El exclusivo salón del club privado era un oasis de lujo en medio del bullicio de la ciudad. Cristóbal Vega, el hombre cuya presencia podía llenar cualquier espacio con autoridad, estaba sentado en un rincón apartado. Frente a él, Isabel Mendoza, con su vestido rojo ajustado y una sonrisa que parecía contener secretos, sostenía una copa de vino como si no tuviera prisa por beberla.
-¿Entonces? -preguntó Isabel, alzando una ceja mientras su mirada se encontraba con la de él-. ¿Vas a rechazar otra buena oportunidad o finalmente vas a confiar en mí?
Cristóbal inclinó ligeramente la cabeza, evaluándola como si ella fuera una transacción más que necesitaba analizar antes de dar su veredicto. La relación que compartían era complicada, pero clara en sus términos: sin promesas, sin compromisos. Isabel lo fascinaba, no porque fuera dócil o complaciente, sino porque era todo lo contrario. Lo desafiaba, cuestionaba sus reglas y, sobre todo, nunca pedía más de lo que él estaba dispuesto a dar.
-Confío en los números, Isabel -respondió finalmente, su tono tan frío como la roca que adornaba su whisky-. Lo demás es especulación.
Isabel dejó escapar una risa suave, la clase de risa que siempre lograba atravesar la coraza de control que él llevaba como una segunda piel.
-Eres insoportable, Cristóbal. Pero supongo que eso es parte de tu encanto.
El tiempo parecía diluirse cuando estaban juntos. La conversación oscilaba entre negocios y comentarios mordaces, entre provocaciones y silencios cargados de tensión. Había algo entre ellos, algo que ambos sentían pero ninguno reconocería en voz alta.
Finalmente, Isabel se levantó de su asiento y rodeó la mesa, inclinándose ligeramente hacia él.
-¿Sabes? Me gusta que seas tan predecible -susurró cerca de su oído, su perfume envolviéndolo-. Pero algún día, Cristóbal, te darás cuenta de que el orden no lo es todo.