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Mira más allá

Mira más allá

Andy Díaz

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Capítulo

La vida de Miranda Vander no podría ser mejor: vive en una agradable residencia que dirige su abuelo junto con otras personas que considera su familia, tiene amigos grandiosos, está rodeada de naturaleza y es feliz con lo que tiene. Su cotidianidad se revuelve cuando una nueva familia se muda con ellos y conoce a Ian Lukasiac, un chico amargado, cerrado y muy gris. Ella querrá ser su amiga, a él no podría importarle menos, mas lo que acabará por unirlos es la forma en la que el pasado de ambos comienza a volver para atormentarlos; mientras que Miranda tendrá que desenterrar situaciones familiares complicadas, Ian luchará con el profundo dolor que arrastra desde hace años. Al final, y contra todo pronóstico, serán de vital importancia para que el otro logre superar sus problemas, con un extraño e inesperado romance en el proceso.

Capítulo 1 1

Veo por la ventana del auto como la niebla cubre a lo lejos la cima de la montaña. A esta hora de la mañana, a pesar de que ya casi acaba la primavera, el frio es innegable, haciéndome salir con una chaqueta sobre mi blazer escolar rojo. Seguro a la tarde ya no lo necesitaré, y solo será una carga el resto del día.

Debemos bajar unos veinte minutos para llegar al pueblo, donde se encuentra mi escuela. El trayecto siempre es rápido porque, mezclando la carretera vacía y las conversaciones chistosas con mi mejor amigo, Jake, es imposible que me fije en el tiempo.

—Al fin sales de clases, es un fastidio llevarte y buscarte —comenta él, con una sonrisa en la cara.

—Como si no tuvieras que hacer la misma ruta de todos modos, dramático —bufo.

—Si no estuvieras sería silencioso al menos.

—¿Me estás diciendo que hablo mucho?

—Básicamente.

Miro al frente para notar que ya estamos llegando al pueblo, puesto que ya pasamos las parcelas y entramos a un mundo más junto, con vecindarios y apartamentos. El pueblo no es ni grande ni pequeño, es normal encontrarse conocidos a cada rato a donde sea que vayas. En esto punto, faltan pocas calles para llegar a la escuela, donde por suerte Jake debe pasar para ir a su trabajo.

—Mi abuelo te contó lo de los nuevos inquilinos, ¿cierto? —le pregunto, tocando un tema por el que estoy bastante emocionada.

Desde hace años vivo en una residencia, de la cual es dueño mi abuelo. Con la mayoría de los que viven allí me llevo justo como si de familia se tratara, mas hay otros a los que jamás les he dicho nada que no sea "buen día". Hoy llegan nuevos huéspedes, así que dar una buena primera impresión es mi prioridad. Me gusta llevarme bien con mis vecinos, sobre todo si se trata de unos a los que probablemente veré varias veces al día.

—Sí, apenas me lo comentó ayer en la noche —asiente, sin quitar la vista del camino.

Por supuesto, Jake también vive allí, y gracias a eso somos amigos hoy en día.

—Igual a mí, tampoco me dio muchos detalles —digo mientras reviso las notificaciones de mi teléfono—. Espero que sean agradables.

—Tampoco te ilusiones, no todo el mundo que entra por esa puerta puede ser tan genial como nuestra familia —se encoje de hombros.

—Todos pueden serlo, no todos quieren serlo —le corrijo.

Familia. Como amo esa palabra. El único con quien comparto sangre es con mi abuelo, el resto son solo persona que se volvieron parte de mi vida en el camino. A pesar de que no tenemos razones para ser cercanos, lo somos porque nos queremos, porque, con lo bueno y lo malo de cada uno, logramos encajar. Esa es la esencia de una verdadera familia.

Es irónico, porque vivo desde los doce con mi abuelo, y no porque no tenga madre, o padre, o hermanos, sino por algo mucho más complicado que eso. Soy un extraño caso, una huérfana de mentira, parte de un exilio voluntario por mi propia libertad. Suena muy dramático, ¿eh? Pues eso es solo la punta de un iceberg muy profundo.

