Mi prioridad siempre había sido ser una niña buena. Ir a la iglesia, orar todos los días, sacar solo sobresalientes en la escuela, nada de novios ni contenidos mundanos...
Así me habían educado mis padres, y así fui hasta que cumplí los dieciséis. Fue en ese entonces cuando descubrí que había un mundo más allá de la burbuja en la que siempre había vivido. Un mundo también de dominio y sumisión, pero no precisamente religiosa.
Un mundo que, si bien no te prometía un cielo después de la muerte, te ofrecía algo mucho mejor: conocer el mismísimo paraíso aquí en la tierra.
Todo comenzó una tarde mientras hacía las tareas en la casa de mi mejor amiga, Miriam. Ella era mi única amiga fuera de la iglesia, pero mis padres me permitían relacionarme con ella porque conocían a los suyos y sabían que tenían una reputación perfecta.
El teléfono de Miriam se iluminó sobre la mesa mientras ella estaba en el baño. No quise mirar, de verdad que no, pero la imagen que apareció en la pantalla captó mi atención de inmediato. Ahí estaba, frente a mis ojos, algo que nunca había visto antes: un hombre arrodillado, con las manos atadas a la espalda, mientras una mujer lo sujetaba del pelo.
—Dios mío —susurré, incapaz de apartar la mirada.
¿Cómo era que ella veía ese tipo de cosas? ¿De dónde las había sacado?
Era algo que gritaba pecado por todos lados, y mi corazón estaba latiendo tan fuerte que temí que Miriam pudiera escucharlo desde el baño.
La imagen mostraba al hombre con expresión de éxtasis mientras la mujer le halaba el cabello, obligándolo a mirarla. Había algo hipnotizante en esa imagen, en la forma en que él se sometía de manera voluntaria.
La puerta del baño se abrió de repente y dejé caer el teléfono sobre la mesa como si el simple hecho de tocarlo quemara.
—¿Ya terminaste los ejercicios de matemáticas? —me preguntó Miriam y volvió a sentarse junto a mí.
—Ya casi —respondí con la voz más aguda de lo normal, aunque traté de disimular lo mejor que pude—. Me faltan dos problemas nada más.
Miriam tomó su teléfono y lo revisó rápidamente. Su rostro no mostró ninguna reacción especial. Luego guardó el aparato en su bolsillo y volvió a concentrarse en los libros.
—Alma, ¿te pasa algo? —me preguntó—. Estás muy colorada.
—Es que tengo calor, eso es todo.
Pero no lo era, definitivamente no.
Durante el resto de la tarde, no pude concentrarme. Mi mente volvía una y otra vez a esa imagen. ¿Por qué alguien querría someterse así? Y lo más perturbador: ¿por qué me había excitado tanto verlo?
Cuando llegué a mi casa, saludé a mis padres brevemente y me encerré en mi habitación con la excusa de tener mucho por estudiar. Me senté en la cama, todavía algo inquieta. Entre mis piernas sentía un calor y una humedad que conocía, pero que siempre había ignorado, como me habían enseñado.
Eso era pecado, y el pecado estaba rotundamente prohibido para alguien como yo.