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Modern
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TRECE AÑOS ANTES…

–¡Preparados o no, allá voy!

Alejandra se quitó las manos de los ojos y se dio media vuelta. En el bosque

reinaba un silencio sobrenatural, pero percibía que sus amigas estaban

cerca. Sin dudar, echó a correr, haciendo que la vegetación y las ramitas

crujieron bajo sus zapatillas mientras zigzagueaba entre los enormes pinos.

Agudizó el oído al escuchar una risilla.

Se dirigió hacia el sonido, pero el eco la despistó y solo consiguió sorprender

a una ardilla que estaba ocupada con una nuez enorme. La fresca sombra la instaba a adentrarse en la arboleda. Un rápido vistazo al escondite habitual

de Magy le reveló que solo había hojas. Alejandra ralentizó el paso y estaba a

punto de girarse cuando oyó una voz.

–Un poco mayorcita para jugar al escondite, ¿no?

Alejandra se volvió y fulminó con la mirada al hermano mayor de su mejor

amiga.

–Es divertido. –Resopló con desdén. Habían estado muy unidos, hasta que él

se despertó un día y decidió de repente que no merecía la pena perder el

tiempo con ella. Ya nunca le hablaba ni se colaba en su casa para recoger

galletas de chocolate ni le contaba chistes malos. Parecía que solo le

llamaban la atención las chicas mayores, tontas y con tetas. Claro que, ¿a

quién le importaba? Se negaba a seguirlo de un lado para otro como un

perrito faldero–. Además, tú no lo entenderías. Nunca quieres jugar con

nosotras. ¿Qué haces aquí fuera?

Él se levantó del suelo y se acercó a ella. Miguel Nicolás tenía 26 años y era

un incordio de lo peor. Se reía de todo lo que ella hacía y parecía que tenía

derecho a jugar a ser Dios porque era dos años mayor.

Tenía unas piernas largas y fuertes. El pelo se le rizaba sobre las orejas y por

encima de la frente, con una intrigante mezcla de tonos que iban desde el

castaño claro al dorado. Como los cereales que ella desayunaba, pensó

Alejandra. Una combinación de arroz, trigo y maíz. Su cara era delgada, de rasgos

definidos, con un carnoso labio inferior que siempre la había intrigado. Esos

ojos de color castaño claro tenían un brillo inteligente y con un asomo de melancolía. Alejandra conocía esa tristeza. Era lo único que tenían en común.

Miguel Nicolás era joven rico que se aislaba en su mundo y que parecía no

tener amigos. Alejandra siempre se había preguntado cómo su hermana,

Magy, era tan extrovertida.

–Deberías tener cuidado en el bosque, mocosa. Podrías perderte.

–Me conozco el camino mejor que tú.

Él se encogió de hombros para quitarle importancia al asunto.

–Seguramente. Deberías haber sido un chico.

Le hirvió la sangre al escucharlo. Apretó los puños a los costados y meneó la

cabeza, haciendo que su coleta se agitara.

–Y tú deberías haber sido una chica. Todo el mundo sabe que no te gusta

mancharte las manos, niño bonito.

Un golpe bajo. Que pareció tener efecto, porque se enfadó.

–Deberías aprender a comportarte como una chica de verdad.

–¿Cómo?

–Deberías maquillarte. Arreglarte. Besar a algún chico.

Jamás había malgastado su valioso dinero en brillo de labios. Ya era bastante

difícil comprar algo nuevo, ni que decir maquillaje o perfume.

Alejandra fingió una arcada.

–Puaj.

–Seguro que no has besado a nadie.

Detectó el deje burlón de su voz. Casi todas sus amigas, que tenían catorce

años, ya habían experimentado sus primeros besos, incluida Magy, pero en

su caso la idea siempre le había revuelto el estómago. Aunque antes muerta

que admitirlo delante de miguel.

–Pues sí.

–¿A quién?

–No es asunto tuyo. Me largo.

–¿A que no te atreves?

Dejó un pie suspendido en el aire, sin acabar de dar el paso. El graznido de

un pájaro resonó en las alturas, y Alejandra tuvo la sensación de que había

llegado a un punto de inflexión. Levantó la barbilla.