—Además, mientras más seamos, mejor —agrego.

—No si se trata de chicos —me mira burlón—. Mientras más chicos, menos Miranda para mí, no puedo soportar eso —sus ojos cafés miran los míos con esa ternura inconfundible.

Cualquiera podría pensar que hay un tipo de romance, pero no lo hay. Nuestra relación es intima, tan fuerte que conocemos los secretos mejor guardados del otro, tan fiel que nos defendemos como un dúo de acción contra los malos. Eso, por supuesto, ha traído a través del tiempo muchas bromas por parte de los demás, y no se les puede culpar, ya que les damos tela para que sigan molestando.

Aun así, mi amigo no duda en tomar esas bromas para hacerlas realidad de vez en cuando, lo que produce risas entre todos con sus intentos de coqueteo, que serían bastante efectivos en cualquier chica que no sea yo. No tengo idea de qué hace que no caiga ante su atractivo indudable y su sonrisa perfecta. Puede que sea el hecho de que, con todo y su físico de modelo, no puedo verlo como algo más que un amigo, uno asombroso.

—Yo nunca te cambiaría por otro chico, a menos que tenga un auto más bonito —respondo a su juego justo cuando llegamos a la escuela.

—¿Qué puede ser más bonito que este bebé? —soba su volante con cariño.

Sí, una camioneta de cabina simple blanca —y sucia— es insuperable.

Me despido de Jake y bajo del vehículo para entrar en la escuela. Este, ni lento ni perezoso, sigue su camino hacia su trabajo de mesero en el restaurante que queda a dos kilómetros.

Los pasillos de la escuela están llenos de un ruido agradable. Gente hablando, pasos, casilleros abriéndose y cerrándose; la verdad el ambiente siempre es algo apagado, menos hoy, al ser el último día. Todos usamos el mismo uniforme: camisa blanca de manga corta, corbata y blazer rojo, y pantalón o falda a cuadros. Nada glamuroso, debo decir.

Me encuentro con Britt y Emily, mis amigas más cercanas y queridas en todo el mundo. Soy el tipo de chica sociable, pero solo ellas dos lograron obtener un lugar dentro de mi corazón. Britt, con sus ocurrencias, siempre dice lo que piensa sin importarle si suela loco. Emily es más como la madre del grupo, ese lado racional y, de alguna manera, la contraparte de Britt, pues su actitud tranquila es casi inquebrantable. Es de las tres la única que se maquilla, y desearía poder delinearme el parpado como ella.

—Vamos al salón, el profesor Mikels dijo que le ayudáramos antes de que el timbre tocara —nos hala Britt hacia la sala de nuestro profesor jefe.

Hoy, como el típico último día del año escolar, en realidad no vemos asignaturas, sino que pasamos el rato en actividades entretenidas como una despedida a la escuela y bienvenida a las vacaciones. La primera hora se ocupa con un pequeño compartir entre compañeros del mismo curso y su profesor en jefe, en la sala del mismo, justo donde nos dirigimos.

—Chicas, ayuden a Niall a poner los bocadillos en la mesa, ese chico se distrae demasiado fácil —menciona el profesor cuando llegamos a su sala.

Nosotras le hacemos caso, al igual que el resto de sus estudiantes, quienes ayudan decorando o sirviendo bebidas.

La hora pasa volando, pues solo es reír y comer juntos. Britt, como es de esperarse, no duda en ponerse a cantar a todo pulmón cuando a alguien se le ocurre la genial idea de poner su canción del momento en las bocinas. Es gracioso que al final todos acabemos bailando o cantando como ella. Típico, mi amiga animando hasta lo ya animado.

