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Cuarenta semanas

Cuarenta semanas

guangyue

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Capítulo

"Nos han dicho mil veces que somos solo una mitad, que debemos buscar nuestra otra parte en otro lado para sentirnos al fin felices y, desde nuestro supuesto ser incompleto, considerándonos medias naranjas, vamos de aquí para allá, intentando que nuestros vínculos, trabajo o proyectos nos completen. Este libro va enfocado a aquellos lectores que buscan encontrar el amor verdadero de manera sana, sin resignarse a ser la mitad de nada, ni de nadie; no importa su preferencia sexual, edad, estado civil, religión o zona geográfica en la que viva, es de cabecera para todos y cada uno; pues su objetivo es lograr que cada lector pueda sentirse feliz desde su satisfacción personal, más allá de la situación actual en la que se encuentre. En una experiencia de autoconocimiento fascinante, mediante una extraordinaria analogía, la autora invita a percibirnos como seres completos y jugosos, con todos nuestros gajos, sabor y aroma; por eso, no te exprimas, ni te partas, solo abre este libro y descubre la naranja entera que eres. La media naranja que estabas buscando no existe, porque tú eres una naranja entera."

Capítulo 1 SEMANA 1

«El mayor error del ser humano es intentar sacarse de la cabeza aquello que no sale del corazón».

Mario Benedetti

Catherine

Miré el test.

El test me miró a mí.

Bueno, no lo hizo realmente, pero lo sentí de aquella forma. Las caritas sonrientes me contemplaban como si fueran a romper la minúscula pantalla para abalanzarse sobre mí en cualquier momento. Apoyé la espalda sobre los fríos azulejos de la pared del cuarto de baño y dejé que mi cuerpo resbalase hasta que mi trasero impactó contra el suelo húmedo. No estaba así por la suciedad, sino porque había tomado una ducha hacía menos de diez minutos. El aparato de plástico cayó sobre mi regazo, seguido de mis manos, que se asemejaban a las de un muerto debido a mi entumecimiento.

—Esto no puede estar pasándome —musité con un hilo de voz. Sin pensarlo, descansé la palma de mi mano sobre mi vientre plano.

Una nueva vida crecía en mi interior y no podía hacer nada para evitarlo. Bueno, en realidad sí estaba en mis manos el poder para ponerle fin. La idea de presentarme en una clínica para eliminar mi equivocación se antojaba, al mismo tiempo, como mi solución y como mi tormento, pero era una opción más descabellada que la situación en sí. Habría deseado que la oscuridad me engullera durante los nueves meses siguientes. Tal vez incluso por más tiempo.

¿Cómo continuaría en la universidad con una barriga que aumentaría de volumen semana tras semana? Me había costado forjar las escasas amistades que tenía… ¿Qué iban a pensar sobre mí?

—Catherine —me llamó Alexia desde el otro lado de la puerta. No pude responderle debido al estado de shock en el que me hallaba. Lo único en lo que pensaba era en que estaba embarazada. Yo, embarazada con apenas diecisiete años. ¿Cómo saldría adelante? Ahuequé mis manos y escondí el rostro entre ellas. Pensé que, quizá, me encontraba todavía en mi cama, en medio de una pesadilla que pronto acabaría.

Pero no era así, la voz de Alexia llegó a mí con el peso de la realidad casi al instante.

—¿Qué pone? ¡Catherine! —exclamó ella mientras golpeaba la madera.

Retiré los mechones cobrizos que cubrían mi frente y los deslicé por detrás de mis orejas. No encontraba mi voz para contestarle ni tampoco suficiente fuerza de voluntad como para incorporarme. Todavía recordaba cómo este desastre se había producido:

Había sido exactamente siete días atrás, en la noche de la fiesta de compromiso del célebre Dimitri Ivanov, actual heredero de la industria Ivanov’s House of Cars.

Su padre le había cedido una importante cifra de capital para que él festejara por todo lo alto sus días finales como un joven imprudente y libertino porque, a pesar de que Dimitri estaba a punto de cumplir los veintisiete años, seguía comportándose como cualquier adolescente. Supongo que a nadie le gustaría recibir la inmensa responsabilidad de dirigir una empresa sin gozar de tiempo para sus quehaceres personales. E incluso si ese puesto iba a proporcionarle más riquezas, Dimitri desechaba la idea de decir adiós a sus fiestas semanales.

