mejor entretenimiento y comida que una chica podría pedir. Y al fin, aquí estoy. Y a pesar de saber que mi padre ni siquiera pensó por un segundo la idea de dejar a su hija viajar a otra ciudad, sola en un avión, estoy alegre por alejarme. De dejar finalmente todo atrás, con la esperanza de poder verdaderamente avanzar.

Otro de los motivos por los que me dejó venir, dejando de lado el hecho de que él apenas estaba en casa y prácticamente me cuidaba sola, fue porque tuvo la obligación laboral de ir a otro país durante más de un año para supervisar la construcción y todo lo que conlleva el trabajo de su nuevo hotel de lujo. Su trabajo carcome todo su tiempo y, no muy a menudo, lo veo en casa. Cuando él está, pocas veces nos dirigimos la palabra. Su cansancio es enorme, sus espantosas ojeras y ojos inyectados en sangre lo delatan. Hay veces que quisiera tener un padre como el de todos: que se preocupa mucho por mí, que pasa tiempo conmigo y me ayuda con mis problemas de adolescentes, dudas y esas cosas. Sin embargo, él no es así, ya no más.

Toco el pequeño timbre del piso de Sam y Tyler, y espero.

William, mi padre, casi nunca estaba en casa. Por lo que siempre me quedaba más sola que un burro en un desierto. Este viaje me alegró la vida tan miserable que tenía. Quería ver tanto a mis hermanos, los extrañaba demasiado. Ellos son gemelos y dos años mayor que yo, por lo tanto, siempre se sintieron con mucho poder sobre mí cuando era pequeña. En los juegos, había veces que me dejaban ganar, pero otras, cuando yo les ganaba por voluntad propia, decían que por ser los más grandes, ellos ganaban. Me obligaban a darles algún que otro premio por ser los vencedores. De acuerdo, no era tan malo, ya que también el premio lo tenía yo. Hacer unos batidos de chocolate con crema justo en la cima no era tan malo. Siempre terminaba tomándome uno con ellos. Tyler y Sam amaban, aman y siempre amarán mis batidos. Son sus favoritos, y mucho más cuando eran hechos por mis pequeñas y delicadas manos.

Si no recuerdo mal, este es su último año de instituto y el mío casi el último. Ellos repitieron el curso por… No tengo una clara idea de por qué, pero como sé con certeza que son muy holgazanes con respecto a la escuela y las tareas, tengo algunas ideas para justificar ese hecho.

La puerta se abre de repente, haciendo que salte un poco en mi lugar por la sorpresa. Sacándome de mi trance, en mi vista aparece Tyler solo en bóxer, refregándose los ojos con la mano que no sostiene la puerta de entrada.

—¿Natalie? —pregunta con un tono de duda. Su mirada se encuentra con la mía, feliz, dudosa y extrañada. Asiento con la cabeza sin poder creerme lo que tengo frente a mí y él sonríe antes de abrazarme con demasiada fuerza para mi gusto. Sus musculosos brazos me aprietan más de la cuenta contra su cuerpo —sorpresivamente— bien esculpido y definido.

—Hola, grandulón —digo como puedo, intentando recuperar el aire perdido—. Me estás sacando el aire, Ty… —él me suelta con rapidez al escuchar mi voz entrecortada. Nunca pensé que Tyler tendría tanta fuerza hasta el punto de llegar a asfixiarme.

—¿Qué haces aquí? ¿Estás sola? —mira hacia los lados y frunce el ceño—. ¿Por qué estás aquí?

—¿Podrías dejarme pasar? Me estoy muriendo de frío.

—Claro, pasa —se hace a un lado de la puerta y me lleva al ascensor. Lo bueno de este edificio es que son penthouse realmente hermosos y que no hay vecinos cercanos para molestarte con locuras sin sentido o quejas sobre música muy fuerte—. Déjame ayudarte —arrastrando una de mis gigantes maletas, se adentra al ascensor.