–¿A qué?

–Demuéstrame que sabes besar.

El estómago le dio un vuelco, se le aceleró el corazón y empezaron a sudarle

las manos. Puso cara de asco.

–¿Besándote a ti?

–Lo sabía.

–¿Crees que me gustaría besarte? ¡Te odio!

–Vale, olvida lo que he dicho. Solo quería comprobar si eras una chica de

verdad. Ahora sé que no lo eres.

Sus palabras le escocieron. Todas las dudas y las incertidumbres que la

consumían salieron a la superficie para confirmar que era distinta. ¿Por qué

no era como Magy? ¿Por qué prefería pintar, leer y jugar con los animales

antes que fijarse en los chicos? A lo mejor miguel tenía razón y era defectuosa.

A lo mejor…

Él hizo ademán de marcharse.

–¡Espera!

Miguel se quedó de espaldas a ella un momento, como si estuviera

considerando su súplica. Se dio la vuelta muy despacio.

–¿Qué?

Alejandra se obligó a acortar la distancia que los separaba y a plantarse delante

de él. Le temblaban las piernas. Sentía algo muy raro en el cuerpo. Como si

estuviera a punto de vomitar.

–Sé besar. Y te… te lo voy a demostrar.

–Vale. Venga.

Miguel ladeó la cadera, adoptando una pose arrogante, como si hiciera eso

todos los días y ya se estuviera aburriendo.

Alejandra recordó lo que había visto en las películas y se inclinó hacia delante.

«No voy a meter la pata. Relaja los labios. Inspira hondo. Ladea la cabeza

para que no nos demos en la nariz. Dios, ¿y si lo golpeo en la barbilla y le

hago sangrar? No, no pienses en eso. Besar es muy sencillo.»

Nada del otro mundo. Nada del otro mundo. Nada del otro mundo…

Sintió el roce ligero y tibio de su aliento en los labios. Echó la cabeza hacia

atrás y se detuvo. Acto seguido, los labios de Miguel rozaron los suyos.

Aunque fue una simple caricia, experimentó un sinfín de emociones. El

contacto de sus dedos sobre los hombros. La dulce presión de su boca. El

olor del bosque mezclado con las tentadoras notas de su suave colonia.

En esos breves segundos él le dio un regalo extraordinario. Le dio alas a su

corazón mientras una extraña felicidad le corría por las venas. Su primer

beso de verdad. ¿Cuántas veces había temido la experiencia, dejándose

llevar por el pánico de que odiaría a los chicos y los besos, y de que no sería

normal? En ese momento ya sabía que era una adulta y jamás volvería a

cuestionar esa parte de sí misma.

Miguel se apartó muy despacio mientras ella abría los ojos. Sus miradas se

encontraron. Alejandra sintió que las emociones la asaltaban como olas agitadas, como si estuviera a punto de descender por la pendiente de una enorme

montaña rusa y la consumieran el miedo y la expectación. Contuvo el

aliento, a la espera.

Miguel tenía una expresión muy rara. La miraba como si no la hubiera visto en

la vida. Por un glorioso instante, atisbó algo en las profundidades de sus ojos

dorados… un ramalazo de vulnerabilidad que él nunca compartía. Sus labios

esbozaron una sonrisilla.

Alejandra le devolvió la sonrisa. Se sentía a salvo. Sabía que él ya no se reiría ni

pasaría de ella. Las cosas habían cambiado. Lo que llevaba tanto tiempo

negando brotó de sus labios de repente, sin pensar y sin tener en cuenta las

consecuencias.

–Te quiero. Algún día me casaré contigo.

No dudó de su respuesta en ningún momento, segura de su amistad y del

beso. Confiaba en él de forma innata, sin reservas. Alejandra esperó que su

sonrisa se ensanchara, esperó que le diera la razón, esperó que su relación

por fin cambiara después de ese beso tan perfecto.

Sin embargo, tuvo la impresión de que algo velaba la cara de Miguel y el chico

al que había besado desapareció.