Esa noche yo trabajaba para él a petición de mi otra amiga, Svetlana.

Había accedido solo por la cuantiosa cifra de dinero que ofrecían por participar como camarera; precisaba de ella para pagar el primer año de mis clases.

La universidad a la que yo asistía —Universidad de Columbia, Nueva York— estaba dividida en dos cuatrimestres. El primero de ellos ya había concluido, por fortuna, con las cinco asignaturas aprobadas. No podía asegurar lo mismo sobre el que estaba a punto de iniciar.

Gracias a mis calificaciones del instituto y a los esfuerzos invertidos entre las páginas de los libros de texto, había conseguido adelantar un curso. Y, según el rector de la universidad, no podían dejar pasar la oportunidad de contar con una alumna cuyo expediente fuese tan sobresaliente como el mío.

Sostuve la cabeza entre ambas manos en silencio. Sin responderle a Alexia, rememoré la noche en la que cometí el error.

—Me estoy arrepintiendo de haber aceptado —refunfuñé al mismo tiempo que aplicaba más brillo dorado sobre la piel desnuda de mis brazos.

—Asistes a una fiesta por año, Catherine —respondió Alexia, mi mejor amiga.

A ella la conocía desde los dos últimos cursos del instituto y, con el paso de los años, había demostrado ser alguien excepcional. Pese a no cursar los mismos estudios universitarios, compartíamos en esos momentos el dormitorio de la residencia. ¡Otro pagamento que sumar a mi lista!

—Corrección: estuve en la celebración de tu último cumpleaños —dije.

—Y lo pasaste estupendo.

Puse los ojos en blanco ante su no tan errónea contestación.

Terminé de restregar el maquillaje por mi cuerpo y cerré el frasco de purpurina. No me agradó en lo más mínimo el uniforme seleccionado por el anfitrión, pero mi opinión era inválida porque me pagaban por lucirlo. Me puse en pie para alcanzar las puertas del armario donde guardaban las perchas repletas de chaquetas. Estaban etiquetadas porque éramos demasiadas chicas y no todas compartíamos talla. Busqué la mía con aire distraído mientras anudaba los dedos en la trenza de espiga que Alexia me había realizado.

Me repetía una y otra vez el motivo por el que había aceptado el trabajo, como si ello fuese capaz de aportarme el coraje y el valor que yo tanto necesitaba.

El gobierno otorgaba becas anuales a los estudiantes con calificaciones sobresalientes —como yo—, pero no cubrían el pago del curso íntegro. Como mis padres no se podían permitir la inversión de más capital en mí desde que mi hermano se mudó a California City para encontrar un puesto de trabajo, yo me he visto obligada a buscar pequeñas ocupaciones temporales en tiendas para compensar el precio excesivo de la matrícula.

Por fortuna, mis padres pensaban que me encontraba en casa de Alexia esa noche y no sospechaban cuál era mi verdadera ubicación. Me puse la chaqueta, la remangué a la altura de los codos para mostrar el brillo que con tanto ahínco me había aplicado y eché un vistazo a la cabellera rubia de Alexia. Ella seguía ensimismada con el pintalabios, buscaba el ángulo que le permitiera deslizar la barra escarlata por la parte superior.

—Chicas, es vuestro momento —anunció el coordinador. Asomé la cabeza por las cortinas que separaban el salón de festejos de la sala trasera. Al otro lado distinguí hombres. Muchos hombres. Incluso me atrevería a afirmar que ninguno había llevado consigo la compañía de una pareja.

Svetlana nos había ofrecido el trabajo como ayuda económica, pero también porque nos encomendó una tarea de vital importancia: vigilar a su prometido y evitar que él llevase a cabo acciones de las cuales se lamentaría al amanecer.

—Ya vamos —respondió Alexia.

Conforme salíamos, nos entregaban una bandeja con copas de Martini y de otras bebidas que ofreceríamos a los invitados. Sobre la que me correspondía a mí diferencié una repugnante mezcla de alcohol, en especial de vodka, ron y bourbon.

