La Heredera Vengada

La Heredera Vengada

Gavin

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Capítulo

Diego Navarro, el prometido de mi hermana, me besaba en la oscuridad de su coche, sus manos recorrían mi espalda con una urgencia que me hacía sentir poderosa, susurrando que yo era todo lo que siempre quiso. Una sonrisa amarga floreció en mis labios; una sonrisa que él no podía ver, porque no era para él. Era para mi plan, el que tejí durante diez largos años, en este rancho de Jalisco que apesta a tequila y dinero viejo. Me llamo Elena Mendoza, la hija ilegítima de Don Ricardo Vargas, recogida por caridad, criada para servir. Y ella, Sofía Vargas, "La Perla", la hija legítima, la princesa del imperio tequilero, la dueña de todo lo que yo debería haber tenido. Incluido el hombre que ahora mismo me decía que me amaba. Para tener a Diego comiendo de mi mano, renuncié a una universidad prometedora, me quedé aquí, soportando los desprecios de Doña Guadalupe y las burlas de Sofía. Nadie entendió que era el primer paso de mi venganza, que mi plan era despojarlos de todo. Pero esa noche, la farsa se rompió. Una hora antes, los vi. Sofía y Diego, creyendo que nadie los veía, se encontraron junto a los establos. Desde las sombras, escuché a Diego susurrarle a Sofía: "La tengo justo donde quiero. La pobrecita cree que soy su salvador. La usamos para tener control, y luego la desechamos como la basura que es." El corazón se me detuvo. Yo, la maestra de la manipulación, estaba siendo manipulada. Diego no era mi aliado, era un gigoló buscando poder a través de Sofía, y yo solo una herramienta. El dolor fue agudo, pero duró poco, reemplazado por furia gélida. Más tarde, mientras la familia cenaba, fingí un malestar y me retiré. La puerta del despacho de Don Ricardo estaba entreabierta. Escuché a Sofía insistir en la boda para consolidar su poder, y a Diego asegurar que yo era una "chica simple" , fácil de manejar. Salí de la casa sin hacer ruido, caminando por el sendero de grava que llevaba a la carretera. Mi plan original, usar a Diego para destruir a Sofía, se había hecho pedazos. Pero uno nuevo, más oscuro, comenzaba a formarse. Ya no era solo quitarle a Sofía lo que amaba. Ahora se trataba de aniquilarlos a todos. Recordé el día que me subieron a la barandilla de un centro comercial, a los seis años. Mi madre, desesperada, le gritó a Don Ricardo por teléfono, amenazando con tirarme si no nos ayudaba. Luego, se desplomó. Tenía ocho años. Fui a buscar agua y escuché a Don Ricardo y Doña Guadalupe. "Está hecho. Murió de un ataque al corazón. Nadie sospechará. Era una prostituta, a nadie le importará." "¿Y la niña, qué hacemos con Elena?" preguntó Doña Guadalupe. "Se queda. La bruja dijo que tener a su hija aquí, bajo nuestro techo, aplacará su espíritu vengativo. La enterré al pie de la colina, donde todos pisan, y puse unos zapatos viejos encima, para que su alma nunca pueda levantarse." Mi madre no murió de un ataque al corazón. La asesinaron. Yo no era un acto de caridad. Era un amuleto. Todo mi odio, mi resentimiento, se cristalizó en un propósito letal. No solo los destruiría, haría que desearan no haber nacido. Volví al presente. Alguien llamó a Don Ricardo. Ricardito, su último hijo, su nuevo heredero, había muerto. Sofía confesó haberlo atacado a él y a su madre sustituta, creyendo que yo era la amante de su padre. "¡MALDITOS! ¡LOS ODIO!" el grito de Sofía resonó. Don Ricardo la abofeteó. "¡ESA MUJER ERA TU MADRE! ¡LA MADRE DE RICARDITO! ¡ACABAS DE MATAR A TU PROPIO HERMANO!" En ese caos, yo, Elena, la sombra, la bastarda, vi cómo se derrumbaba el imperio Vargas. La familia que abusó de mi madre, que me hizo un amuleto, que me humilló, estaba ardiendo. Y yo era el fuego. Ahora soy la dueña de todo. Una reina sin trono, pero con un imperio. Dicen que es un cuento de hadas donde la bastarda vence la adversidad. Pero conocen apenas la mitad de la historia. Soy Elena Vargas. Y mi historia apenas comienza.

