Hace tres meses y dieciséis días, mis padres tuvieron la brillante idea de que cambiarnos de nuestra antigua casa sería la solución a todos nuestros problemas —el despido nefasto de mi padre en el trabajo—, sin embargo, estábamos en la misma miseria que en aquellos días. Tuvieron que cambiarme de colegio para que mis estudios no culminaran antes de siquiera poder graduarme. Al principio me rehusaba a perder a todos mis amigos, pero un nuevo año lectivo estaba por empezar y no había mejor excusa que esa para eliminar todas mis redes sociales, empezar desde cero y quedarme en el anonimato.
El primer día fue la peor de todas mis experiencias. Había llegado tarde a clases porque se pinchó un neumático, y tuvimos suerte de que me dejaran entrar. Luego, no podía encontrar el salón, y tuve que preguntarle a un chico, que, así como yo, había llegado tarde.
—Hola, disculpa... —dije con mi voz aturullada.
—¿Hola? —preguntó confundido.
—No lo encuentro —le enseñé el papel con el número de salón y el nombre de la profesora.
—Es el mismo salón que el mío.
Sonreí. Aunque no iba a estar sola, no me sentía preparada para tener un nuevo amigo.
—Entonces, ¿cómo te llamas?
—Aarón —me cogió de la mano sin pensarlo y me llevó hasta el salón. Notó mi incomodidad y me soltó—. Lo siento, es solo que estamos algo atrasados...
—No pasa nada, me llamo Isabel...