ROMUALDO, EL ESPÍRITU MALIGNO
uno de los rincones, y como si hubiese visto una cucaracha, retiró su vista de mí y se dispuso, junto a los otros tres personeros, a fumar algo hasta más no poder. A veces los tip
mbéciles llevaban encima. Nunca se acordaban de este inocente para comprar para mí algo de comida, unas babuchas que nunca tuve en mis pies, ropa o cualquier cosa que todo niño necesita. Querer un juguete era demasi
y mirando hacia el firmamento, Wilfredo, mi hermano mayor, esperaba que nuestra madre y hermana despacharan a aquellos malandros para poder entrar. Él prefería no presenciar aquello, no por moral ni nada que se le pareciere, sino porque aquellos especímenes eran de una banda rival y si llegaban a tropezarse, se formaría indudablemente una trifu
ció de ello y, quitándose una desgarrada chaqueta a la que nunca le vi estreno, la colocó sobre mi tambaleante cuerpo y apretándome con mucha lástima contra el suyo, hediondo a calle y a andanzas, trató de darme calor. Mi confusión me tiraba de un lado a otro. Él me cargó y me llevó calle abajo hasta donde una puerta se abrió tras dos toques. Al
nable demostración de belleza de aquellas nubes poderosas y enormemente blancas, que se sentían imponentes en medio del tul excelso que parecía el cielo, exteriorizaban. Era en la divinidad de esa tela magnánima que comportaba el firmamento, donde revoloteaban cuales aves mitológicas aquellos celajes que sufrían los embates de los alisios de la época. El rey de