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.Jennifer.
La decisión fue un corte limpio y radical. No fue una huida, sino una declaración de guerra. Dejo atrás mi vida en los Estados Unidos, marcada por la sombra de mis padres y su intento de forzar un matrimonio concertado. Mi rotunda negativa me costó la llave de casa, pero me dio algo infinitamente más valioso: la libertad. Con la herencia de mis abuelos como único salvoconducto, Rusia, y específicamente Moscú, se convirtió en mi lienzo en blanco. Estudiaría, trabajaría y me costearía la nueva vida desde cero. La ventaja de dominar el ruso hizo que la elección fuese obvia, aunque el costo fuera abandonar el canto, el único sueño puro que mis padres no habían logrado pisotear.
Moscú se reveló ante mí como una ciudad de contrastes brutales, envuelta en una elegancia gélida. Al llegar, me instalé en un hotel de lujo, un refugio temporal mientras asimilaba la magnitud de mi decisión. Todo era impecable, pulcro y, en cierto modo, intimidante. Las personas que me rodeaban parecían personajes sacados de otra realidad, envueltos en abrigos de piel y autos de alta gama. No era mi primer viaje, pero esta vez la experiencia era diferente; la adrenalina de la independencia lo teñía todo.
La soledad nunca ha sido un problema. A mis diecisiete años, y a pesar de la ausencia crónica de mis padres y la indiferencia de mis hermanos, me crie a mí misma. Esa dureza forjada en la autosuficiencia es mi mejor arma para sobrevivir en un país nuevo, sin red de seguridad.
Tres días fueron suficientes para asegurar un excelente apartamento, sorprendentemente cerca de la universidad donde pronto comenzaría las clases. Con la mudanza inminente, tomé el ascensor por última vez, despidiéndome de la opulencia de mi hotel.
Al entrar, me encontré con la única persona a bordo. El aire se hizo denso. Era un hombre imponente, cerca de los dos metros de altura, con una complexión atlética. Su piel, de una blancura casi irreal, contrastaba con su cabello rubio, meticulosamente peinado, y una barba corta y perfilada que acentuaba una mandíbula firme. Sus ojos, de un azul glacial, y el impecable traje de sastrería negra, el Rolex destellando en su muñeca, y una colonia que olía a poder y a peligro, lo convertían en un arquetipo de la élite moscovita.
Noté la lenta, deliberada inspección que me hizo de arriba abajo. Su rostro permanecía inexpresivo, una máscara de hielo, pero en la intensidad de su mirada reconocí el instante en que me catalogó. Soy una experta en la anatomía del deseo masculino, y este hombre, una escultura griega en un traje moderno, no era la excepción.
—Buenas tardes —dijo, su voz profunda y gutural.
—Buenas tardes —respondí, marcando el botón de la planta baja. El suyo, el del estacionamiento, ya estaba encendido.
Su voz resonó en el pequeño cubículo, provocando un sismo en mi estómago. Era áspera, varonil, el tipo de timbre que promete autoridad. Las puertas se abrieron en el lobby y le dediqué una sonrisa coqueta, intencionalmente provocativa. Él no reaccionó más que con una sutil sonrisa ladeada, una mueca que no llegué a descifrar.
Mi coqueteo es mi armadura. Soy atrevida, directa. Mi apariencia no es la de una joven recatada. El cabello rosa intenso, los tatuajes que se asoman bajo la ropa, los piercings y una vestimenta predominantemente negra y sin concesiones, son mi declaración de principios. Me gusta ser sensual, genuina y salvaje. Nunca he tenido una pareja real; solo momentos breves, a menudo con hombres que me tachan de dominante o egocéntrica. No me importa. Es mi forma de mantener el control.
Minutos después, llegué a mi nuevo apartamento. Era modesto, pero mío. La tarde se fue ordenando lo esencial, lo que pude traer conmigo: mi ropa, mis libros y los pocos efectos personales que resistieron el destierro.
El primer día de clases llegó con la promesa de una nueva rutina. El paseo matutino a la universidad me permitió empezar a conocer mi nuevo barrio. Hice una parada obligatoria en una cafetería, pidiendo un café con leche y galletas de avena.
Mientras esperaba, sentí una intensa y persistente mirada sobre mí. Era casi un peso físico. Por decoro, mantuve la espalda recta y no me giré. Sin embargo, al tomar mi pedido y darme la vuelta, lo vi.
Sentado en una mesa junto a la ventana, otro hombre rubio. Este, sin embargo, era diferente. Musculoso y alto, vestido de manera casual y desafiante: camisa blanca, chaqueta de cuero, pantalones oscuros y botas. Sus ojos eran de un negro tan profundo que absorbían la luz, y su aura era de rebeldía controlada. Era la antítesis del hombre de traje del hotel, pero compartían la misma intensidad predatoria.
Aceleré el paso, adoptando mi mejor expresión de desinterés mientras salía, a pesar de sentir su mirada clavada en mi nuca como un dardo.
Llegué a la universidad a tiempo. Al entrar al aula, los murmullos se alzaron. Era la recién llegada, la extranjera con el pelo rosa. Elegí un asiento apartado, un acto consciente de autoaislamiento.
Durante el almuerzo, la cafetería universitaria fue otro campo de batalla visual. Todas las miradas se posaron en mí, y las más desagradables venían, predeciblemente, de las chicas.
—Hola —Una voz interrumpió mis pensamientos. Un chico se sentó sin ser invitado. Era simpático, de facciones suaves—. ¡Wow, me encanta tu cabello rosa!
—Gracias —respondí, sorprendida.
—Soy Alek, estudio administración empresarial. Último año —Se presentó con entusiasmo.
—Jennifer, un gusto —le sonreí. Era la primera muestra de valentía que encontraba.
—¿Qué estudias? —preguntó, genuinamente interesado.
—Diseño de Moda. Acabo de llegar al país, es mi primer día.
—¡Genial! Por eso no te había visto. Eres difícil de olvidar.
Alek era atractivo, pero carecía del filo oscuro que me atraía.
—Podría mostrarte la ciudad —ofreció—. Hay mucho que ver, te divertirías.
—Suena bien.
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