Sin lugar a dudas, una copa de esos tragos era suficiente para emborrachar a alguien.

El salón había sido decorado por una compañía especializada en despedidas de soltero, así que no me sorprendió ver a una mujer en ropa interior contonear las caderas sobre el escenario; frente a ella se situaba un numeroso grupo de individuos. Pasé de largo, haciéndome camino con muchas disculpas y procurando no perder el equilibrio a causa de los tacones. Globos azulados pululaban de una dirección a otra, lo que significaba un riesgo para las bebidas de mi bandeja, que podrían ser desparramadas sobre uno de los invitados ante el más mínimo error. Las luces de colores se desplazaban a través de un sistema minuciosamente instalado que recorría el techo para perseguir al protagonista de mis pesadillas: Dimitri Ivanov.

El chico, de cabello rubio como caramelo y ojos avellana, encajaba con el prototipo de hombre que revolucionaba las hormonas de cualquier ser humano, hombre o mujer. La mandíbula cuadrada, los labios gruesos y la nariz perfectamente alineada con el resto de sus rasgos sumaban incluso más puntos a su favor.

Yo lo había conocido durante mi estancia en el campamento de verano al que asistí en calidad de alumna dos años antes; el instituto había ofrecido las plazas sin costos adicionales y nadie las rechazó. Por el contrario, Dimitri había participado como el flamante monitor que salvaba a las jóvenes de falsos calambres y ahogamientos. Nunca supe qué lo había impulsado a trabajar allí cuando disponía de la industria de su padre en la palma de su mano.

No volví a ver a Dimitri tras ese increíble mes en el campamento. Inicié la universidad, me centré en mis estudios y me olvidé de su existencia.

Hasta esa noche.

Cuando me detuve por un instante para observar a la multitud, Alexia se situó a mi derecha y me propinó un despistado pero recio empujón. Tuve que aplastar la otra mano bajo la bandeja para que no cayera sobre su uniforme. La fulminé con la mirada para hacerle saber que había estado a punto de costarme una posible expulsión, a lo que la escuché decir:

—La fiesta no está nada mal.

—Si tú lo dices. —Icé el mentón—. Centrémonos en hacer todo bien y a las doce podremos regresar a casa. No veo la hora de que termine. Nunca me ha agradado este ambiente.

—¿En serio vas a seguir ese horario? ¡Vamos! Fue establecido para dar buen ejemplo a la comunidad. La auténtica fiesta comenzará tras la medianoche y será hasta el amanecer.

—Me da igual. Haré lo que vea conveniente para mí.

Alexia se estaba acostumbrada a mi malhumor, detalle que agradecí en esos momentos.

Ella desapareció entre la multitud en dirección al primer grupo de invitados con bocas sedientas de alcohol. Yo imité sus acciones. Tomé una bocanada de aire, aclaré mi garganta y compuse mi mejor sonrisa antes de avanzar.

En cuestión de minutos me vi obligada a regresar al pequeño bar situado detrás del escenario para rellenar las copas. Tras ello, pude retornar a la pista de baile, donde pronto divisé a Alexia entablar conversación con un desconocido. La mezcla de focos de luces y de estaturas entre los invitados me dificultaba la tarea de identificar al forastero, cuya amplia espalda enfundada en una sudadera de los Wild Lions de América destacaba sobre la vestimenta del resto.

El número de relaciones amorosas mantenidas durante mi adolescencia había sido prácticamente nulo. Aún me avergonzaba del lamentoso beso que un chico del último curso me dio bajo el anillo de la canasta del pabellón de educación física. Detestaba la idea de iniciar un romance en la universidad pues, gracias a las desastrosas experiencias de Alexia, era consciente de los suspensos que llegarían por las distracciones.

De hecho, fue por culpa de mi ensimismamiento que me distraje.

Cuando hice el amago de recuperar mis paseos por la pista para repartir las bebidas, un cuerpo que caminaba en dirección contraria a la mía impactó contra la bandeja repleta de copas. Ahogué una exclamación tras percibir la frialdad de los líquidos sobre mi antebrazo. No sé de dónde extraje el equilibrio para impedir que las copas restantes no se precipitasen también. Por fortuna, no ensucié mi uniforme, solo noté el alcohol desparramado en la parte superior de mi brazo.

