¿Qué harÃas si un dÃa te dicen que debes convertirte en una princesa... solo porque tienes la cara de una? Elena jamás soñó con coronas, castillos ni cuentos de hadas. Su meta era sobrevivir a los exámenes, tomar café barato y no morir de ansiedad antes de graduarse. Pero cuando la archiduquesa de Luxemburgo desaparece misteriosamente y unos desconocidos la buscan solo porque es su copia exacta, su vida da un giro tan ridÃculo que parece sacado de una serie mala. Ahora debe aprender a caminar con tacones imposibles, memorizar reglas absurdas y fingir que pertenece a un mundo donde cada gesto es calculado. Todo estarÃa más o menos bajo control... si no fuera por Leandro von Falkenhayn: el prometido oficial de la archiduquesa, prÃncipe de mirada afilada, sonrisa peligrosa y cero paciencia para farsantes. Él sospecha. Ella improvisa. Y entre fiestas de gala, secretos de palacio y un beso que nunca debió ocurrir... Elena empieza a perder de vista quién es en realidad. Porque en este cuento retorcido, nada es lo que parece, y el mayor peligro no es ser descubierta... sino enamorarse.
¿Sabes esos dÃas en los que te despiertas tarde, tu café sabe a rayos, tu roommate ha usado tu secador y encima llueve justo cuando decides lavarte el cabello? Bueno, ese fue mi lunes. Aunque para ser honesta, casi todos mis lunes son una tragicomedia digna de Netflix. Solo que este... bueno, este venÃa con un plot twist real al final.
Me llamo Elena Whitmore. Tengo 21 años, estudio literatura en Londres y mi plan de vida es... bueno, no tener uno todavÃa. Me gustan las series románticas, el ramen instantáneo, y evitar toda actividad que implique correr o usar tacones. Asà que imagÃnate mi cara cuando literalmente me llegaron a ofrecer una corona.
Pero espera, no nos adelantemos.
Esa mañana desperté tarde porque apreté "posponer" como cinco veces en el despertador del móvil. Salté de la cama con el cabello como si hubiese dormido en una licuadora y me vestà a toda velocidad, lo cual en mi mundo significa: jeans, sudadera de Hogwarts y unas zapatillas que han visto mejores dÃas.
–¡Lucy! ¿Te comiste mis tostadas? –grité desde la cocina al ver mi plato vacÃo.
–¡No! ¡Eran huérfanas! –me respondió mi compañera de piso desde el baño.
Claro. Huérfanas. Asà les llama cuando me roba el desayuno. Mientras trataba de aceptar mi destino de desayunar aire, mi móvil vibró con una notificación: clase en diez minutos. Perfecto.
Salà corriendo con la mochila colgando de un solo hombro, un cuaderno que no era el mÃo, y la convicción de que probablemente me iban a echar por acumulación de ausencias. En clase, el profesor Hammond me miró como si acabara de soltar una cabra en su aula. No lo culpo, llegué justo cuando estaba cerrando la puerta. Entré tan agitada que mi inhalador se activó solo en mi bolso. Muy elegante todo.
Después de clases, decidà premiarme por sobrevivir el dÃa con una bebida de esas carÃsimas que parecen postre disfrazado de café. Me senté en la ventana de la cafeterÃa de siempre y abrà mi laptop, lista para escribir... o al menos hacer que lo intentaba mientras stalkeaba a mi ex en Instagram (spoiler: sigue saliendo con la chica que parece influencer pero trabaja en una veterinaria. La vida es injusta).
Volvà a casa con los auriculares puestos, cantando en voz alta creyendo que estaba sola en la calle. Spoiler dos: no lo estaba. Un chico me miró raro. Sonreà como si nada, pero por dentro deseé desaparecer.
Y justo cuando me estaba quitando los zapatos en la puerta de mi departamento, pasó.
TOC TOC.
Miré por la mirilla esperando ver al repartidor. O tal vez Lucy habÃa olvidado su llave otra vez. Pero no. Allà estaban dos personas. Un hombre alto con traje negro, gafas oscuras (a pesar de que estaba nublado) y expresión de "sé más de ti que tú misma". Y junto a él, una mujer elegante, pelo recogido, labios rojos y algo que parecÃa una carpeta oficial bajo el brazo.
Tragué saliva.
Abrà la puerta lentamente. –¿S�
–¿Señorita Elena Whitmore? –preguntó el hombre con acento europeo elegante, como esos espÃas en pelÃculas de James Bond.
–Depende. ¿Qué hice?
La mujer sonrió, y no de una forma tranquilizadora. Era la sonrisa de alguien que está a punto de decirte algo que va a arruinar -o mejorar- toda tu existencia.
–Venimos en representación del Gran Ducado de Luxemburgo –dijo ella–. Necesitamos hablar con usted sobre la archiduquesa Amalia Therese.
Parpadeé.
–¿Perdón? ¿Eso es... un paÃs de verdad?
Ambos se miraron.
–¿Puedo pasar? –preguntó la mujer, ya entrando como si mi departamento fuera suyo.
Y fue ahÃ, justo ahÃ, con mi calcetÃn agujereado asomándose, las zapatillas tiradas al lado del felpudo y el café derramado en la mesa, cuando supe que mi vida habÃa dejado de ser normal.
Y lo peor de todo... aún no tenÃa idea de cuánto iba a cambiar.
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