La Resurrección de Ximena

La Resurrección de Ximena

Gavin

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Era la nonagésima novena vez que moría por Sebastián. El chirrido ensordecedor de los neumáticos, el giro descontrolado y el impacto brutal me arrojaron contra el muro, mientras su amante, Valentina, observaba paralizada. Sentí mis huesos romperse y mi aliento huir, pero al ver el alivio en sus ojos por la seguridad de "su luz de luna", supe que no había preocupación por mí. Una vez más, mi sangre manchó el asfalto bajo el sol inclemente, y él, sin pensarlo dos veces, me empujó frente a ella. Cuando desperté en la camioneta, Sebastián, con su desprecio habitual, me exigió disculpas por asustar a Valentina y a "su bebé" que venía en camino, un vientre apenas visible que era su arma. Me ordenó no manchar la camioneta con mi sangre, y al llegar a la mansión, el mayordomo me bañó a presión para no ensuciar las alfombras, mientras Valentina me ofrecía un mango, sabiendo mi alergia mortal. Me pregunté por qué seguía viviendo este infierno, por qué mi cuerpo se negaba a la muerte definitiva. El ciclo de noventa y nueve muertes y resurrecciones, cada una más dolorosa, me había dejado al borde del abismo. Tomé el mango, buscando la muerte número cien, la liberación, pero él, en un acto de furia posesiva, me hizo vomitar, gritando: "¡Tu vida me pertenece!". Mi frustración llegó al límite, pero en sus palabras sobre diseccionarme en un laboratorio para proteger "el bebé de Valentina", encontré una extraña esperanza. Este era el camino.

Introducción

Era la nonagésima novena vez que moría por Sebastián.

El chirrido ensordecedor de los neumáticos, el giro descontrolado y el impacto brutal me arrojaron contra el muro, mientras su amante, Valentina, observaba paralizada.

Sentí mis huesos romperse y mi aliento huir, pero al ver el alivio en sus ojos por la seguridad de "su luz de luna", supe que no había preocupación por mí.

Una vez más, mi sangre manchó el asfalto bajo el sol inclemente, y él, sin pensarlo dos veces, me empujó frente a ella.

Cuando desperté en la camioneta, Sebastián, con su desprecio habitual, me exigió disculpas por asustar a Valentina y a "su bebé" que venía en camino, un vientre apenas visible que era su arma.

Me ordenó no manchar la camioneta con mi sangre, y al llegar a la mansión, el mayordomo me bañó a presión para no ensuciar las alfombras, mientras Valentina me ofrecía un mango, sabiendo mi alergia mortal.

Me pregunté por qué seguía viviendo este infierno, por qué mi cuerpo se negaba a la muerte definitiva.

El ciclo de noventa y nueve muertes y resurrecciones, cada una más dolorosa, me había dejado al borde del abismo.

Tomé el mango, buscando la muerte número cien, la liberación, pero él, en un acto de furia posesiva, me hizo vomitar, gritando: "¡Tu vida me pertenece!".

Mi frustración llegó al límite, pero en sus palabras sobre diseccionarme en un laboratorio para proteger "el bebé de Valentina", encontré una extraña esperanza.

Este era el camino.

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El zumbido del aire acondicionado en el aeropuerto apenas disimulaba el silencio entre Ricardo y yo; nuestro viaje a Oaxaca, planeado por meses como una pre-luna de miel, de repente se sintió como un último aliento. Justo cuando Ricardo me preguntaba si estaba emocionada, con esa sonrisa perfecta suya, vi a Elena. Venía hacia nosotros con su hija Isabella, esa influencer de viajes, la ex de Ricardo, la madre de su única conexión con un pasado que yo intentaba ignorar. La voz de Elena, demasiado alta, anunció que ellas también iban a Oaxaca, y la sonrisa de Ricardo se congeló, aunque rápidamente la transformó en una máscara de sorpresa forzada. Luego, la pequeña Isabella, con los ojos de su madre, se escondió detrás de Elena, mirándome con una evaluación inquietante, no la inocencia de una niña. Elena, con una falsa dulzura, comentó sobre mi atuendo: "Qué bonito tu conjunto. ¿Lo diseñaste tú?". Sabía que lo decía para recalcar que mi profesión era un "pasatiempo caro", algo que mi familia, y a veces Ricardo, creían. Y entonces, sin que yo pudiera procesar la humillación, Elena pidió sentarse con nosotros en el avión, alegando que Isabella "se sentía mal". Ricardo, en lugar de poner límites, solo miró a la niña que convenientemente empezó a toser de forma exagerada, y cedió. Nuestro espacio para dos se hizo añicos, y me encontré sentada al otro lado, una extraña en lo que debería haber sido nuestro viaje de prometidos, mientras Ricardo les ponía caricaturas a Isabella y Elena le acariciaba el brazo. Cuando en el avión me pidieron cambiar mi asiento de primera clase por uno en turista para que Elena y su hija pudieran estar junto a Ricardo, vi la súplica en sus ojos: "No armes un escándalo, Sofía". No dije nada, solo tomé mi bolso y me fui a la fila de atrás, sentándome junto a un extraño, mientras los veía desde la distancia. Vi cómo la mano de Elena descansaba sobre la de Ricardo, cómo él le abrochaba el cinturón a Isabella, cómo reían y murmuraban, creando una burbuja a la que yo no pertenecía. El avión despegó y Ricardo, reclinado con Elena en su hombro, ni siquiera me buscó con la mirada. En ese momento, supe que no era solo el viaje lo que no había terminado antes de empezar, sino mi relación. La humillación continuó en Oaxaca, donde Elena monopolizó a Ricardo, quien ignoró mis diseños para escucharla. Al día siguiente, me desperté sola con una nota de Ricardo: "Fui con Elena a llevar a Isa a un tour... Te amo". "Te amo", la palabra se sentía tan vacía. Entonces lo vi en Instagram: Elena había subido una foto de Ricardo con el pie de foto: "Mío". Y el comentario de mi propio hermano, Diego: "¡Cuñado! ¡Se te ve increíble! Disfruten. Elena, cuídalo bien". Mi propio hermano estaba del lado de ella. El último clavo fue el comentario de Elena, respondiéndole a alguien: "Ricardo dice que Sofía es un poco aburrida para estos viajes, que no le gusta la aventura, jeje". Sentí el aire faltarme, la humillación pública era total. No era solo Ricardo, era mi familia, era el mundo que me había traicionado. Con las manos temblorosas, abrí mi celular y busqué el nombre de Ricardo. Presioné "Bloquear contacto". Y luego, con una sonrisa amarga, cancelé su boleto de avión de primera clase, el que yo le había regalado por su cumpleaños, dejándolo varado. Mi guerra había terminado.

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