—Gracias —respondo, mientras él aprieta el botón del piso. Tyler siempre fue el bueno y sincero, al contrario que Sam, el cual es el impulsivo y problemático. Tyler siempre fue tranquilo, o al menos eso sabía yo, y Sam el loco que destruye todo. Aunque hay una cosa que sí tienen los dos: la arrogancia. Ellos saben que tienen un cuerpo de escultura y no dudan en demostrarlo.

Una vez en el piso, él abre la puerta con su llave y entramos. Es un lugar espacioso y luminoso. Con paredes blancas y muebles negros, todo nuevo. A mi izquierda se encuentra la sala de estar amueblada con un sillón gigante oscuro y una televisión impresionante. A mi derecha la cocina, con mesadas de mármol que, milagrosamente, están bien ordenadas y limpias. Frente a la puerta de entrada noto una larga escalera que da al entrepiso, el cual, si mal no recuerdo, antes no estaba.

Miro a mi hermano y sonrío con picardía, dejando mis pertenencias en el suelo.

—¿Está Sam por algún lado? —pregunto muy esperanzada. Recuerdo que desde pequeña me gustaba molestar más a Sam que a Ty, por el simple motivo de que es el que más se enfada de los dos. Por lo que, para mí, un buen momento es cuando revivo lo vivido con ellos. Sin embargo, no creo que duren mucho estos juegos infantiles porque en algún momento maduré desde que ellos se fueron. De todas formas, para no dejar todo el pasado entre nosotros olvidado, estoy empeñada en empezar como siempre lo hacía en aquellos momentos.

Tyler asiente un tanto confuso por la mirada que le doy.

—Genial. ¿Cuál es su habitación?

—Subiendo por las escaleras, a la izquierda —contesta, para luego quedarse callado y poner esa mirada pensativa que tanto conozco—. ¿Qué tramas, Natalie?

Sonrío.

—¿Está durmiendo? —él asiente levantando una ceja—. Entonces voy a despertarlo, como la buena hermana que soy.

Ty bufa con ironía y revolotea los ojos con diversión, sonriendo con cariño brillando en sus ojos al ver la inocencia fingida en mis facciones. Me rodea con sus brazos, apretándome contra su cuerpo medio desnudo, y besa la cima de mi cabeza.

—Bien, te acompaño —dice.

—Espera, primero tengo que ir a la cocina.

Mi repentino aviso lo sorprende, pero no me quedo a ver por completo su reacción. Camino hacia allí con pasos agigantados y rápidos, mientras Ty me sigue. Busco entre todos los cajones y muebles los artefactos que quiero y los voy dejando en la encimera sin siquiera prestarle atención a las miradas confusas pero divertidas de mi hermano. Recorre con los dedos la cacerola de metal y los grandes cucharones del mismo material como si nunca los hubiese visto en su vida. Cuando termino en la cocina corro rápidamente hacia el baño, esquivando en el camino mis maletas en el piso y lo que hay en la sala de estar lo más ágil que puedo, y agarro la pasta dental.

Con pasos lentos, vuelvo con mi hermano sin quitar mi perversa e inocente sonrisa.

—¿Qué es eso? —mira con extrañeza mi mano que encierra el potecito.

—Pasta de dientes —contesto—. ¿Me pasas un plato de plástico? —él asiente aún sin comprender de qué va todo esto, busca algo en un gabinete sobre la encimera de mármol oscura y me entrega mi pedido—. Gracias.

Coloco todo el contenido de la pasta de dientes en el miniplato, agarro la cacerola con cuidado para no dejarla caer, y así no causar un enorme ruido que despertará a Sam, y la cuchara, para luego subir en busca de mi dormilón hermano. Caminamos por el largo pasillo del entrepiso y nos detenemos en la puerta que tiene colgado un cartel que dice «PROHIBIDO EL PASO SI NO QUIERES INTOXICARTE».

Estoy más que segura de que eso se refirió a sus pedos.

Abrimos la puerta y entramos con sigilo. Para mi suerte, Sam se encuentra acostado bocarriba, dormido cual marmota, sin inmutarse de nuestra presencia. Tapando mi boca un segundo después de escuchar su gran ronquido, me esfuerzo por no reír. Con la mano derecha sostengo el plato repleto de pasta dental frente a la cara de Sam y con la izquierda la cacerola, le paso la cuchara a mi hermano y le hago señas para que me mire.