Entonces él soltó una carcajada.

Alejandra parpadeó, ya que no comprendía su reacción, pero cuando volvió a

mirarlo a los ojos, el hielo se apoderó de su pecho.

–¿Casarnos? Menuda idea, Al. Cuando me case, será con una mujer de

verdad. No con una cría.

Meneó la cabeza con expresión socarrona y desdeñosa, como si la mera idea

pudiera hacerlo reír durante días. Como si pudiera hacer reír a sus amigos. Y

a sus novias de verdad.

Alejandra se quedó plantada en el bosque, incapaz de hacer otra cosa que no

fuera mirarlo con cara espantada, incapaz de soltar una réplica ingeniosa por

primera vez en la vida.

Las carcajadas de Miguel acabaron con una risilla.

–Pero tienes potencial. Con un poco de práctica, lo mismo consigues besar

bien y todo. Nos vemos, mocosa.

Y se marchó.

Alejandra escuchó unas risillas. Horrorizada, se volvió y vio a una de sus amigas

escondida entre los arbustos. Todo el mundo se enteraría.

En ese preciso momento, a punto de convertirse en mujer, tomó su primera

decisión adulta: jamás permitiría que Miguel o que cualquier otro chico la

humillaran de nuevo. El único amor que merecía la pena era el de su familia

y amigas. Los chicos no eran de fiar, y ella era lo bastante lista como para no

necesitar más lecciones.

Se dio media vuelta y salió corriendo del bosque, olvidado ya el juego del

escondite, mientras se preguntaba qué era el dolor que le invadía el pecho.

Por supuesto, todavía era demasiado joven para saber la respuesta.

La comprendió años más tarde.

Le habían roto el corazón.

Necesitaba un hombre.

A ser posible uno al que le sobraran ciento cincuenta mil dólares.

Alejandra perez canul contemplaba en silencio la pequeña fogata que

ardía en el centro de su salón y se preguntaba si oficialmente acababa de

volverse loca. El trozo de papel que tenía en la mano describía todas las

cualidades que quería que tuviera su alma gemela. Lealtad. Inteligencia.

Sentido del humor. Fuertes vínculos familiares y amor por los animales. Unos

ingresos importantes.

La mayoría de los ingredientes ya se estaba cocinando. Un pelo procedente

de un miembro masculino de la familia (su hermano todavía estaba

cabreado con ella). Una mezcla de hierbas aromáticas (seguramente para

concederle a su alma gemela un lado tierno). Y un palito para… en fin,

esperaba que no fuera para lo que se temía.

Tomó una honda bocanada de aire, y después tiró la lista al cubo metálico y

la observó arder. Se sentía un poco tonta por emplear un hechizo de amor,

pero era la única opción que le quedaba y tenía muy poco que perder.

Puesto que era la dueña de una librería independiente emplazada en una

moderna ciudad universitaria en el norte del estado de Nueva York, pensaba

que podía permitirse ciertas excentricidades. Como, por ejemplo, rezarle a la

Madre Tierra para que le enviara al hombre perfecto.

Alejandra extendió el brazo para recoger el extintor cuando vio que las llamas

aumentaban. Al ascender el humo, se acordó de aquella vez que se le

quemó la base de una pizza en el horno. Frunció la nariz, pulverizó con agua

el cubo y alrededor de la alfombra y se fue a buscar una copa de vino tinto

para celebrarlo.

Su madre tendría que vender Tara.

El hogar familiar.

Reflexionó sobre el dilema mientras cogía una botella de cabernet

sauvignon. La librería ya tenía una hipoteca que apenas podía pagar. De

modo que debía sopesar muy bien cómo llevar a cabo la ampliación para

añadirle una cafetería, sobre todo porque estaba a dos velas. Echó un vistazo

por el apartamento de estilo victoriano y tardó poco en llegar a la conclusión

de que no había nada que vender. Ni siquiera en Bay.

