En el aniversario de la muerte de nuestro hijo, encontré a mi esposo en nuestra cabaña sagrada con su amante embarazada.
Me envió la invitación a su boda, junto con una grabación en la que me llamaba "contaminada" por el trauma que mató a nuestro hijo, confesando que me había esterilizado en secreto para conseguir un heredero "puro".
Él creía que estaba empezando una nueva dinastía; yo decidí asistir a la boda y reducir la suya a cenizas.
Capítulo 1
Punto de vista de Ivanna Fero:
La primera regla que Hernán y yo establecimos fue contestarnos siempre las llamadas. Siempre. Fue una regla forjada con sangre y desesperación en las calles lluviosas de Monterrey, cuando no éramos más que unos chavos con el estómago vacío y los puños llenos de ambición. Así que cuando el teléfono de mi esposo se fue a buzón por quinta vez en el aniversario de la muerte de nuestro hijo, supe que no estaba simplemente ocupado. Estaba con alguien más.
Cada año, en este día, nos aislábamos del mundo. Sin tratos, sin reuniones, sin llamadas. Conducíamos las dos horas hacia la sierra, a la cabaña junto a la presa, la que compramos con nuestro primer millón limpio. Era nuestro santuario, el terreno sagrado y silencioso donde nos permitíamos llorar por el hijo que nunca pudimos abrazar. Encendíamos una sola vela blanca, nos sentábamos en el porche de madera desgastada y no hablábamos hasta que el sol se hundía en el horizonte, pintando el agua con trazos naranjas y morados.
Era nuestro ritual. Una promesa silenciosa de que, incluso en el silencio sofocante de nuestra pérdida, nunca estábamos solos. Nos teníamos el uno al otro.
Esa mañana, desperté sola en nuestra cama king size, las sábanas de su lado frías e intactas. Un nudo de hielo se formó en la boca de mi estómago. Para el mediodía, sin noticias de él, el hielo comenzó a resquebrajarse. A las tres, era una opresión insoportable en el pecho, como si me faltara el aire.
Lo recuerdo, años atrás, protegiéndome de la navaja de un rival. El acero se hundió profundamente en su espalda, una herida que dejaría una cicatriz permanente e irregular. Se desplomó sobre mí, su sangre caliente contra mi mejilla, y susurró: "Estoy aquí, Iva. Siempre estoy aquí". Y lo había estado. Durante veinte años, Hernán Treviño fue la única constante en una vida definida por el caos. Era mi socio, mi estratega, el arquitecto del imperio que construimos de la nada.
Ahora, simplemente… no estaba.
—Lázaro —dije a mi teléfono, mi voz peligrosamente calmada—. Rastrea la camioneta de Hernán. Ya.
No hubo vacilación.
—Entendido, patrona.
El GPS sonó menos de un minuto después. La sangre se me heló. Estaba en la cabaña. Había ido sin mí.
El viaje fue un borrón de árboles invernales desnudos y cielo gris. Mis hombres, un convoy silencioso de camionetas negras blindadas, flanqueaban mi coche. Sabían sin necesidad de preguntar. Sabían qué día era y conocían la mirada en mis ojos. Era la misma mirada que ponía antes de una adquisición hostil, antes de quebrar a un hombre por traicionarnos. Era la mirada de una reina preparándose para la guerra.
Llegamos al largo camino de grava, las llantas crujiendo como huesos. Vi su sedán negro estacionado cerca del porche. Pero había otro coche, un Tsuru viejo y destartalado, estacionado a su lado. Estaba tan fuera de lugar contra la elegancia rústica de la cabaña que se sentía como un insulto deliberado.
Salí, indicando a mis hombres que se quedaran. El aire era gélido, mordiendo mi piel expuesta. A través del gran ventanal, pude ver un fuego rugiendo en la chimenea. Y entonces los vi.
Hernán estaba de pie junto a la chimenea, de espaldas a mí. Una mujer joven, apenas una adolescente, estaba frente a él. Era pequeña, con el pelo oscuro cayendo en una cascada desordenada por su espalda. Llevaba una de sus camisas, la de cachemira gris suave que le había regalado en su último cumpleaños. Le quedaba enorme en su esbelta figura, las mangas devorando sus manos.
Él extendió la mano y le acomodó un mechón de pelo rebelde detrás de la oreja, su toque imposiblemente gentil. Era la misma forma en que solía tocarme cuando pensaba que estaba dormida. Un gesto tierno y posesivo que siempre hacía que mi corazón doliera de amor. Verlo hacérselo a otra persona se sintió como si tragara veneno.
Ella soltó una risita, un sonido ligero y aéreo que me taladró los oídos. Luego se puso de puntillas y lo besó.
El mundo se inclinó. El aire en mis pulmones se convirtió en ceniza. Esto no era una simple traición. Era una profanación. La había traído aquí. A nuestro lugar. Al lugar de nuestro hijo.