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En el corazón herido del Perú, donde la tierra aún guarda el eco de balas y zorzales, WAQASPA nos sumerge en el relato confesional de José Humberto Paz Hernández, un hombre que fue niño, víctima, soldado ideológico y finalmente sombra de sí mismo. Años después del atentado de Tarata, José se encuentra en una cafetería limeña con Martín, un viejo amigo de infancia, sin saber que ahora es policía. Lo que empieza como una conversación íntima se convierte en una revelación perturbadora: José fue el encargado de organizar uno de los actos más trágicos del conflicto armado interno. Con una prosa lírica, visceral y de una fuerza testimonial arrolladora, esta novela explora el dolor, la memoria y la culpa en una sociedad que aún no sabe cómo perdonar. Es una historia de pueblos olvidados, de madres que lloran en quechua, de niños que cantan al borde de una sequía. Pero también es un grito contra el olvido y una súplica por no repetir lo vivido. WAQASPA no es solo una novela. Es una herida abierta que canta.

Capítulo 1 El adobe

Sollozaban llantos desde el rincón del

machimbrado que cumplía como pared. Las

piedras del río chocaban con furia contra la

sangradera, tan bruscamente, tan escalofriante,

como aquel momento en que te volví a ver.

-Hace mucho que no escuchaba de ti-dijo

Martin Callañaupa, un viejo amigo de la

infancia.

Recuerdo claramente la primera vez que lo vi:

tenía unos brazos tan delgados, que parecían los

brazos de un niño con leucemia, frente a toda la

clase. En aquel salón se respiraban susurros y

fisgoneos perspicaces.

Admiraba mucho a Martín. Era bruto, arrogante

y vulgar. En mi juventud quizá esas actitudes

abruptas eran una forma de mostrar fortaleza,

una estrategia para parecer popular en la

secundaria. Martín no era inteligente ni

estudioso; era alguien que parecía haberse

quedado atrapado en un tiempo pasado. Sin

embargo, era una buena persona... o al menos,

lo era conmigo.

¡Fuera, mierda! -gritó mi madre al escuchar

un crujido entre los pastos.

La herencia de mi abuela era una chacra

abandonada: tierra yerma, sembríos inútiles,

recuerdo marchito de lo que alguna vez tuvo

vida.

-¡Fuera, mierda! -repitió, agitando el chicote,

que le hacía fricción en las yemas.

-¿Qué quieres, mujer? -respondió aquel que

se hacía llamar mi padre, borracho como

siempre.

¡Fuera, mierda! -gritó mi madre al escuchar

un crujido entre los pastos.

La herencia de mi abuela era una chacra

abandonada: tierra yerma, sembríos inútiles,

recuerdo marchito de lo que alguna vez tuvo

vida.

-¡Fuera, mierda! -repitió, agitando el chicote,

que le hacía fricción en las yemas.

-¿Qué quieres, mujer? -respondió aquel que

se hacía llamar mi padre, borracho como

siempre.

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