—Lo lamento —me disculpé—. He perdido la noción del...

Centré mis ojos azules en el rostro asombrado de Dimitri, cuya amplia mano se detuvo a mitad de camino entre la bandeja ladeada y su cuerpo. Probablemente pretendía ofrecerme su ayuda en el caso de que las bebidas, ante el choque, no hubieran sido las únicas que acabaran desparramadas por los suelos.

—Catherine Miller —me llamó—. Has cambiado desde la última vez.

—Para bien o para mal, todos pasamos por la fase de pubertad.

—Has crecido dos palmos, como mínimo —continuó con su estudio. No se percató de mis ansias por escabullirme a la parte trasera del local—. Nunca hubiera apostado que te encontraría en un lugar como este. —Bajó la vista hacia mi vestimenta—. Por lo que aprecio, parece ser que te he contratado. Aunque, si te soy sincero, no recuerdo que tu nombre figurase entre el papeleo. Y créeme, no lo hubiera olvidado.

—Svetlana quiso que participase en una misión encubierta —respondí, me estaba poniendo histérica—, la cual te incluye. — Traté de identificar a mi amiga, necesitaba huir—. Creo que te haces una idea de cuál es mi cometido.

—Por supuesto. —Estalló en carcajadas.

Sus dientes blanqueados y alineados quedaron a la vista cuando la constante risa escapó de su garganta. Algunas arrugas se formaron en las comisuras de su boca, aunque, en lugar de envejecerlo o afearlo, favorecieron a su aspecto. Muchas mujeres coincidían en lo siguiente: algunos hombres parecían estar hechos de vino. Cuanto más tiempo transcurría, mayor atractivo ganaban.

Y Dimitri era uno de esos.

—No te preocupes. Soy un hombre comprometido con el amor. Sé dónde están mis límites, Catherine. —Relajó la tensión en sus hombros, que decayeron unos centímetros, pero mantuvo la sonrisa ladeada y pícara.

—Me alegro de escuchar eso. Si me disculpas...

Ubiqué la bandeja sobre la mesa más próxima y me distancié. Mantuve las manos apretadas en mis costados y la vista puesta en los zapatos que se paseaban de un lado a otro. No supe identificar si mi nerviosismo acarreó la caída de las bebidas o la intervención de Dimitri. Independientemente de la causa, precisaba de unos minutos en un área tranquila para sosegarme.

Pronto localicé mi rincón idóneo en los vestuarios; me encerré en uno de ellos en compañía de agua y de unos paños que humedecí para restregarlos sobre el alcohol pegajoso de mi brazo. Entre todos los presentes en el lugar, tenía que ser yo quien se topara con él. Las probabilidades eran infinitas, teniendo en cuenta el número de invitados y, como si el destino me odiase, optó por ponerlo en mi camino.

Intenté recomponerme lo más veloz posible. No podía permitir que un fantasma del pasado me desmoronase.

Las horas transcurrieron más rápido de lo supuesto, pero la noche no cumplió con mis expectativas originales.

Pasadas las dos de la mañana, nuestro turno había acabado y éramos libres de hacer lo que nos viniese en gana. Y, como no podía desembarazarme del tonto incidente, lo comenté con Alexia, quien insistió en que probase una copa. Al principio rechacé su ofrecimiento y aparté el vaso de vodka que ella intentaba poner en mis manos. Sin embargo, y pese a la voz de mi conciencia que me repetía lo mal que terminaría la noche, lo acepté e ingerí un primer vaso al que pronto le siguió otro. Y otro. Y puede que otro más.

Levanté el chupito de la barra de madera. La superficie estaba tan sucia que mis brazos quedaban adheridos a ella, pero ese detalle pareció no incomodar al coro de individuos formado a mi alrededor: su ocupación era la de animarme para que ingiriera el número catorce.

Había consumido tanto que mis labios estaban adormecidos.

Largué una risotada y acompañé al resto de las exclamaciones mientras alzaba las manos en el aire para celebrar algo sin sentido.