El resto del día son cosas como un postre especial en la cafetería —tarta de limón con algunas trufas de chocolate al lado—, la tradicional entrega del anuario, un mini evento de talentos en el gimnasio y, por último, una charla en el auditorio donde los profesores cuentan las mejores anécdotas de todo el lapso escolar. Nunca me canso de esto, de sentir que, como estudiantes, le importamos de verdad a quienes toman cargo de nosotros. Los profesores demostraron en cada momento su interés en ayudarnos, y puede que por eso es muy raro que un estudiante no pase al año siguiente. Esta escuela es grandiosa.

—A los que pasarán al nuevo reto que es la universidad, les deseamos la mayor de las suertes —dice con un cariño notable la directora de la escuela—. Por otro lado, a quienes en unos meses volverán, esperamos que tengan unas grandiosas vacaciones, y que el siguiente año supere con creces a este —concluye.

Aplausos, timbre, abrazos, salida. Así concluye mi último día de clases como estudiante del cuarto año.

¿Qué aventuras me esperarán en el último año?

Supongo que no es momento de pensar en eso.

—Chicas, Jake ya debe estar por llegar, ¿me acompañan afuera? —les pregunto mientras vacío mi casillero, que convenientemente está al lado del de Emily.

—Uh, Jake, divino—babea Britt—. Ya quisiera yo que alguien como él me buscara.

—Eso no responde mi pregunta.

—Eso es un sí.

Ya en la salida, nos apoyamos de la pared y charlamos sobre el ultimo evento del día y el que, de hecho, es más importante: la fiesta de despedida.

—Miranda Vander, te lo advierto, tú llegas a faltar a esta fiesta y te quedarás sin cejas —me amenaza Emily.

No me gustan las fiestas, ni siquiera las tranquilas y semi sanas que hacen mis compañeros por cualquier idiotez que pasa. En esta ocasión, para complacerlas, y para dejarme disfrutar un poco de la cotidianidad juvenil, aseguré que iría. Dudo que vaya a pasarla mal, pero me iré temprano, de eso no hay duda.

—Lo sé, lo sé, esta vez no voy a faltar —levanto las manos—. Si llego tarde, es por la bienvenida a los nuevos inquilinos. Saben que estoy obligada a participar en eso.

—Es a las ocho, y si no estás en mi casa después de las nueve yo misma iré a buscarte —me señala con su dedo, aún más intimidante.

El sonido de la bocina de la camioneta de Jake me salva de que Emily me arranque los ojos. Me despido de ambas con la promesa de verlas más tarde, por lo que espero que a mi abuelo no se le ocurra ponerme obstáculos, cosa que nunca hace a propósito ya que me deja hacer lo que yo quiera. Podría drogarme en frente de él y no le importaría demasiado, le vendría bien preocuparse un poco más y no ser tan confiado.

Ya en el camino de vuelta a casa, Jake me cuenta lo horrible que es el turno de la mañana, y que gracias al cielo los viernes no tiene trabajo en la tarde. A esta hora, a diferencia de cuando me trajo, el clima es tan fresco y agradable que mantengo la ventanilla abierta para dejar entrar la brisa. Cuando Jake abre el portón que nos lleva a la residencia, ya tengo el cabello con un montón de nudos que, seguramente, tardare bastante en desenredar.

Vale la pena.

—Por cierto, ¿estoy invitado a la fiesta? —pregunta este al estacionar la camioneta al lado del auto de Marieta.

—No querrás tener a mis amigas mirándote como si fueras una tarta de chocolate —le respondo.

—La verdad no me quejaría. ¿Puedo?

—Sí, sí puedes —accedo. Se lleva bastante bien con mis compañeros.

El estacionamiento solo tiene unos seis autos, la mayoría de los inquilinos va y viene en moto o bicicleta. Si yo pudiera elegir entre esos tres, preferiría tomar a uno de los caballos que tenemos en el establo y andar así por el pueblo, como los hombres que venden frutas con una carreta.

