icon 0
icon Recargar
rightIcon
icon Historia
rightIcon
icon Salir
rightIcon
icon Instalar APP
rightIcon
Soy una sugar baby del Ceo

Soy una sugar baby del Ceo

Florencia Tom

4.9
calificaciones
25.9K
Vistas
4
Capítulo

Ada Gray decide morir. Se siente una fracasada, está harta de vivir con hambre debido a su miserable empleo con un jefe explotador que la humilla y la tortura psicológicamente. Una noche toca fondo y decide ahorcarse en su habitación, pero su plan se vuelve un fracaso cuando su vecino Max, la ve desde la ventana y no tarda en salvarle la vida. No sólo impidió su muerte, sino que aquella salvación fue el inicio de una propuesta interesante: que la hermosa Ada Gray se convierta en la sugar baby del prestigioso Max Voelklein.

Capítulo 1 Capitulo uno

CAPÍTULO 1.

Había cosas que quizás no comprendía o quizás no lograría comprender nunca. Pero de lo que sí estaba segura en aquel entonces, era que si no lograba juntar dinero aquella noche mientras trabaja como mesera, aunque sea unos centavos, me iba a suicidar. Y no lo decía como un pensamiento que se me había venido a la cabeza y luego lo olvidaría. Mi desesperación era tan grande que las ganas de vivir se habían marchitado hace ya tiempo, y no había algo que pudiera hacerme cambiar de opinión.

Hace días no comía como una persona corriente. En el trabajo donde estaba no me pagaban como debían. Sólo ganaba unos treinta dólares al mes. Que, por cierto, ya se me habían agotado y sólo me quedaba revolver en la basura de la casa de comida rápida para poder rescatar algo para mi estómago.

Entre pagar los servicios de un departamento asqueroso y tratar de comer, no había solución. Había logrado terminar la escuela secundaria con bajas notas, ya que mi prioridad en aquel entonces era tratar de comer, y no unas excelentes notas.

No tuve la oportunidad de pagar la Universidad, no tuve la oportunidad de poder conseguir un empleo decente. Había enviado millones de presentaciones laborales a diferentes empleos.

Nunca me llamaron.

Conseguí el puesto de mesera una tarde de verano, cuando le supliqué al dueño que me diera empleo, y tuve el descaro de arrodillarme ante sus pies para poder obtener un sí de su horrible y asquerosa boca de anciano. Walter no me agradaba, era un hombre bajito, sin cabello y cascarrabias que se había aprovechado de mi necesidad para arrojarme las horas extras con pocos centavos de paga. Agradecía que me haya contratado, pero eso no le daba el derecho a insultarme cada vez que hacía algo mal en el trabajo.

Estaba destinada al fracaso, a morirme de hambre y saber que nada mejoraría porque le había puesto esperanzas a mi vida y eso no me había servido para nada.

Aquel día tenía planificado todo, mi carta de suicidio y donde me colgaría, sobre unas tuberías resistentes con un cinturón alrededor de mi cuello.

Sentía cierta melancolía por lo que estaba pensando, pero estaba segura de llevarlo a cabo porque cuando me proponía algo, lo hacía. Y sí, me propuse atentar contra mi vida aquella tarde. Mientras que mi autoestima bajaba, el señor Walter se encargaba de pisotearla cuando estaba en el suelo, con sus asquerosos zapatos oscuros y que a veces pisaban excremento que no se encargaba de limpiar, permitiendo que este se secara con rapidez sobre su suela.

Entonces, volviendo a mi desastroso presente, aquella noche el lugar de comida rápida estaba repleto de gente, niños por doquier y mi paciencia a punto de no existir ya en mi interior.

Niños malcriados exigiéndole a sus padres que compren combos infantiles que tenían un precio excesivo y que acabarían con su economía. Padres que apuraban a las vendedoras para que se les entregue su pedido, y yo allí, tomando ordenes en las mesas. Aunque me decía a mí misma “disfruta el ultimo maldito día de tu vida” también me decía “rómpele las piernas a la señora que no para de rebajarte con la mirada”.

—...y por favor, cuatro sodas extra grandes con papas del mismo tamaña. —me dijo aquella señora de cabello rubio despampanante y que no paraba de masticar su chicle de una manera tan ruidosa que me molestaba.

—Anotado. —le indiqué, mientras ponía un punto final en su pedido.

Cuando estaba a punto de marcharme a la cocina, la señora tuvo el descaro de tomarme de la muñeca, obligandomé a que me volviera hacía ella.

—¿Te encuentras bien? Estás pálida, niña. —me dijo, mirandomé con una gran lastima muy poco disimulada.

¿Cómo podía responder eso a una desconocida?

—Sí, no se preocupe. Sólo son las horas excesivas de trabajo aplastándome como un camión —me reí con brevedad para ponerle un poco de comedia a mi vida.

—¿Cuándo fue la última vez que comiste? —insistió, sin dejar de sujetarme por la muñeca.

