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La serenidad de los olvidados: operación colada

Capítulo 4 Ellos.

Palabras:1938    |    Actualizado en: 08/04/2024

utas de actuación para llevar a cabo las pr

oducirían. A la par, miraba objetos insignificantes de la habitación, ora un bolígrafo descapuchado, ora algunos imperdibles desparramados por la mesa, luego un pendrive que esperaba a ser utilizado junto al monitor del ordenador, y po

rior, y que esta le fuera más útil que la que se frag

paso en falso hasta que todos los cabos

, toc

los antes de entrar en el despacho de Serrano.

sele las pupilas de sus ojos, de común melancólicos, para otorgarle una breve apariencia de atisbo de entusiasmo. Algo,

y se incorporó

cho, ni una cosa ni la otra: ojeras pronunciadas hacían restar a sus ojos claros los rescoldos de suavidad que pudieran qu

noticias, Quino... —estrechá

si displicente. Ambos tomaron asiento y quedaron por unos instant

entitud las miradas se cr

a atrás buscando el respaldo de la silla y cruzó las piernas. Quino, como subyugado por el gesto de su jefe, dijo—: No le estoy diciendo que vaya a desistir... Pero quiero ped

o con toda sinceridad—. Lo que ne

us inquietudes y ganarte su confianza; si no, no podrías esperar que ante una pregunta como «¿y quién vende por aquí blanca?…, que de vez en cuando me gusta darme un homenaje si el día me va bien»; o, «¿quiénes son los carteristas de la zona?, para aprender la técnica por si alguna vez estoy muy desesperado…», te contesten con llanura y de igual a igual. Y aún así, no siempre se consigue… Y menos, si te sientes desmotivado, que es cuando aparec

doy mi palabra de que lo tendrás sea lo que sea. De todas maneras, conoc

daba. Quino conocía a su jefe y sabía que le echaría su brazo sobre sus hombros y adoptó, qué pillín, la po

vamente, echándole su pesad

en dices, hay que pagar un precio. Ese coste lo afrontaremos los dos. No te preocupes —Quino se dejó querer un poco más y movía la cabeza,

ón que hasta ahora podían asegurarle detenciones y

camente. De los cinco que operaban por el centro

eza y sigilo que en menos de un minuto se hacía dueña de su apreciada cartera sin espabilarle la más exigua sospecha. Una vez conseguido su botín se apartaba un poco del lugar y se ubicaba en alguna esquina o soportal donde visualizaba su posible próximo damnificado. De poco más de metro y medio de altura, ojos claros y pelo castaño luminoso, junto con su vestimenta parecida a la de una colegiala, diadema y maleta cruzada al hombro incluidas, cualquiera

aban a mirarlo. Y cuando esto sucedía, cuando una mirada se cruzaba con la suya y la acogía, se suspendía en el aire y en torno a la posible víctima un porcentaje serio/grave de que su cartera, reloj, bolso, etc., «cambiara de dueño». Utilizaba la excusa del «perdido en la ciudad», con la que abordaba al Pavo o Pavos. Eso sí, debían ser f

das de la cárcel por delitos de atracos, robos y estafas, se quiso reinventar adquiriendo una forma de delinquir que pasase más inadvertida. Pero sus toscas manos con los dedos como porrones de botijos hacía que en las mayor

icados, aunque tampoco le hacía ascos a cualquier otro objeto de valor, era contando batallitas de su paso por la Legión. Se hizo legionario voluntario para poder escapar de una inminente condena por robo con intimidación a finales de 1974, por lo que se zampó todo el conflicto de La Marcha Verde. En aquellos tiempos este cuerpo militar era conocido por su alto nivel de disciplina; entre otras sanciones por insubordinación existía el pelotón de castigo que incluía trabajos forzosos. Por lo que es fácil imaginar la cantidad y variedad de sucesos y aventuras que tenía para relatar y, si no, se las inventaba. Se hacía de pequeños corr

sus continuas entradas y salidas de la cárcel, en ninguna ocasión pudieron ser detenidos hasta ahora los dos a la par, por lo que nunca dejab

ra dar con los responsables del menudeo de heroína y

uda, algunas noches más de so

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