Introducción

Diego Navarro, el prometido de mi hermana, me besaba en la oscuridad de su coche, sus manos recorrían mi espalda con una urgencia que me hacía sentir poderosa, susurrando que yo era todo lo que siempre quiso.

Una sonrisa amarga floreció en mis labios; una sonrisa que él no podía ver, porque no era para él.

Era para mi plan, el que tejí durante diez largos años, en este rancho de Jalisco que apesta a tequila y dinero viejo.

Me llamo Elena Mendoza, la hija ilegítima de Don Ricardo Vargas, recogida por caridad, criada para servir.

Y ella, Sofía Vargas, "La Perla", la hija legítima, la princesa del imperio tequilero, la dueña de todo lo que yo debería haber tenido.

Incluido el hombre que ahora mismo me decía que me amaba.

Para tener a Diego comiendo de mi mano, renuncié a una universidad prometedora, me quedé aquí, soportando los desprecios de Doña Guadalupe y las burlas de Sofía.

Nadie entendió que era el primer paso de mi venganza, que mi plan era despojarlos de todo.

Pero esa noche, la farsa se rompió.

Una hora antes, los vi.

Sofía y Diego, creyendo que nadie los veía, se encontraron junto a los establos.

Desde las sombras, escuché a Diego susurrarle a Sofía: "La tengo justo donde quiero. La pobrecita cree que soy su salvador. La usamos para tener control, y luego la desechamos como la basura que es."

El corazón se me detuvo.

Yo, la maestra de la manipulación, estaba siendo manipulada.

Diego no era mi aliado, era un gigoló buscando poder a través de Sofía, y yo solo una herramienta.

El dolor fue agudo, pero duró poco, reemplazado por furia gélida.

Más tarde, mientras la familia cenaba, fingí un malestar y me retiré.

La puerta del despacho de Don Ricardo estaba entreabierta.

Escuché a Sofía insistir en la boda para consolidar su poder, y a Diego asegurar que yo era una "chica simple" , fácil de manejar.

Salí de la casa sin hacer ruido, caminando por el sendero de grava que llevaba a la carretera.

Mi plan original, usar a Diego para destruir a Sofía, se había hecho pedazos.

Pero uno nuevo, más oscuro, comenzaba a formarse.

Ya no era solo quitarle a Sofía lo que amaba.

Ahora se trataba de aniquilarlos a todos.

Recordé el día que me subieron a la barandilla de un centro comercial, a los seis años.

Mi madre, desesperada, le gritó a Don Ricardo por teléfono, amenazando con tirarme si no nos ayudaba.

Luego, se desplomó.

Tenía ocho años.

Fui a buscar agua y escuché a Don Ricardo y Doña Guadalupe.

"Está hecho. Murió de un ataque al corazón. Nadie sospechará. Era una prostituta, a nadie le importará."

"¿Y la niña, qué hacemos con Elena?" preguntó Doña Guadalupe.

"Se queda. La bruja dijo que tener a su hija aquí, bajo nuestro techo, aplacará su espíritu vengativo. La enterré al pie de la colina, donde todos pisan, y puse unos zapatos viejos encima, para que su alma nunca pueda levantarse."

Mi madre no murió de un ataque al corazón.

La asesinaron.

Yo no era un acto de caridad.

Era un amuleto.

Todo mi odio, mi resentimiento, se cristalizó en un propósito letal.

No solo los destruiría, haría que desearan no haber nacido.

Volví al presente.

Alguien llamó a Don Ricardo.

Ricardito, su último hijo, su nuevo heredero, había muerto.

Sofía confesó haberlo atacado a él y a su madre sustituta, creyendo que yo era la amante de su padre.

"¡MALDITOS! ¡LOS ODIO!" el grito de Sofía resonó.

Don Ricardo la abofeteó.

"¡ESA MUJER ERA TU MADRE! ¡LA MADRE DE RICARDITO! ¡ACABAS DE MATAR A TU PROPIO HERMANO!"

En ese caos, yo, Elena, la sombra, la bastarda, vi cómo se derrumbaba el imperio Vargas.

La familia que abusó de mi madre, que me hizo un amuleto, que me humilló, estaba ardiendo.

Y yo era el fuego.

Ahora soy la dueña de todo.

Una reina sin trono, pero con un imperio.

Dicen que es un cuento de hadas donde la bastarda vence la adversidad.

Pero conocen apenas la mitad de la historia.

Soy Elena Vargas.

Y mi historia apenas comienza.

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