—Hoy a las siete de la mañana.

—¡Por todos los cielos! ¿Estuviste todo el día sin comer? ¿Es que aquí no te pagan lo suficiente? —se escandalizó su marido, que estaba sentado junto a ella.

Los dos niños que parecían ser hijos de la pareja, escuchaban atentamente la conversación más incómoda de mi vida.

—Si digo mi sueldo pueden que me echen, señor. —me disculpé, sintiendo mis mejillas acaloradas.

Una mano enorme se posó sobre mi hombro y me sobresalté al sentir la presencia del señor Walter, quien se había unido descaradamente a la charla. Me aparté para que me soltara.

—¿Sucede algo con la mesera, señores? ¿Les ha molestado su servicio? —les preguntó él, con cierto tono de voz que era digno de mi humillación.

—¿Usted le permite comer a sus empleados en sus horas libres? —le preguntó el hombre, quien se había levantado de su asiento para hacerle frente a la situación.

El hombre, cuyo cabello era oscuro, llevaba un tapado gris que le llegaba a las rodillas y parecía rodar los cuarenta años, se posicionó frente a Walter, quien parecía una hormiga ante la presencia de aquel señor tan alto y grande.

Vi como Walter tragaba saliva de una manera nerviosa y me echaba breve miradas fulminantes. Apoyé mi frente sobre mi mano, suplicando que todo aquello no significara “estás despedida”.

Aunque...en un par de horas me suicidaría así que estaba muerta en vida de cierta forma.

—Nuestros empleados tienen dos horas libres para comer lo que se les antoje. Este ámbito de trabajo es super sano, así que no se preocupe por el bienestar de nuestros empleados que están en las mejores condiciones. —soltó Walter, con una sonrisa estúpidamente falsa y una tranquilidad fingida.

—Descarado.

La familia y Walter se volvieron hacía mí cuando mi mente me había traicionado y había soltado esa palabra de una manera inconsciente. Tragué saliva con fuerza y no sabía dónde meterme. Aunque, aquella noche iba a suicidarme y no tenía nada más que perder.

—¡Esas horas no existen, estamos siendo explotados laboralmente por este señor calvo que se echa gases sobre sus hamburguesas! —me animé a gritar frente a todos y aquel lugar se había vuelto silencioso donde antes había un ruido insoportable de gente hablando—.¡No podemos comer, no nos da una hora libre para descansar y si protestamos corres el riesgo de que seas despedido!¡Tampoco nos permite ir al baño en horario laboral! ¿Saben la última vez que he cagado?¡Sólo lo hago por las noches, cuando llego a casa porque no nos permite hacer nada!

—¡Ahora entiendo porque la caja de mi hamburguesa olia a flatulencia de viejo! —gritó un cliente, asqueado.

Sentí la mirada furiosa, acalorada y que pedía ayuda sobre mí y que provenía de mi estúpido jefe. Yo retrocedí unos cuantos pasos hacía atrás, viendo como la mayoria de los clientes se marchaban del sitio y otros empleados comenzaban a insultarlo como si tuvieran ganas de hacerlo hace tiempo.

Desaté por detrás de mi nuca mi delantal rojo que tenía el logo del local y también el nudo del mismo que rodeaba mi cintura. Lo lancé al suelo y lo pisoteé, sin dejar de mirar a mi jefe que parecía tener la intención de ahorcarme en cualquier momento.

—Gracias por nada. —escupí, yendo a la caja registradora y sacando un par de billetes, llevandomé la paga del mes sin intención de hacer un conteo ante sus ojos.

Salí del local, en plena noche, con mi bolso oscuro colgado en mi hombro y con ganas de llorar. Aquella situación al principio parecía manejable, pero la cara de mi jefe seguía merodeandomé por la cabeza. Su cara roja, incluso su calva cabeza y sus dientes apretados al igual que sus puños, mudo, pero con tanta cara de amenaza hacía mí que seguro tendría pesadillas...esperen, aquella noche era la última.

No habría pesadillas, no habría dolor alguno si hacía lo que tenía en mente ya hace meses. Aquella noche me suicidaría, y no me cansaba de repetírmelo como si algo en mí me recordara cuál era mi destino.

Ya podía ver el nombre en mi tumba, y algunos familiares lejanos, quizás algunos compañeros de la escuela. Creo que toda mi vida se trató de juntar invitados para mi funeral.

Llegué a la parada de autobús y las ocho y punto se marcó en mi teléfono móvil. Me senté sobre un pequeño asiento frio, oscuro y miré a ambos lados de la calle, observando lo que sería la última visión que tendría de aquella enorme ciudad.

Era interesante ver como una parte de New York era preciosa en todos los sentidos, las luces extravagantes, la gente siempre animada, el ruido de los autos pasar. Todo era atrapante, pero no le daba sentido a mi vida.

No podía disfrutar del lujo que algunos tenían permitido, no podía adquirir algún sentido que me convenciera en quedarme en la tierra.