—Ty, a la cuenta de tres, tienes que tocar bien fuerte la cacerola.

¿Entiendes?

—Sí.

—Uno… —comienzo a contar, mirándolo e intentando no reírme—. Dos... ¡Tres!

El ruido del metal chocando contra otro metal resuena por todo el lugar, haciendo que Sam abra sus ojos y se incorpore. Su rostro de estrella contra el pastel de pasta de dientes ni bien se incorpora para ver lo que sucede.

Me uno a las carcajadas de Ty, que son más como aullidos de una foca atragantándose de la risa. Apenas puedo ver a mis hermanos en la oscuridad de la habitación. Las ligeras luces que la luz de la luna le da al cuarto, hacen lo mejor posible para que yo distinga los movimientos de Ty y Sam.

Sam saca con sus manos todo lo que tiene en la cara y gruñe maldiciones, parpadeando furiosamente contra la pasta de dientes en sus ojos.

—¿Por qué hicieron eso? ¡Joder!

—P… perdón, solo te quería despertar para saludarte —digo agarrándome el abdomen y tratando de que no me duela más de lo que ya lo hace.

—¿Natalie? ¿Qué haces aquí? —él enciende la lámpara de su mesa de noche y se limpia la cara con la toalla que Tyler le alcanza. Me siento en la cama enorme junto a Sam y luego, acostándome, coloco mis brazos debajo de mi cabeza.

—Papá tuvo que irse a trabajar a no sé dónde por un año para supervisar la construcción y toda esa mierda para su nuevo hotel —contesto aburrida—. Y como no me quería quedar sola, decidí venir a vivir con ustedes. ¿No es genial?

—Sí, salvo cuando eres malvada y tienes esas caras de loca maniática a la hora de imaginar un plan malvado para hacernos algo —se entromete Ty, haciendo puchero muy tierno.

—Bueno, soy así y soy su hermanita. Tienen que aguantar mis llantos, caprichos, planes y todo lo que viene conmigo.

—¿Y qué es todo lo que traes contigo? —Sam pregunta cautelosamente mientras frunce el ceño.

—Sabía que me olvidaba algo.

Mis piernas se apresuran en salir de la habitación para ir hacia la planta baja. Me encamino hacia mis pertenencias y abro el bolsito para perros en la que Burry está. Burry es mi perrita de dos meses y medio. Su pelaje suave hace cosquillas en mi piel cuando la saco de su cómodo bolso.

Dejo la bolsa lila sobre mis maletas y llevo a mi bebé en brazos a la habitación de Sam. Los dos me esperan sentados en la cama con los brazos cruzados. Una de las cosas más geniales de ser su hermana, es que puedo diferenciarlos con una facilidad increíble. Ambos tienen el pelo castaño oscuro, los ojos color verde azulado, mandíbula cuadrada y un cuerpo envidiable para los hombres, solo porque juegan al futbol americano desde los trece años. Los dos son muy buenos en eso y ellos me lo recuerdan todo el maldito tiempo. La principal diferencia es que Tyler tiene pequeñas motas doradas en sus ojos y Sam no. Aunque Ty es el bueno y responsable, mientras que Sam es el travieso e insoportable.

Ellos miran lo que tengo en brazos y abren mucho los ojos, teniendo una idea de lo que llevo. Muevo ligeramente mis brazos en donde una bola de pelos pequeña abre sus ojos y bosteza con fuerza. Feliz, se los dejo ver a los gemelos, pero al instante mis hermanos chillan como niñas asustadas y salen corriendo de la habitación. Sus pasos en las escaleras resuenan atropelladamente hasta que, de un segundo al otro, ya no escucho ni un ruido. Silencio.

Me asomo extrañada hacia el pasillo, y sin dudarlo bajo con tranquilidad las escaleras. Paro antes de bajar por completo me topo con los dos

estúpidos a los que llamo hermanos tirados en el suelo, retorciéndose y gimiendo de dolor.