—¡Caramba! ¡Menudo aguante! —Alexia palmeó mi hombro—. Catherine, me enorgullece que tu hígado y tu estómago sean capaces de continuar trabajando pese a todo lo que tu cuerpo contiene, pero deberías parar ya.

—Fu-fuiste tú qui-quien me-me animó. —Quise articular las sílabas de una sentada, sin embargo, me trabé en cada una de ellas—. Me si-siento es-estu-estupendamente. ¡Puedo co-comerme el mu-mundo!

—A este ritmo terminarás en el hospital, Catherine. Lo digo en serio. Mi amiga cernió los dedos en torno a mi antebrazo y me obligó a soltar el chupito. Un calambre me recorrió la extremidad y, aunque no dolió tanto, exageré a causa de mi inmensa borrachera. Debido al tembleque en mis piernas, a la altura de los tacones y a mi estropeada visión —más borrosa que otra cosa— tardamos casi catorce minutos en atravesar el pasillo formado por los entristecidos espectadores. Alexia se cercioró de que nadie nos seguía, cerró la puerta tras nosotras y me forzó a tomar asiento sobre una de las sillas.

—¿Có-cómo es po-posible que yo esté bo-borracha pe-pero tú no? —La señalé, o eso pretendí.

Había más de dos copias de Alexia frente a mí.

—He sido más sensata. —Me acercó un vaso de agua a la boca.

Bebí los sorbos que mi cuerpo me permitía sin vomitarlo y limpié las gotas que resbalaron por mi mentón.

—Llamaré a un taxi para que nos lleve a la residencia. Tus padres te encerrarían de por vida si apareces así por casa —añadió ella.

—¿Qué? —negué rápidamente—. No, ni ha-hablar.

—Eres incapaz de pronunciar una sola frase sin tartamudear.

—Mentira.

Mi actitud infantil la sacó de quicio, o eso supuse cuando me percaté de que arqueaba las cejas y ponía los ojos en blanco. Ya había consumido alcohol con anterioridad, en reuniones familiares y en fiestas de cumpleaños, pero solo esa noche perdí el control de mis actos.

Alexia buscó en su teléfono los célebres Remedios de la abuela —así se llamaba la página web— para reducir la borrachera en cinco minutos o menos. El método que estaba a nuestro alcance era el del agua. Con el alcohol, el cuerpo se deshidrata y una buena manera de espabilarme era consumiendo varias botellas. Quise tomarlas, pero tenía el estómago tan cargado y dolorido que necesité detenerme.

Pasados tres cuartos de hora, me calmé lo suficiente como para poder hablar y comportarme como un ser humano. De hecho, la borrachera había disminuido considerablemente y me consideraba capaz de pensar y de actuar como de costumbre. Me negué a que Alexia me acompañase porque supe que se estaba divirtiendo y que cuidar de mí no encajaba en sus planes. Yo había sido la que se había excedido, no ella. Mi amiga no tenía la responsabilidad de vigilarme; yo ya era adulta y sabía lo que me convenía y lo que no.

Cuando abandoné la fiesta con la idea de regresar a la residencia, el aire gélido que asolaba las calles de Manhattan me ayudó a suavizar los escasos mareos que quedaban, los cuales remitían poco a poco gracias a los trucos caseros. La brisa de febrero era lo suficientemente helada para asesinar a cualquiera… O no, quizás he exagerado un poquito.

—Llámame en cuanto llegues a la residencia. Dúchate, quítate el hedor a alcohol y duerme —ordenó mi mejor amiga mientras acomodaba el cuello de mi chaqueta—. Me parece mala idea que vayas sola. Todavía no eres del todo consciente de...

—Alexandrina, estaré bien.

—No me llames así. —Ella sonrió pese a sus palabras.

Alcé una mano para llamar al primer taxi que circulase por las solitarias calles neoyorquinas; quería demostrar que, si era capaz de buscar mi propio vehículo, también lo sería para llegar sana y salva al dormitorio.