Desde niña he sido alguien muy simple, no me atrae tanto lo costoso, brillante o de marca, tampoco me gustan los lujos. Cuando tenía siete años soñaba con vivir en una casa del árbol en medio de un bosque —uno mágico, para variar—, donde yo misma cuidaría y jugaría con los animales, cosecharía y viviría grandes aventuras combatiendo a los magos oscuros que intentaran atacarnos. Mi imaginación enloquecía a veces, pero cuando la realidad me golpeaba en forma de palabras por parte de mi madre, diciéndome que dejara de fantasear tanto, me hacía despertar de algo que creía posible.

Ahora vivo en un edificio de varios pisos que, si bien no está en medio del bosque, está al lado de este. No tengo muchos animales, pero sí dos caballos a los que cuido con Jake. Tampoco hay magia, o sí la hay, solo no de la que yo pensaba.

En resumen, no me arrepiento de haber sido apartada por mi "familia". Llegué a un lugar mucho mejor, donde puedo ser yo misma, y puedo ser feliz.

La estructura de la residencia es simple pero muy cálida, con paredes de piedra y madera de cedro, muchas ventanas grandes, algunos balcones pequeños en cada piso y, por supuesto, rodeado de flores que, junto con el vivero, es cuidado por Jullie, una anciana muy amiga de mi abuelo que vive aquí desde mucho antes que yo.

La puerta es abierta por Jake en un gesto caballeroso, ambos entramos a la sala principal donde de inmediato vemos a Erick y a Chris viendo un partido de futbol. Esos dos son como tíos para mí, y en ocasiones a veces también como hermanos mayores… o menores, depende del día y de cómo actúen. Su hobby favorito es ver deportes, cualquiera, les entretienen todos.

—Hola, hola —les saludo desde detrás del sillón. Jake sube a su habitación.

—Eh, niña ¿Qué tal te fue en tu ultimo día? —pregunta Erick.

Él es profesor, y más de una vez tuvo que ayudarme a estudiar. Eso formó un lazo bastante cercano entre ambos.

—Genial, ¿hoy no diste clases? —Chris está demasiado concentrado en el partido como para notar mi existencia.

—Hoy volví temprano, para mi suerte —trabaja con niños de primaria. Sería divertido que fuese profesor en mi escuela.

No me sorprendería que sea acosado por madres solteras de los niños a los que enseña, pues tiene un gran físico y mucho carisma. Chris, por otro lado, es un fortachón barbudo rubio que con la ropa correcta parecería un vikingo.

—¿Y el abuelo?

—Creo que está revisando una de las lavadoras, parece que se averió. Espéralo arriba, con los nuevos inquilinos en camino dudo que tarde mucho en irse a arreglar.

Cierto, yo también debería arreglarme y vigilar que todo esté en orden. Para no perder tiempo, subo las escaleras que me llevan a los distintos pisos. La segunda planta tiene otra sala, aunque esta es más sencilla, con libreros y una computadora que todos son libres de utilizar. Las habitaciones están hacia la derecha, sobre el comedor, la cocina y la lavandería, esas son las habitaciones más pequeñas, una de ellas está libre, y las otras tres son ocupadas por unas chicas universitarias, Jake y Jullie.

En el tercer piso hay habitaciones un poco más grandes, y viven Marieta, Erick, un matrimonio poco social pero amigable, y Chris. Este tiene un almacén sobre las habitaciones de abajo, donde guardamos todo tipo de cosas de mantenimiento, limpieza y hasta pertenencias de algún inquilino que no tenga suficiente espacio.

Al llegar al cuarto piso, que es donde está mi departamento, voy automáticamente a la puerta que está al fondo y a la izquierda. En este piso están los espacios más grandes, y uno de ellos posee una habitación en la terraza, lugar al que solo voy yo de vez en cuando para pensar o contemplar la vista.

Los nuevos inquilinos vivirán en esa habitación, así que supongo que son una familia con unos dos o tres hijos que necesitan más espacio. En este piso solo hay tres espacios, uno de esos lo ocupamos mi abuelo y yo.

