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Reina de tres corazones

Reina de tres corazones

Lj. Amesty

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Capítulo

Isabela del Castillo se enfrenta a una situación que le cambiará para siempre su futuro. Un matrimonio arreglado con un rey de una tierra lejana es la última esperanza para la supervivencia de su reino. El amor de su vida le será arrebatado a la fuerza y en su lugar recibirá la venganza y el rencor de un hombre misterioso y complejo con el cual deberá compartir el lecho marital para sufrir un terrible juego de odio y seducción. Mentiras, secretos, intrigas y traiciones pondrán el mundo de Isabela de cabeza, al tiempo que la llegada de un poderoso conquistador prometerá entregarle nuevamente las mieles del deseo. Tres reinos y tres corazones quedarán en sus manos. ¿Podrá Isabela convertirse en la reina que todos esperan? ¿O su espíritu indómito prevalecerá y marcará un nuevo camino para la tierra conocida? ¿Ganara el odio o reinara el amor?

Capítulo 1 Cumpliendo la palabra

Cumpliendo la palabra

Un matrimonio por conveniencia estaba inscrito en su destino. Una decisión política para salvar el futuro del reino le condenaba a renunciar a su verdadero amor sin siquiera considerar su dolor.

El ruido de pasos apresurados, avanzando por el pasillo en dirección a la puerta de su habitación, la despertó de golpe, arrancándola a la fuerza de aquel sueño que le había costado tanto esfuerzo conseguir.

El pesar de tantas ideas dolorosas respecto a ese día que estaba por iniciar le había ocasionado una noche de sueño difícil y pesado, ese día en el que su rostro debía lucir resplandeciente y hermoso, en cambio, iba a exhibir los estragos del trasnocho.

― ¡Isabela! ―gritó Casandra al tocar con sus nudillos la gruesa puerta de roble― princesa, ¿cómo es posible que aún esté durmiendo?

Isabela escuchó con desgano aquel reclamo que le recordaba lo que ella quería olvidar. De a poco y mientras el embotamiento del sueño se disipaba, la realidad comenzaba a abrumarle de manera progresiva y abismal.

Sin darse cuenta, luego de evitarlo tanto, el día que tanto temía y el que al mismo tiempo le despertaba tanta expectación había llegado de golpe y sin darle chance a réplica.

Sus pies descalzos se apoyaron en el piso frío y ese insignificante detalle le llevó a considerar que dentro de poco los prados verdes y los días cálidos desaparecerían de su cotidianidad y, en cambio, pasarían sus días a ser bañados por lluvias torrenciales y vegetación mortecina.

De más estaba decir que el ánimo de la joven princesa del reino de Traines era de todo menos alegre. La pobre caminaba como un animal cuyo destino era la navaja del carnicero.

Cuando la puerta se abrió, Casandra, la criada mayor y encargada de los cuidados y atenciones de la joven princesa, ingresó a la habitación sin pedir permiso, estando casi a punto de arroyar a Isabela, lo que ocasionó un pequeño destello de gracia en la princesa, puesto que Casandra era así: atorada y sin frenos, pero sobre todo era su mejor amiga.

Casandra era cinco años mayor que Isabela, quien para ese momento apenas contaba con diecisiete años, a pocos días de cumplir los dieciocho, sin embargo, las dos chicas sin reparar en las diferencias de su clase social, una era la heredera al trono de Traines mientras la otra era una simple criada, eran inseparables y desde pequeñas habían establecido un vínculo de confianza y amistad que llegaba incluso a incomodar a los más ortodoxos defensores del comportamiento cortesano.

La confianza entre las dos mujeres era tanta que cuando Isabela se enamoró perdidamente de Fernando, la única persona que se enteró del asunto fue Casandra, su confidente fiel. Nadie más podía enterarse de ese amorío y Casandra se lo hizo saber a la princesa, puesto que el futuro de una relación entre una joven perteneciente a la más alta realeza y un general de rango medio no iba a resultar en un devenir positivo bajo ninguna circunstancia, pero a Isabela eso le importaba poco, en su idilio de amor nada importaba más allá de los ojos color cielo de su amado Fernando, llegando incluso a esbozar un plan de fuga que estuvo a punto de consumarse. De no ser por las noticias de los movimientos de las tropas de los Etienos, lo cual puso de cabeza todo el panorama de la tierra conocida, ella para ese momento quizás ya se hubiera entregado en brazos de Fernando en una lejana cabaña en algún lugar de un bosque perdido.