En ocasiones, mi amistad con Alexia se asemejaba a un parentesco de madre e hija. Solía ser yo quien la ayudaba a disminuir sus vómitos o a aferrarle el cabello luego de las fiestas a las que tanto adoraba asistir. Una sonrisa se dibujó en mi cara por un recuerdo inesperado, pero puse los pies sobre la tierra cuando el taxi se detuvo en el bordillo.

Mi amiga me entregó dinero suficiente para el trayecto y aguardó a que yo abriese la puerta del vehículo para desaparecer otra vez en el interior del local.

El conductor —un hombre con bigote blanquecino y boina de cuero— abrió su ventanilla y me preguntó por la dirección a la que me dirigía. Todavía en la acera, abrí la boca para responderle, pero volví a cerrarla cuando sentí sobre mi hombro una mano mucho más cálida y suave al tacto que la puerta que yo sostenía.

—Yo te llevaré a la residencia. Mi conciencia no me permitirá dormir sabiendo que he arruinado parte de tu noche después de nuestro choque. —Dimitri se hizo a un lado y extrajo varios billetes de su bolsillo, ofreciéndoselos al conductor—. Gracias por sus servicios, pero no los necesitaremos.

—Ojalá hubiera más americanos como usted. —Me pareció oír a modo de respuesta.

—En realidad soy ruso, pero no hay de qué.

Enderecé la espalda, cerré la puerta del taxi y me abracé a mí misma. Sin decir nada, seguí los movimientos de Dimitri, desde los más inocentes —como sus intentos por extraer las llaves del bolsillo de su pantalón sin arrojar la cartera ni el teléfono— hasta los que realizaba sin darse cuenta —como, por ejemplo, fruncir los labios por la dificultad o la aparición de una pequeña y gruesa vena en su frente—. Había olvidado que su acento no correspondía al característico inglés. Su familia, «los Ivanov de Manhattan» —como muchos les decían— procedían de Rusia. Si mi memoria no fallaba, creía recordar que causaron un gran revuelo cuando abrieron sus industrias en el país porque sus ventas machacaron por completo a las fábricas americanas.

—Seguro que estás más borracho que yo –afirmé.

—Lo cierto es que he bebido relativamente poco, si lo comparamos a lo que estoy acostumbrado. —Hizo que la llave plateada girase en su dedo índice y señaló el Mercedes rojo aparcado en el callejón—. Estoy genial. Yo no he roto el récord de chupitos esta noche. Me sonrojé y me deslicé en el interior del coche. El cuero blanquecino se deslizó bajo las palmas de mis manos como si perteneciera al pelaje de algún animal exótico; el distinguido y moderno chisme de radio brillaba sin necesidad de que un foco incidiera en él mientras que el espacio que separaba el asiento del salpicadero era tan amplio que podría estirarme y dormir plácidamente. El medallón en forma de espejo que pendía del retrovisor se agitó un poco cuando Dimitri abrió la puerta para ocupar el lado del conductor. El objeto de estructura ovalada giró sobre su propio eje, ahí distinguí la fotografía de una mujer rubia pegada a un lado. Tuve que aferrarme la mano para no tocarlo. Habría sido de mala educación si lo avasallaba a preguntas cuando ni siquiera estaba segura de si me mantendría en pie hasta alcanzar la residencia.

—Estás huyendo de tu propia fiesta —comenté una vez que el coche se adentró por las avenidas —. ¿Te parece insuficiente el número de strippers a medio desnudar que había en el salón? —inquirí—. Se supone que deberías gozar de tu última noche como soltero.

—No es la última. —Centró la mirada en mí por algunos instantes—. Fechamos la boda para dentro de cuatro o cinco fines de semana a partir de hoy. Mi padre se está encargando del papeleo que me corresponde en las industrias, por lo que no encuentro dónde invertir mi tiempo más que en celebraciones. —Se encogió de hombros—. Lo cierto es que no debería descuidar mi puesto en la universidad. Rara vez contratan a profesores tan jóvenes como yo.

—Lo peor es que hablas en serio —mascullé.

Dimitri ensanchó su encantadora sonrisa y deslizó una mano hacia el freno de mano, que quedaba a unos centímetros de mi muslo. Observé las calles pasar y me perdí en mis propias reflexiones hasta que intercepté el inmenso complejo de residencias a una manzana de mi posición. Los prados verdosos, las farolas de bombilla cálida y el relajante sonido de las fuentes conformaron una imagen que, sin lugar a dudas, podría confundirse con la de una postal.

