Llevábamos ocho años casados, y yo, Sofía, había perfeccionado el arte de sonreír mientras mi interior se desmoronaba.
Él conducía, con una mano en el volante y la otra revisando mensajes.
"Quiero el divorcio".
La risa seca de Ricardo llenó el auto, desestimando mis palabras como "uno más de mis dramas".
Justo entonces, su teléfono vibró, mostrando un nombre que lo iluminó todo: "Paloma".
La voz joven y temblorosa de su secretaria, llena de lágrimas, salió por el altavoz.
"Ricardo, mi amor, lo siento tanto... No quería que Sofía se enterara así... ¿Está muy enojada? Por favor, contéstame, estoy muy asustada".
La disculpa no era disculpa; era una estaca en el corazón de mi matrimonio, expuesta públicamente.
En casa, un collar de diamantes, frío y ostentoso, fue su patético intento de comprar mi silencio.
Luego, la discusión: "Es por Paloma, ¿verdad? Es una niña, no significa nada", me espetó.
La mención de mi hijo, Mateo, fue un golpe bajo, seguida de su cruel: "¿O qué? ¿Te vas a ir? No tienes a nadie. Tu carrera de arquitecta la dejaste tirada por ser mi esposa".
Mi silencio se rompió: "Hace tres semanas tuve un aborto espontáneo".