―Casandra deja el apremio que no estoy de ánimo y lo sabes bien ―Isabela cerró la puerta al tiempo que se daba la vuelta para quedar de frente a la criada.

Casandra portaba en sus manos un montón de parafernalias listas para adornar de manera innecesaria la belleza de la princesa, por lo cual Isabela suspiró. No es que ella fuese una mujer de alardes o presunción, pero ella sabía apreciar las verdades que el reflejo de su figura en el espejo le podían decir. Ella adoraba la forma en como los rizos de su cabello del color del otoño caían sobre sus hombros y sobre su pecho para enmarcar su busto de proporciones agraciadas, sus ojos color ámbar que resaltaban por el tono blanquecino de su piel que muchos comparaban con la porcelana siempre habían sido un detalle resaltado por los hombres que la cortejaban y su figura esbelta y de líneas delicadas, que eran una herencia de la figura que su madre exhibió en su lejana juventud, resultaban atrayentes para los miembros jóvenes de la corte real. Sin embargo, la moda y la costumbre dictaban que en una ocasión importante como aquella, Casandra se empeñara en añadir montones de firuletes y adornos innecesarios para adaptar la hermosura de Isabela a los cánones de belleza del momento.

Si Isabela de por sí ya era portadora de un mal ánimo por culpa de lo que estaba por vivir esa mañana, con aquella imposición de vestimenta se completaba para ella un cuadro de desánimo irremediable. Y es que no tenía manera de tener otro ánimo, si su corazón pertenecía a Fernando, de lo cual ella se encontraba convencida, la idea de tener que conocer a otro hombre que bien podía llegar a ser su futuro esposo por imposiciones de compromisos, era algo que nunca iba a ocasionarle agrado en lo absoluto.

―Vamos, princesa, que la corte del señor de Jarre ya debe estar por llegar a palacio.

Casandra se esforzaba por demostrar ante Isabela un ánimo neutral y comedido, pero muy en el fondo ella sufría por la mala suerte de Isabela, que de manera indirecta podría llegar a afectarla también a ella, ya que si el acuerdo de matrimonio se consumaba y la Princesa del reino de Traines, Isabela del castillo, debía desposar al señor de la tierra de Jarre, ella debía acompañar a su señora más allá del gran mar, lejos de su amado Anton. Sin embargo, y más allá de consideraciones personales, Casandra sufría por el dolor de su amiga. La pobre Isabela se encontraba forzada a renunciar a su amor por el joven Fernando para, en cambio, tener que abrazar la idea de casarse con un hombre del que ni siquiera sabía nada más allá de su nombre.

Por eso, antes de que Isabela diera muestras de quebrar su ánimo, Casandra dio un paso al frente y estrechó entre sus brazos a la joven princesa.

Rodeada por la calidez de ese abrazo, Isabela sintió un renuevo en sus fuerzas.

―Sé que no es fácil ―le dijo Casandra con aquella confianza de sentirse hablando con una amiga cercana―, pero recuerda que lo haces por tus padres y por tu reino.

― Lo sé ―respondió Isabela recordando el motivo que le mantenía en pie aún en medio de una situación tan difícil.

―Y recuerda que siempre existe la posibilidad de que el fulano Señor de Jarre sea un anciano que no te cumpla en la cama y lo puedas denunciar por incumplimiento de sus deberes maritales.

El comentario jocoso y desenfadado de Casandra logró el efecto deseado, pues Isabela comenzó a reír al escuchar esas afirmaciones su parte.

―Estúpida… en pocas palabras estás diciendo que prefieres que aparte de me toque casarme con un hombre desconocido, también quieres que sea un anciano decrépito.

Isabela respondió la ocurrencia de su amiga propinándole un jalón de cabello al tiempo que separaban su abrazo. El tiempo apremiaba y aún quedaba mucho por hacer.

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