Aparcó en el primer estacionamiento que halló vacío y apagó el motor.

—Dale las gracias a Svetlana de mi parte —anuncié.

Abrí la puerta y me precipité al suelo tan pronto como puse un pie en la acera. Me había olvidado del incómodo calzado que continuaba comprimiendo mis dedos, por lo que mis tobillos se torcieron de mala forma y acabé con las rodillas aplastadas y magulladas sobre algunas piedrecitas. Gracias al impulso de mis manos impedí que me diese de bruces en el suelo.

Dimitri se apeó entre sonoras carcajadas y se aproximó.

—Vamos, Cathy. Ponte de pie. —Extendió las manos hacia mí.

—¿Cómo me has llamado? Me negué a aceptar su ayuda.

—Ya me has oído.

—Lo sé, pero la última vez que te dirigiste a mí de esa manera fue en el campamento, y el motivo era que no conocías mi nombre.

—Presumes de buena memoria para estar borracha.

—Lo estaba hace una hora —me defendí.

Dimitri mantuvo su brazo estirado hacia mí y esperó a que mi actitud de niña malcriada desapareciera.

Sacudí mis manos antes de posarlas sobre las suyas para me impulsara hasta quedar a escasos centímetros de él. Las plumas de mi trenza estaban pilladas en las chapas que adornaban la chaqueta y me generaban molestos tirones de pelo.

—Estúpido atuendo —farfullé—. Has elegido lo más expuesto que encontraste.

Traté de deshacerme del recogido con mis temblorosos dedos, pero me detuve a mitad del proceso, y no porque yo quisiera hacerlo: Dimitri había retirado mis manos para quitar las plumas. Estudié su rostro durante los minutos que permanecimos en silencio y expulsé el aire que retenía con mi característica lentitud. Gracias a la cercanía, pude percatarme de detalles que en la fiesta no hubiera atisbado: él mantenía la mandíbula tensa y el ceño fruncido, y si la vena de su frente era insuficiente, distinguí otra al lado derecho, en la sien. Sus ojos, oscurecidos por la penumbra, pasearon por mi cara, pues notaba mi vista puesta en él y le picaba la curiosidad. Cuando la última pluma cayó al suelo, comenzó a desenredar la trenza. Los cabellos cobrizos y rizados se asentaron sobre mis hombros. Allí me recordé qué acciones debía llevar a cabo si deseaba tomar una bocanada de aire.

—Ha sido nuestra peor idea —susurró.

—¿El qué? —Fruncí el ceño, sin comprender la situación.

—Lo que vamos a hacer, Cathy.

Dimitri pasó un dedo por mi labio inferior para preparar el terreno que sus labios besarían a continuación. Plasmó su boca contra la mía con tanta timidez y delicadeza que, en un principio, me costó creer que fuera él quien me besaba. E incluso llegué a pellizcarme el muslo para comprobar si era realidad. Él se arrimó a mi figura y deslizó las manos por mis pómulos. Sostuvo mi rostro e intensificó el beso.

Abrí la boca para despedir un discreto suspiro de placer, acto aprovechado por él para invadirme con su lengua. Las alarmas de advertencia sonaron en mi cabeza, pues mi mente exigía que me detuviera mientras mi cuerpo suplicaba por otro roce más. Nos distanciamos momentáneamente y nos contemplamos. Supe que no era lo correcto, que estaba mal. Y, a juzgar por la manera en la que él me devolvía la mirada, Dimitri opinaba lo mismo. Sin embargo, no retrocedí para que no volviera a besarme ni él comunicó que regresaría a su vehículo. En lugar de los actos morales correctos, anudé los brazos en torno a su cuello mientras él deslizaba los suyos bajo mi trasero, y me alzaba del suelo. Rodeé su cintura con mis piernas y, apretada a él como un koala, lo insté a que caminase al interior de la residencia.