El apartamento donde hemos vivido desde hace mucho no es la gran cosa: tiene una cocina eléctrica que usamos pocas veces, un refrigerador mediano, una sala de estar acogedora, dos habitaciones y un baño. Las ventanas tienen algunas macetas con flores coloridas y el balcón está decorado con nada más que un par de sillones de exterior individuales.

Con el silencio, que es lo único que me acompaña en este momento, solo puedo pensar en lo diferente que era cuando mi abuela estaba aquí. La radio siempre tenía una canción alegre y vieja puesta como relleno, solía oler a manzana y canela por ese típico aromatizante que rociaba de forma religiosa cada día, y cómo olvidar su voz cantando o tarareando cualquier cosa… Hace ya dos años que murió por un paro cardíaco, y la única razón por la que ya no estoy triste es por la última vez que hablé con ella.

Llevaba tiempo teniendo problemas con el corazón. La internaron por un primer infarto hacía una semana.

—Mi princesa —me sonrió en esa visita al hospital que no fue procedida por ninguna otra—, me alegra que me vengas a ver. ¿Y tu abuelo?

—Tuvo una baja de tensión, lo están atendiendo, seguro entrará en unos minutos —le respondí, usando todas mis fuerzas para no llorar. Lucía muy despierta y colorida, aún en la debilidad que padecía.

—Ese viejo terco, le dije que se tranquilizara un poco —bromeó, aunque sin las ganas con la que lo hacía usualmente—. Eres tan hermosa, Miranda, como una estrellita en la noche —dijo risueña—. Estos han sido los años más felices contigo a mi lado —me acerqué y no dudo en levantar su brazo para acariciarme la mejilla.

—Los míos igual, y haremos muchas cosas divertidas cuando te recuperes —mi comentario, aunque quería ser sincero, no era creíble. Su corazón estaba demasiado débil, era solo cuestión de tiempo, ya nos lo había advertido el doctor.

—Sí, pero no seas una luz para mí sola, alúmbrales los días a todos. Una sonrisa tuya basta para poner a alguien feliz —evadió lo que le dije—. El mundo necesita más chicas fuertes y sinceras como tú.

Seco las lágrimas que están a punto de salir de mis ojos. No, Miranda, no llores, ella no querría que lloraras.

Me acerco hacia la maceta con rosas silvestres que ella misma cuidaba, y que en su memoria yo también lo he hecho. Me recuerdan a ella, las mire por donde las mire. Tienen su alegría, su olor, su belleza.

Sacudo la cabeza y alejo cualquier pensamiento triste. Me doy la vuelta y sigo a lo que venía.

En mi cuarto tengo decoraciones que yo misma hice viendo videos en internet y muchas fotos pegadas en la pared, de resto no hay nada muy destacable. Me quito el uniforme y lo guardo en mi closet. Busco qué ropa ponerme y opto por un short volante blanco con una blusa de encaje de mangas largas color azul. Solo cuando recibimos invitados me esfuerzo en verme bien.

Tomo una ducha larga, para lavar mi cabello y relajarme. Durante esta solo puedo pensar en cómo serán, qué tipo de actitud tendrán, y en si se relacionarán con nosotros o solo estarán por su cuenta. La verdad me gustaría que fuese la primera opción, pues compartir con gente nueva es algo que de verdad me encanta. Si fuera así, nos acompañarían en nuestras horas de comida donde todos juntos ayudamos, hablamos y reímos. Algunos tienen cocina en sus habitaciones, otros no, por eso hay un comedor compartido en el primer piso.

Salgo de la ducha como un perro recién bañado, con mi antes esponjoso cabello pegado a la piel. Cuando vivía con mis padres, solían alisármelo cada vez que lo lavaba para que se viera ‘"más bonito", cosa que se acabó al llegar aquí.

Vuelvo a mi habitación y me visto. Ya con la ropa encima, desenredo mi cabello, que no está tan rebelde gracias al acondicionador. Escucho la puerta cerrarse, cosa que me avisa que mi abuelo ha entrado a la sala.