—¡Pero serán idiotas estúpidos! —río y sujeto más contra mi pecho a Burry. Esta se acurruca y entierra su cara en el hueco de mi cuello como si no estuviese pasando nada digno de su atención.

—¡Cállate y tira esa cosa a la basura! —Sam apunta a mi bebé. Lo miro asustada y sin poder creerme lo que escucho.

—¿Qué? ¡No! Es muy linda y es mía —protesto.

—¡No la queremos aquí! —gritan simultáneamente.

—Pues, lárguense ustedes. Ella se queda conmigo —me pongo a la defensiva—. Es mi perra y, si bien el departamento les pertenece, tengo derecho a tener lo único que les pido. Nunca antes, mientras estuvieron fuera de casa, les pedí algo a excepción de que me visitaran —lo cual, efectivamente, no hicieron. Por lo que, creo que tenerme aquí con una pequeña e inofensiva bola de pulgas no es nada a comparación con todo lo que ellos me deben por no estar allí para mí cuando los necesité con desesperación.

—Es un pequeño monstro. ¿Cómo te puede gustar esa… cosa? — pregunta Tyler, fulminando con la mirada a mi perrita mientras se incorpora, dejando a su hermano aún en el suelo.

—Me encanta y es tierna. Aparte, es inofensiva. No es como si fuera a convertirse en Hulk o en algo peor —comento mirándolo fijamente y me quedo pensando en mis palabras—. Aunque eso sería genial ahora que lo pienso —lo escucho soltar un gruñido desde el fondo de su garganta lleno de frustración.

—Bien, quédatela. Pero déjala en tu cuarto y es mejor que no haga el más mínimo ruido. ¿Entiendes? —amenaza con voz ruda.

Le sonrío y saco la lengua. Sé que de suerte la aceptaron. Nunca fueron fanes de las mascotas que corretean por todos lados y dejan sus desechos por ahí. Ellos soportan más a los que se encuentran atrapados en peceras y que no hacen el menor daño a la casa.

—Sip, este «monstro» no los comerá. Apenas tiene dos meses, chicos. Tranquilícense —digo, tratando de calmarlos y, por suerte, sus semblantes se relajan un poco—. Bueno, ahora me voy a dormir porque el viaje me dejó muy cansada. Nos vemos —les doy besos en sus mejillas y subo a mi habitación con una de mis valijas y Burry en mis brazos, mientras que las otras más pesadas se las dejo a ellos para que me las suban.

Subo las escaleras hasta el entrepiso y busco con la mirada la puerta que no tiene los nombres de mis hermanos. Una al fondo llama mi atención y cuando abro la puerta me sorprendo al encontrar que todas las cosas que tenía en mi antigua habitación cuando este entrepiso no existía todavía, están aquí. Dejo caer de mis manos mis pertenencias y me tiro de espaldas en la cama junto a Burry.

Miro alrededor, notando que todo está prácticamente igual al cuarto que tenía. Una habitación común y sin rosa. Las paredes blancas contrastan con los muebles negros. A un costado de la habitación se encuentra un baño que desde mi lugar se ve espacioso. Por otro lado, la cama que antes tenía era pequeña y delicada, perfecta para una niña, ahora es extremadamente grande, con colchas blancas y suaves; la cabecera es, al igual que las mesitas de noche y el armario, de color negro. Repaso con la mirada aquellos juguetes y peluches de cuando era niña mientras pienso en guardar todo y esconderlo de la vista. A la derecha, algo nuevo destella ante mis ojos. Un tocador para maquillajes con espejo y un escritorio. Río ante eso porque, tengo que admitirlo, no soy amante de los polvos y esas cosas.

Levantándome, me agacho junto a mis pertenencias, al tanto en que veo a mi perrita corretear por el lugar olfateando todo lo que encuentra. Dejo unos diarios que encuentro en el baño y los coloco en una esquina para que ella haga sus necesidades ahí. Luego, busco mi pijama de franela color azul, ato mi pelo en un moño alto y me acuesto en la cama, dejando para mañana la labor de ordenar todo en su lugar. Me tapo con las colchas y me quedo dormida a los segundos.

Los viajes y los encuentros son tediosamente cansadores.

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