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—Violeta, ¿estás aquí? —preguntó una voz desde fuera del dormitorio.
—¡Sí! Un momento —respondió ella, levantándose de la cama.
Violeta estaba a punto de emprender la misión de su vida. No tenía muchas opciones, ya que su padre adoptivo la había llamado para que se encargara de eso.
Mientras repasaba el plan en su mente una y otra vez, no pudo evitar que la ansiedad la invadiera. Se sentía tan mareada por sus miedos y preocupaciones, que podría vomitar en cualquier momento.
Si seguía abrumándose con esos pensamientos, seguro que iba a llorar. No podía permitir que eso sucediera.
Tenía que ser fuerte. Era fuerte. Sólo le faltaba un poco de confianza en sí misma.
Violeta cerró los ojos durante unos segundos, inhalando y exhalando lentamente, tratando de mantener la calma.
Otro golpe en la puerta la sacó de su meditación.
—¡Ya voy! —gritó, molesta.
Abrió la puerta y se encontró con una mujer de su manada que la esperaba impaciente al otro lado.
—¡Por fin! Pensé que habías renunciado o algo así. Vamos. Arden quiere hablar contigo antes de que te vayas —dijo la mujer abriendo paso a Violeta.
Ella cerró la puerta de su habitación y siguió a la mujer hasta la sala de estar.
Arden era el Alfa de la Manada Diamante, y desde que tenía uso de razón, Violeta vivía en su palacio, lo cual siempre le pareció innecesario y estúpido. ¿Por qué tenían que vivir en un lugar tan ostentoso?
Pero nunca se quejó porque, ¿cómo podría hacerlo? Él la había adoptado y cuidado durante sus veintiún años de vida.
Le debía demasiado. Cada pequeña cosa que había aprendido venía de él. Todo lo que le dio a su hija biológica, se aseguró de dárselo también a Violeta.
Arden. Ahí estaba él, esperándola sentado en el sofá, fumando su cigarrillo y mirando hacia la ventana, contemplando la gran luna amarilla que empezaba a asomarse en el cielo.
Era un hombre de mediana edad, con el pelo gris, los ojos azules y una barba de chivo que a Violeta le parecía ridícula. Pero nunca se lo había dicho, por supuesto.
—Violeta, hija mía. ¡Estás aquí! —exclamó el hombre con entusiasmo, levantándose y abriéndole los brazos.
Violeta sonrió y lo abrazó fuertemente.
Tenía sentimientos encontrados ante toda aquella situación, pero se esforzaba al máximo por no demostrarlo.
Después de todo, Arden la había entrenado personalmente, junto a Gwen, su hija biológica, y un chico llamado Lance. Y Violeta había aprendido a no mostrar debilidad ante nadie. Ni siquiera a su familia.
Se quedó huérfana a una edad muy temprana, ya que sus padres habían muerto en un ataque rebelde.
Ella no sabía mucho sobre ese incidente, pero nunca se había sentido muy cómoda para preguntarle a Arden al respecto.
Luego fue llevada a la Manada Diamante, que era un imperio metamorfo muy poderoso que mantenía la ley y el orden en todo el continente de Crescent.
Crescent estaba poblado por metamorfos de lobo y era gobernado en su mayoría por la Manada Diamante.
—Entonces, ¿está todo listo para tu partida? —preguntó Arden, sentándose de nuevo en el sofá.
Violeta hizo lo mismo, mientras algún sirviente le ofrecía un vaso de agua. Ella aceptó amablemente, aunque sentía que lo que entrara en su estómago saldría rápidamente, ya que se sentía muy enferma y nerviosa.
—Sí, creo que sí —asintió, tomando un sorbo del agua, porque el sirviente seguía mirándola y ella no quería que se sintiera molesto ni nada por el estilo.
Le gustaba valorar el trabajo de los demás. Y algo que siempre la sacaba de quicio era cuando alguien no trataba a los sirvientes de palacio de forma correcta y educada.
—Probablemente no necesites que te repita todo sobre esta misión, pero ¿todavía tienes algo que necesites que te aclare? —preguntó Arden aspirando el humo de su cigarrillo.
Violeta negó con la cabeza, intentando mantener la calma y no pensar en lo peor que podría pasar.
—Una vez que pases las puertas del palacio, estarás sola, cariño —continuó Arden—. Tengo fe en que puedes hacer el trabajo, así que no te preocupes. No te pondría en esto si no te creyera capaz.
Violeta le sonrió, aunque sus palabras no fueron muy tranquilizadoras para ella.
No se le ocurría una persona peor para hacer lo que él quería, y por mucho que había intentado persuadirlo antes para que cambiara de opinión, Arden era muy terco. En ese momento, un bullicio llegó desde la puerta del salón, y él dejó de hablar para ver qué pasaba.
Un joven de ojos cafés y cabello negro perfectamente peinado estaba cruzando la sala y se acercaba a ellos con una sonrisa en el rostro.
Tenía una postura muy estricta y llevaba puesto un uniforme militar.
—¡Violeta, todavía estás aquí! —saludó mirándola.
—Hola, Lance —respondió sonriendo mientras se acercaba.
—Lance. ¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Arden pareciendo un poco impaciente por la interrupción.
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