Las luces de la oficina se habían atenuado, y el reloj en la pared marcaba las nueve de la noche. Natalia recogía los papeles dispersos sobre la mesa, intentando ordenar su mente tanto como la superficie de aquel escritorio, que horas antes había sido testigo silencioso de uno más de sus encuentros secretos. Su relación con Adrián no era amor, pero tampoco era solo una aventura. Era algo intermedio, una mezcla confusa de deseo y costumbre, y Natalia sabía que, al menos para él, no era más que un acuerdo tácito. Nada más.
Ella había pasado la última semana dándole vueltas a cómo se lo diría. El test de embarazo había confirmado lo que sus síntomas ya le insinuaban, y por más que quisiera convencerse de que podría manejar la situación por su cuenta, una parte de ella sentía que él debía saberlo. Que debía tener, al menos, la opción de ser parte de esa decisión que ella ya estaba tomando.
La puerta del despacho se abrió, y Adrián apareció, ajustándose el reloj en la muñeca. Se sentó en el borde del escritorio y le dedicó una mirada despreocupada, como si lo que fuera a decirle no pesara tanto.
-Natalia, he tomado una decisión -anunció, sin siquiera notar la seriedad en sus ojos-. Han cambiado muchas cosas en la empresa, y parte de esa transformación es reducir personal. Lamento decirte que hoy será tu último día.