Lo que tenía pensado hacer era morirme, lo tenía planificado y de cierta forma me sentía orgullosa de haber organizado ese aspecto de mi miserable vida, por más grotesco que sonará eso, era cierto.

El autobús llegó y me subí a él, el chófer me saludó, amigable a través de su gorra y con una sonrisa, tenía aspecto asiático. Le devolví la sonrisa débil. Me senté en el primer asiento que vi y me dije a mí misma que mirara por última vez la ciudad, porque sabía que después de aquella noche, no recordaría nada y mi mente caería en un sueño profundo, de esos de los que nunca despiertas y está la desesperación en saber si hay vida después de la muerte.

Eso sería algo estúpido, no quería una vida por algo me iba a suicidar, duh.

El apartamento en el que vivía tenía cinco pisos y era uno de los mas vulnerables que había en la alejania del gran centro. Llegué y acaricie a varios gatos que merodeaban por allí. Si fuera por mí los hubiera adoptado ya hace tiempo pero apenas podía darme comida a mi misma. No quería condenar a un gato a mi suerte.

Subí las escaleras, con el cuerpo cansado y con tantas ganas de comer que quizás, mordería a cualquier vecino para acallar a mi estómago.

Con un suspiro, adentré en la cerradura la llave de mi apartamento que tenía como número un siete dorado y mal gastado por los años. Ingresé y prendí las luces. Hogar, dulce hogar.

El apartamento no era bonito, tenía las paredes llenas de mohín y despintadas, con la pintura vieja despegandosé de la misma. Había un televisor que solo tenía canales de aire y un sofá bonito pero súper incómodo, imposible dormir allí.

Algunos muebles habían venido con el apartamento, y no tuve la suerte en ningún momento de cambiarlos. No tenía dinero, mierda.

Dejé mi bolsa encima de la mesa y fui a la nevera, buscando algo para comer. Si me iba a morir quería que sea con el estómago lleno y el corazón contento. Asi que me di el lujo de pedir comida, y no tardé en tener una caja de pizza sobre la mesa y una Coca Cola en botella.

Buen provecho, futura muerta.

La última cena había estado riquísima, una delicia sacada de la caja registradora de mi ex empleo y tenía ganas de comer frente a Walter para demostrarle que estaba comiendo en horas de trabajo. Vete a la mierda, Walter.

Ordené toda la casa, con cierta melancolía y tuve la intensión de dejar todo impecable (aunque todo fuese un asco) para que cuando me encontrarán muerta, la casa estuviera en condiciones.

Arreglé mi cama, lavé los platos sucios, barrí el suelo y finalmente me di una ducha. Depilé mis axilas, y toda la parte del cuerpo que tuviera un vello que me molestará.

Si iba a morir, también quería que sea depilada y con la piel suave.

Salí con una toalla rodeandomé el cuerpo y largué un largo suspiro al ver qué ya tenía preparado el cinto sobre el colchón de la cama. Me puse una ropa bastante cómoda y traje un banquillo a la habitación en el cual subiría para poder atar el cinto sobre uno de los caños gruesos que había en el techo. Un caño bastante molesto ya que no sabía con exactitud qué es lo que transportaba.

Todas las noches lo miraba y me preguntaba si resistiría mi peso el día en el que colgará. Y aquella noche lo estaba por comprobar.

Averiguando si tenía algo más que hacer en aquel mundo que no me había dado nada, así que decidí subirme aquel banco (que rogaba que no se rompiera) y me obligué a mi misma observar el anochecer por última vez. La luz de la luna me brindaba aquella caricia que nunca nadie me había dado y con un nudo en la garganta quise echarme a llorar.

Supongo que así finalizaba la corta vida de una joven llamada Ada Gray.

Rodeé con el cinturón mi cuello, sintiendo el cuero incómodo sobre mi piel. Dios, que difícil era todo aquello. Cerré los ojos y con un último suspiro, pateé el banco y al instante me colgué, sintiendo como empezaba a cortarme la respiración y el cinturón empezaba a rasparme el cuello.

Algo en mi quería desesperadamente salvarme y las arcadas desesperadas, mis manos sudorosas tratando de sacarme el cinturón, fueron una lucha desesperada. Quizás el cuerpo humano quería sobrevivir pero mi alma no.

Antes de que pudiera perder por completo la conciencia, escuché que alguien pateó la puerta de la entrada con tal escándalo que abrí los ojos de par en par, observando mis pies descalzos que eran sacudidos por mi misma.

—¡Mierda!

El cinturón me hizo girar el cuerpo y cuando estaba apunto de ser arrastrada por la muerte misma, un hombre que no pude ni siquiera ver pero si escuchar. Me levantó en el aire y me sacó con desesperación el cinturón del cuello, con dedos nerviosos acariciándolo.

Me desmayé por falta de oxígeno.

Seguir leyendo

Quizás también le guste

Otros libros de Florencia Tom

Ver más
Capítulo
Leer ahora
Descargar libro