Percibí el gotelé de la pared contra mis omóplatos cuando Dimitri me apoyó contra el muro para extraer las llaves de mis bolsillos. Supe que tenía experiencia en esto porque no apartaba la lengua de mi cuello mientras atinaba la llave en la cerradura del pomo. Recé para que ningún estudiante saliese de los dormitorios y nos encontrase in fraganti en mitad del pasillo pues, de lo contrario, nos convertiríamos en la novedosa comidilla del campus universitario. Pronto estuvimos resguardados en la seguridad de la habitación. Dimitri me puso en el suelo y aplastó su frente contra la mía. Su respiración era agitada, tanto o incluso más que la mía, y no dejaba de mirarme, como si esperase mi rechazo. De nuevo, mi conciencia repitió que este comportamiento era inadecuado, más bien, impropio de mí. Pero lo deseaba. Maldición, quería hacerlo más que nada en el mundo, especialmente con esa persona que ya había entrado en mi corazón en una ocasión. Machaqué los consejos que esa vocecilla trataba de darme, unos que posteriormente deseé tener de regreso, y me apresuré a desabotonarle la camisa. Imaginé el tipo de calidez que sus pectorales poseerían, la suavidad de la musculatura en su vientre y el roce de mi piel desnuda contra la suya.

Y Dimitri lo hizo realidad.

Los latidos de mi corazón me privaban de la respiración y él se percató de mi nerviosismo. Desnuda a merced de su cuerpo, que escalaba sobre el mío, me recordé que había llegado hasta aquí porque ambos lo quisimos. Su rostro quedó a mi altura de nuevo y escuché el ruido del condón que se acababa de colocar. Yo era virgen hasta la médula en este sentido, nunca había estado desnuda en presencia de otra persona. Y, para mi agradable sorpresa, el hecho de que Dimitri besase mis senos, humedeciera mi cuerpo y acariciase la zona prohibida, no me avergonzó ni me provocó deseos de huir.

El dolor fue estremecedor e insoportable al comienzo. Mis uñas se hincaron en sus brazos y Dimitri tuvo que silenciar mis pequeños jadeos con algunos besos. Se comportaba de manera cariñosa y comprensiva: detenía el avance cuando yo lo pedía, me susurraba al oído que las molestias cesarían y me guio para que yo fuese tan partícipe como él en los actos.

Entonces, se produjo el error que me llevó hasta el cuarto de baño la semana siguiente, con un test de embarazo en mis manos.

Desconozco qué tuvo la culpa: pudo haber sido por la fogosidad de los movimientos —teníamos prisa ante el temor de ser descubiertos—, que el condón estuviera mal puesto desde el principio —a oscuras en mi dormitorio, con la única luz procedente del exterior, no se veía demasiado— o que se rompiera instantes previos a que Dimitri terminase. No importa qué haya sido.

Las consecuencias fueron el problema.

Me obligué a abandonar el baño para evitar que mi mente terminara de revivir la escena. Acalorada, con las mejillas ardiendo como si un hierro al rojo vivo las presionara, regresé a la habitación donde Alexia esperaba a oír mis buenas o malas noticias.

—Catherine —reprochó y puso las manos en sus caderas.

—Estoy embarazada —confirmé.

Mis ojos se anegaron en lágrimas, rompí en llanto mientras Alexia me estrechaba entre sus brazos y emitía pequeños gritos de alegría. O eso supuse. Al principio, no estábamos seguras de si era demasiado pronto para que el test de embarazo reconociese la hormona que debía dar positiva o negativa, pero al leer las instrucciones descubrimos que la prueba era efectiva a partir del sexto día de la supuesta fecundación.

—¿Qué voy a hacer ahora, Alexia? —pregunté.

—Seré tía. —Sus ojos resplandecieron por la emoción.

—Déjate de tonterías, por favor —supliqué, con las manos apoyadas en sus hombros—. Necesito de tu ayuda. ¿Cómo terminaré el curso? ¿Cómo les diré a mis padres que han dejado embarazada a su hija? Peor aún, ¿qué demonios voy a contarle al padre del bebé?

—Un momento. —Ella hizo una pausa—. ¿De quién se trata? Tragué saliva y me mordí el labio inferior antes de pronunciarlo:

—Dimitri.

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