—Hola, abuelo —le saludo cuando salgo de mi cuarto.

—Hola, linda —sonríe con su típica ternura. Es un hombre absolutamente adorable, no mataría ni a una mosca—. Qué bien que ya estés lista, justo venía a bañarme —comenta tomando agua—. Se dañó una lavadora y tuve que ir a repararla, por suerte no era nada grave.

—¿A qué hora llegarán los nuevos inquilinos? —le pregunto, cambiando de tema.

—En una hora, más o menos —responde dejando el vaso en su lugar—. Marieta y Jullie están preparando bocadillos, puedes ir a ayudarlas si quieres.

—Iré —asiento, y hago lo que me ha sugerido.

Marieta es como esa típica mujer soltera que te hace preguntarte por qué está soltera. Tiene un físico envidiable a sus 36 años, unos ojos azules preciosos y un cabello anaranjado largo y bien cuidado. Además, es abogada, cargo que le podría tener viviendo la buena vida en la ciudad, mas eligió un lugar como este, ¿quién lo pensaría?

—Miranda, hazlo bien, sino mejor lava los platos —me regaña ella, con su típico carácter fuerte—. Yo acabo de llegar del trabajo y tengo más energía que tú, chica.

Bueno, batir mezcla de galletas no es lo mío.

—Déjala, Mari —dice despreocupadamente Jullie—. Lo importante es hacerlo con amor.

—Frase cliché —niega con la cabeza—. Cierta, pero cliché. Si no lo hace con fuerza no quedarán buenas.

—Gruñona —se mofa la abuela.

Jullie es lo contrario a Marieta: relajada, consentidora, sin preocupaciones… Ah, y alguna vez fue bailarina de ballet, así que tiene bastante destreza y resistencia. Puede hacer aún un Split perfecto.

—No importa, lo haré con más ganas —complazco a Marieta, que nunca se deja doblegar.

—Así me gusta —sonríe, como si nunca me hubiera regañado.

Marieta trabaja ciertos días a la semana como guía de un hotel bastante visitado por los turistas, que se encuentra a una hora de aquí, yendo mucho más arriba de lo que estamos. Allí va la gente para hacer esquí. Ya que todavía no comienza la temporada alta, no trabaja hasta muy tarde, pero la próxima semana seguro volverá a la llegada de la noche si tiene suerte.

La razón de que no tenga un trabajo como abogada sigue siendo un misterio.

Es típico aquí hacer bienvenidas a los nuevos inquilinos con mucho esmero: preparamos dulces y bocadillos, ordenamos todo, les explicamos las cosas básicas para empezar de forma tranquila y hablamos para conocernos mejor. Claro, en esta ocasión yo solo me quedaré un rato. He prometido asistir a la fiesta de fin de curso.

Pasado un buen rato, en el que acabamos con la preparación y solo ponemos cada tazón en la mesa de vidrio que hay en la sala, escuchamos cómo un par de vehículos se estacionan en frente del edificio, quienes son, por supuesto, la nueva familia. A pesar de que invitamos a todos en el edificio a recibirlos, solo estamos los de siempre: Marieta, Jullie, Jake, Chris, Erick, mi abuelo y yo. El resto, o no están en la residencia, o ignoraron la invitación.

Mi abuelo es el primero en salir a recibirlos. Nosotros desde adentro esperamos para darles la bienvenida. En ese par de minutos pienso de nuevo en cómo serán, o cuántos serán. A juzgar por el apartamento que eligieron, tal vez tengan dos hijos. Sería genial tener una amiga aquí, sin importar su edad. ¡Dios, por favor, que sea una chica que pueda volverse mi amiga! Yo estaría encantada de jugar con Anny, la niña que vive en nuestro piso, mas su madre nunca la deja salir si no es con ella.