Tenía veintisiete años y debería vivir en un bloque de pisos moderno, vestir

ropa de marca y salir con un hombre distinto cada fin de semana. En cambio,

adoptaba perros que recogía el refugio de animales local y se compraba pañuelos con estilo para alegrar un poco su ropa. Creía a pies juntillas que

había que vivir el momento y estar abierta a cualquiera posibilidad. Debía

seguir los dictados de su corazón. Por desgracia, ese estilo de vida no

salvaría el hogar de su madre.

Bebió un sorbo de vino y reconoció que poco más podía hacer. Nadie tenía

el dinero suficiente y, esa vez, cuando llegara el funcionario del Tesoro, las

cosas no acabarían bien. Ella no era Escarlata O’Hara. Además, tampoco

pensaba que su patético intento de hechizo lograra llevar a su puerta al

hombre perfecto.

En ese momento llamaron al timbre.

Se quedó boquiabierta. «¡Dios mío!», pensó. ¿Sería él? Se echó un vistazo a

los pantalones de chándal anchos que llevaba y a la desastrada camiseta, y

se preguntó si le daría tiempo a cambiarse. Estaba a punto de buscar algo en

el armario cuando el timbre volvió a sonar, de modo que se acercó a la

puerta, respiró hondo y aferró el pomo.

–Ya era hora de que abrirás.

Sus esperanzas cayeron en saco roto. Al abrir la puerta, Alejandra se encontró

con su mejor amiga, Magy chan, y frunció el ceño.

–Se suponía que debías ser un hombre.

Magy resopló antes de entrar. Agitó una mano en el aire, cuyas uñas

llevaba pintadas de color rojo cereza, y se dejó caer en el sofá.

–Ya, pues sigue soñando. Asustaste al último con el que saliste, así que no

pienso concertarte otra cita a ciegas en la vida. ¿Qué ha pasado aquí?

–¿Qué quieres decir con que lo asusté? ¡Pensé que iba a atacarme!

Magy enmarcó una ceja.

–Se inclinó para darte un beso de buenas noches. Tú perdiste el equilibrio y

te caíste de culo, y él se sintió como un imbécil. La gente se besa después de

una cita, Al. Es un ritual.

Alejandra recogió los papeles que había por medio, los metió en una bolsa de

basura y después recogió el cubo.

–Le olía el aliento a ajo y no me apetecía que se acercara.

Magy cogió la copa de vino y bebió un buen sorbo. Estiró sus largas

piernas, enfundadas en unos pantalones de cuero negro, y colocó los pies,

calzados con botas de tacón alto, en el borde de la destartalada mesa.

–Si no recuerdo mal, llevas sin acostarte con nadie unos diez años, ¿no?

–Bruja.

–Monja.

Alejandra claudicó y se echó a reír.

–Vale, tú ganas. ¿A qué se debe que me honres con tu presencia un sábado

por la noche? Estás muy guapa.

–Gracias. He quedado con alguien a las once. ¿Quieres venir?

–¿Y acompañarte a una cita?

Magy hizo un moho y apuró el vino.

–Me lo pasaré mejor contigo. Ese tío es un plomo.

–Y ¿por qué has quedado con él?

–Porque está bueno.

Alejandra se sentó junto a Magy en el sofá y suspiró.

–Ojalá pudiera ser como tú, Magy. ¿Por qué no soy tan desinhibida?

–A mí me gustaría serlo un pelín menos. –Magy esbozó una sonrisa

tristona, y después señaló el cubo–. Dime, ¿qué has quemado?

Alejandra suspiró.

–Acabo de usar un hechizo. Para… esto… para conseguir un hombre.

Su amiga echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

–Vale. Y ¿qué pinta el cubo?

Alejandra se puso colorada como un tomate. Magy jamás le permitiría que

olvidara ese momento.

–El fuego era en honor de la Madre Tierra –susurró.

–¡Por Dios Bendito!

–Escúchame. Estoy desesperada. Todavía no he encontrado al hombre de mi

vida y me ha surgido otro problemilla que debo solucionar. Así que he unido

las dos cosas para reducir la lista.

–¿Qué lista?

–Una de mis clientas me contó que se ha comprado un libro de hechizos de

amor y que, después de hacer una lista con todas las cualidades que buscaba

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