El viento de la tarde era fresco, una brisa agradable que anunciaba el final del verano. El cielo, teñido de tonos dorados y rosados, acompañaba la bulliciosa vida de la ciudad mientras los autos se desplazaban por las avenidas iluminadas por los faros y semáforos.
Isabella conducía con una mano sobre el volante y la otra reposando suavemente sobre su abultado vientre. A pesar del cansancio que la invadía, no podía evitar sonreír con ternura. La consulta médica había ido bien. Sus cinco pequeños estaban creciendo fuertes y sanos.
Cinco bebés.
Aún le costaba asimilarlo. Ser madre soltera no había estado en sus planes, pero cuando se enteró de su embarazo, supo que enfrentaría cualquier desafío por ellos. No tenía una pareja a su lado ni una familia en quien apoyarse, pero eso no importaba. Lo único que le preocupaba era darles lo mejor.
Redujo la velocidad al acercarse a una intersección. Justo cuando el semáforo cambió a verde, un destello de luces intensas apareció en su visión periférica. Un estruendo ensordecedor se apoderó del ambiente antes de que su mundo se sumiera en la oscuridad.
—¡Demonios…!
Alexander Blake salió del auto con el corazón martillándole en el pecho. El impacto había sido brutal. Frente a él, el otro vehículo estaba destrozado, su parte delantera hecha pedazos por la colisión.
Se acercó apresurado, sintiendo el peso de la culpa arrastrarlo con cada paso. No tenía excusas. Iba distraído, con el teléfono en una mano y la mente ocupada en reuniones y contratos, cuando pasó la intersección sin notar la luz roja.
Al asomarse por la ventanilla rota, su pecho se encogió.
Una mujer.
Su rostro estaba manchado con un fino hilo de sangre que bajaba por su sien, pero lo que realmente lo paralizó fue su vientre redondeado.
Está embarazada.
La desesperación lo golpeó con fuerza.