La puerta se abre de nuevo, y todos gritamos un muy animado "Bienvenidos". La mujer se sorprende mucho, haciendo una expresión de felicidad tan dulce que solo con verla ya me agrada. El hombre, por otro lado, sonríe modestamente ante el detalle. ¡Qué bien! A primera vista lucen amistosos.

Ahora, no veo niños pequeños, así que mis esperanzas de tener una amiga nueva se intensifican. Mientras dejo que mis compañeros sean los primeros en saludarlos con cariñosos abrazos y presentaciones, me quedo un poco atrás, a la espera de que entre quien o quienes falten, cosa que pasa pocos segundos después.

Mi cara, dada la situación, permanece igual de sonriente, aunque mis pensamientos trabajan a parte. No es para nada lo que esperaba. Es un chico. Es alto, bastante alto, por lo menos si me le pongo a un lado, tiene el cabello castaño oscuro, la sombra de un bigote y barba no muy abundantes ni bien distribuidos, y unos lentes de sol que le tapan los ojos. Viste todo de negro, y unos auriculares blancos de marca le rodean la cabeza.

—¡Bienvenidos! —llega mi turno de abrazar al matrimonio. Ellos reciben mi saludo con afecto—. Me llamo Miranda Vander, y estoy realmente feliz de que hayan escogido mudarse aquí.

—Oh, que adorable chica —dice la mujer, mirándome con una sonrisa de oreja a oreja.

—Un gusto, linda —su marido, al igual que ella, luce agradecido—. Gracias por esta bienvenida tan cariñosa, no nos la esperábamos —habla en general, viendo al grupo que los rodea—. Me alegra ver que nuestros nuevos vecinos son tan atentos. Mi nombre es Roy Lukasiac, ella es mi esposa, Ashley, y nuestro hijo…

Roy mira hacia los lados para buscar al susodicho, que se encuentra, de hecho, a sus espaldas, callado y sin ver a nadie. Al notar que lo tiene detrás, niega con la cabeza sutilmente y le baja los audífonos de la cabeza.

—Este —continúa—, es nuestro hijo, Ian.

La habitación queda en silencio. El chico mira a su padre, y entiende que debe decir algo. Yo, entre esos segundos, pienso en que él es muy distinto a sus progenitores.

—Hola —fuerza una sonrisa, que se cae como si tuviera yunques colgando de las comisuras de los labios.

—Les preparamos algunos bocadillos —interviene mi abuelo—. Vengan, siéntense para hablar un rato —los guía hasta los largos sillones color negro.

—Deberíamos desempacar algunas cosas antes, no queremos que se haga tarde y los molestemos con el ruido —sugiere Roy.

—Descuiden, nosotros mismos los ayudaremos con todo eso. Descansen del viaje —insiste el siempre colorido Emil Vander.

Los Lukasiac aceptan con gusto, y se sientan los tres juntos en el sillón más pequeño. Yo les ofrezco té o café, y los esposos optan por la segunda opción. El chico, de nuevo, se limita a solo negar con la cabeza y mirar su teléfono.

Me dirijo hacia la puerta doble que divide la sala y el comedor, que está conectado a la cocina. Allí hiervo agua y preparo café instantáneo. Las dos tazas, sus platos, el azúcar y la miel los pongo sobre una bandeja y con cuidado de no tropezar me regreso a donde está el resto.

Hay un ambiente lleno de alegría y risas, solo han transcurrido unos diez minutos de su llegada, y ya hablan con total comodidad, como si se conocieran de toda la vida. Sí, definitivamente será divertido vivir con ellos de ahora en adelante. Son tan brillantes, tan felices y tan amistosos… Casi todos.

Ese chico… ¿en serio solo ha dicho una palabra y nada más?

—La ciudad era demasiado estresante para nosotros —cuenta Ashley, tomando su taza de café entre las manos y dándole soplidos—. Trabajo, ruido, transito, sofocación. Dios, necesitábamos alejarnos de eso, por eso vinimos hasta acá.

Llevamos media hora hablando, conociéndonos poco a poco. Cada quien cuenta brevemente sobre su vida, o pregunta algo a los recién llegados.

