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El sonido seco del tacón de Catalina Vega resonaba en el mármol pulido del vestíbulo, un eco que parecía burlarse de su nerviosismo. El corazón le golpeaba tan fuerte contra las costillas que sentía que cualquiera podría escucharlo. La torre de cristal de Del Monte Holdings se alzaba sobre ella como un gigante imponente, reflejando el cielo gris de la ciudad y recordándole, sin palabras, que el mundo pertenecía a otros. A los poderosos. A hombres como Dante Moretti.
Apretó entre los dedos el folder con su currículum, ya arrugado en las esquinas. Era su último intento. Si no conseguía ese trabajo, el banco ejecutaría la hipoteca, y su madre, frágil y enferma, perdería la casa donde habían vivido toda su vida. Además, Lucía, su hermana menor, dependía de ella para continuar en la universidad.
Respiró hondo. Sabía que las posibilidades eran mínimas. No solo porque cientos de personas soñaban con trabajar en Del Monte Holdings, sino porque ella no tenía experiencia suficiente para un puesto de asistente personal del CEO. Y, sin embargo, ahí estaba. A la deriva... aferrándose a un hilo.
-Catalina Vega -anunció la recepcionista, una rubia impecable, con un tono que sonó más a sentencia que a bienvenida-. Tiene cinco minutos.
Cinco minutos para convencerlos de que no era un desastre. Cinco minutos para evitar que todo se derrumbara.
-Gracias -respondió con voz firme, aunque por dentro temblaba.
El elevador la llevó hasta el piso cuarenta y dos, un viaje silencioso que se sintió eterno. Mientras ascendía, repasaba mentalmente las respuestas que había ensayado frente al espejo. Tenía que sonar segura. Profesional. Competente. No podía dar la impresión de que estaba desesperada, aunque lo estaba más que nunca.
Las puertas se abrieron, revelando un pasillo de paredes blancas, minimalistas, decoradas con cuadros abstractos que no comprendía. La oficina principal estaba al fondo. Caminó con pasos contenidos, obligándose a mantener la cabeza erguida, aunque por dentro sentía que se desmoronaba.
Cuando llegó, la asistente del CEO, una mujer de unos cincuenta años con una expresión de autoridad que no admitía discusiones, la hizo pasar.
-El señor Moretti la verá ahora.
Catalina tragó saliva. Sintió cómo sus palmas sudaban mientras entraba en la oficina.
El despacho era enorme, con ventanales que daban vista a toda la ciudad. En el centro, detrás de un escritorio de madera negra, estaba él. Dante Moretti.
Sabía quién era. Todos lo sabían. Su nombre estaba en todas las revistas financieras, en los periódicos, en los rumores de la alta sociedad. Hijo de una de las familias más poderosas de Italia, dueño de un imperio que había expandido con mano de hierro. Se decía que era implacable, que no perdonaba errores. Algunos lo llamaban visionario; otros, tirano.
Y ahora, esos ojos grises como acero la observaban con un interés que no supo interpretar.
-Señorita Vega -pronunció su apellido con una calma peligrosa, como si degustara cada sílaba-. Siéntese.
Catalina obedeció, sintiendo que el cuero frío de la silla la tragaba entera.
-Gracias por recibirme -logró decir, aunque su voz sonó más suave de lo que pretendía.
Él no respondió. Se limitó a recorrer con la mirada el currículum que tenía en las manos. El silencio se extendió, pesado, insoportable. Catalina podía escuchar el tic-tac de un reloj en algún rincón de la oficina.
Finalmente, Dante levantó la vista y habló:
-Veinte solicitantes antes que usted. Todos con más experiencia. ¿Por qué debería elegirla?
Catalina tragó saliva. No podía titubear. No podía mostrar debilidad.
-Porque puedo aprender rápido. Porque trabajo duro. Y porque... -respiró hondo, reuniendo valor- porque nadie va a esforzarse tanto como yo.
Dante ladeó ligeramente la cabeza. Algo en su mirada centelleó, como si hubiera despertado un interés oculto.
-Detrás de las palabras, señorita Vega, suele esconderse la desesperación. -Apoyó los codos sobre el escritorio, entrelazando las manos-. Y la desesperación no es... atractiva para un empleador.
Catalina sintió un pinchazo de orgullo herido, pero no bajó la mirada.
-La desesperación puede ser un motor poderoso -replicó-. Significa que haré todo lo necesario para cumplir con lo que se me pida.
Por un instante, juraría que la comisura de sus labios se curvó apenas, casi como si hubiera disfrutado de su respuesta.
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