Ian sigue al lado de ellos, callado y sin pescar una sola cosa de las que decimos. Tal vez es tímido…

Oh, claro, eso debe ser. Seguro se siente incómodo en este nuevo hogar, rodeado de gente que nunca ha visto. Acaba de dejar su vida anterior atrás: escuela, amigos, casa… Debe ser muy duro atravesar por eso.

—Papá, me duele la cabeza, iré a dormir ¿cuál es nuestro apartamento? —escuchar su voz entre el resto de los que conversan me llama la atención.

—Déjame llevarte hasta allá —asiente el hombre castaño.

—Señor Lukasiac, deje que mi nieta lo lleve, no se moleste —dice mi abuelo.

Yo no me quejo al respecto, no me molesta guiarlo. Quitando el hecho de que esa es una buena oportunidad para hablarle un poco, también debo subir para cambiarme de ropa e ir a la fiesta.

—Si no es una molestia para ti… —Roy debe haber olvidado mi nombre, cosa que no me sorprende, ya que tuvo que aprenderse varios.

—Miranda —completo—. Y no, justo iba a subir de todas maneras.

Me levanto de mi lugar y salgo del tumulto de piernas que están extendidas con relajo a mi alrededor. Miro al chico, y le doy una seña para que me siga. Él duda un momento, y luego de que su padre le entrega un llavero en sus manos, se levanta y me acompaña. Dejamos atrás la sala y comenzamos a subir las escaleras. Cuando estamos ya en el segundo piso, decido sacarle algo de conversación.

—Ya debiste haberlo oído —comienzo—, pero soy Miranda, es un gusto —digo sonriente.

Ian, a modo de respuesta, asiente.

Vaya, incomodo.

Ahora estamos en el último piso, y no he logrado que hable ni un poco. Me dirijo con él hacia la puerta del medio al final, donde vivirá de ahora en adelante.

—Debe ser difícil, ¿eh? Mudarse y todo eso —sigo, con la intención de romper sus muros de timidez—. Cuando yo me mudé no fue demasiado duro, aunque tal vez para ti sí lo sea —todavía nada de su parte, está probando llaves para abrir la puerta—. Pero seguro que te sentirás bien aquí, puedes pasear a caballo, ir al rio, o al pueblo, también hacer esquí, ¿te gusta el esquí? Oh, tengo unas pastillas para el dolor de cabeza, por si te sigue doliendo en un rato, solo tienes que tocar mi puerta y…

El chico, para mí asombro, abre la boca con intención de decir algo.

"Gracias por traerme", "No me encanta el esquí", "Descuida, no me duele demasiado" o un simple "Hasta luego", cualquiera de esas opciones está bien para mí.

—¿Podrías dejarme en paz? —su voz suena bastante fría, ni siquiera me mira mientras trata con otras llaves—. No me interesa hablar contigo. Ya estoy en mi departamento, así que si te vas de una vez te lo agradecería —me quedo abismada ante su actitud—. No me duele la cabeza, solo era una excusa para poder irme de allí, porque conocerlos a ellos no es algo que me llame la atención, eso te incluye —por fin voltea a verme—. Déjame solo, ¿quieres?

Lo miro a los ojos —o, en este caso, lentes—, esperando a que sea una broma, que se ría y diga "Nah, solo era un chiste", pero no sucede. Él mantiene su sequedad y expresión de fastidio. El enojo y la vergüenza crecen en mi estómago, y si no fuera porque está hablando conmigo, recibiría un par de insultos como respuesta.

Pero está hablando conmigo.

—Ese es mi departamento, por si necesitas algo —señalo a mi puerta, con un tono de voz desanimado—. Adiós, buenas noches.

Dicho esto, me doy la vuelta hacia mi puerta, que se abre y cierra sin la menor fuerza. Solo yo sé lo terrible que me hicieron sentir sus palabras, no le daré el gusto de que vea que me afectaron.

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