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Encuentros Oscuros

Encuentros Oscuros

osmargomez

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Capítulo

Sinopsis El detective privado Erik Meléndez, un alcohólico, drogadicto y paciente psiquiátrico, con cuentas pendientes con la justicia es llamado por la policía para que los asesore con unos extraños casos de asesinatos ocurridos en el Barrio El Carmen, se dice que el responsable es un imitador del asesino en serie Harold Shipman conocido como Doctor Muerte, este desconocido está inmerso en una auténtica masacre sangrienta cuyas principales víctimas son prostitutas que mata sin contemplación. Mientras Meléndez sigue pistas por todos los rincones de la ciudad para dar con el criminal, su destino se cruza con el de su maestro, un Sacerdote martirizado por los oscuros secretos que esconde de su juventud. Al final de esta peculiar historia que transcurre en una ciudad contemporánea, una joven escultora descubre que no es una artista, sino una pitonisa que posee poderes ancestrales.

Capítulo 1 El Clon De Harold

No ha dejado de llover toda la madrugada desde bien entrada la noche. Se escucha un fuerte ruido persistente en los techos de las casas, las bodegas, los edificios, y de los almacenes. El sistema de drenaje está colapsado y sus alcantarillas están tapadas haciendo que las calles se inunden de aguas mal oliente que impregnan cada esquina de la ciudad. Las canaletas de los techos derraman líquido amarillento producto de la contaminación y de una atmósfera sucia e inmunda.

Los perros caminan en la oscuridad mojados, con su pelambre enmarañada, como zombis desplazándose por entre los botes de basura, las botellas vacías y los restos de comida de una ciudad que hace mucho dejó de ser un hogar para convertirse en un campo de concentración que no permite a nadie escapar ileso.

Pasadas las nueve de la noche. Ingresas al edificio ubicado en la calle cincuenta y cuatro con Avenida Rio de Janeiro por donde transitan toda clase de escorias sociales entre los que se encuentran yonquis desahuciados, prostitutas avejentadas y enfermas, proxenetas, narcotraficantes, travestis barbados y pintados con maquillajes baratos, vagos y mendigos.

Te llamaron porque no saben cómo hacer frente al horror causado por este criminal, tienen miedo, siempre los policías suelen ser cortos de imaginación, como animales domésticos y predecibles.

Y esto no ha sido efectuado por una mente como la de ellos, tan simple y evidente, tan plana, tan básica. Esto es obra de alguien desencajado, de un viajero que recorre mundos tenebrosos y macabros.

Sí, te han llamado a ti, Erik Meléndez, el detective privado, el alcohólico, drogadicto el demente desquiciado que pasa varias semanas al año internado en una clínica psiquiátrica, porque solo una mente como la tuya puede entender y descifrar lo que aquí está ocurriendo. Y tú te sonríes, escondiendo tus manos todo el tiempo entre los bolsillos de la chaqueta y subes los escalones de las escaleras de dos en dos hasta el quinto piso, donde ya está la policía con sus investigadores mediocres y sus fotógrafos aficionados tratando de registrar la escena del crimen. El encargado es Ernesto Fraga, un antiguo policía al que conoces bien desde tu época de cronista de judiciales.

-¿Qué tenemos aquí? -preguntas manteniendo la sonrisa.

Uno de los subalternos de Fraga no puede soportar más el hedor a carne y vísceras regadas por la habitación, se acerca a la única ventana del recinto y la abre para poder vomitar. Los otros se aguantan como pueden y llevan tapones en la nariz para evitar el desagradable y nauseabundo olor que contamina el aire de mala manera. Tú tienes la ventaja de que tu estómago es de plomo y te quedas parado en el umbral esperando una respuesta.

-Teresa Gutiérrez -te dice Fraga, mirándote por el rabillo del ojo-. Prostituta de la zona, treinta y cinco años, separada, con dos hijos pequeños. La mataron entre las diez de la noche y la una de la mañana. Hasta el momento no se conoce ningún testigo. Nadie ha visto nada. Por eso el cuerpo permaneció todo el día sin ser descubierto. Se dieron cuenta por el extraño olor y porque un gato del vecindario salió por la ventana con un pedazo de intestino entre los dientes. Sus amigas prostitutas dicen que era una buena mujer, solidaria, tranquila, sin enemigos conocidos. Al parecer no estaba metida en problemas, no traficaba con drogas ni se le conocían deudas pendientes. Trabajaba de forma independiente. Presumimos que el asesino primero la ahorco, luego la degolló y después le abrió el abdomen y le saco las vísceras. Antes de revisar el cuerpo en la morgue, queríamos que observara la escena del crimen para ver si se le ocurre alguna hipótesis. No estamos acostumbrados a algo como esto.

La última frase te causa risa. Por supuesto que no. Ustedes están acostumbrados a lidiar con criminales inexpertos, traficantes novatos, rateros y vándalos callejeros que muchas veces son sus socios y les pasan una parte de sus ganancias.

Aquí estamos en presencia de otra cosa. Una mente perturbada, ida, en otra dimensión aparte, y al mismo tiempo una personalidad calculadora, fría, matemática, precisa hasta la obsesión.

Recorres toda la habitación memorizando la ubicación de las vísceras. El hombre no solo extrajo los intestinos, al parecer debió ejecutar una especie de danza o ritual con ellos por todo el lugar. Por un momento, cierras los ojos y te imaginas la escena, el asesino con las manos ensangrentadas, feliz, ebrio de contento, delirante, saltando y bailando de un punto a otro de la habitación mientras esparcía los pedazos del cuerpo de la mujer. Es posible que el asesino escuchaba en su cabeza una melodía juguetona, movida, y esto lo hizo sentir realizado, orgulloso de sí, transportado a un mundo del que le costó mucho regresar. Lo más probables es que se encontrara excitado sexualmente, al punto de alcanzar el éxtasis y sentirse fuera de sí mismo.

Después del espantoso asesinato este psicópata debió experimentar exactamente lo contrario. Tuvo que descender y enfrentar la cruda realidad del crimen atroz de una mujer cualquiera. Debió entrar en el diminuto baño para lavarse y limpiar todas manchas de sangre que tenía en su cuerpo y ropa. Afortunadamente no había un espejo donde ver su rostro reflejado. Finalmente, esperó el instante ideal en el que el corredor estuviese vacío, salió del lugar fingiendo ser un cliente satisfecho, uno más del montón, y huyó por las calles perdido entre las sombras, el frío y la lluvia. Esa caminata debió ser tormentosa, en medio de la depresión y la angustia que suelen presentarse después de la excitación. Ha de imaginártelo durante las siguientes horas, escondido en su apartamento, durmiendo debajo de las cobijas sin comer, sin levantarse, con el televisor encendido al fondo en un canal de noticias las veinticuatro horas del día.

-¿Tienes alguna idea, Meléndez? -pregunta Fraga, sacándote de tu ensimismamiento.

-¿Ya recogieron muestras de semen? -dices en voz baja, sin llamar mucho la atención.

-¿Del cuerpo de la víctima? Era una prostituta, Meléndez... Debe haber varias...

-Las prostitutas no tienen relaciones sin condón -respondes sin interés, sintiendo un agotamiento, que no sabes de dónde proviene, pero se apodera de ti

-. Pero no, no me refiero a eso porque el asesino no la penetró. Al menos, no con el pene. Pregunto por las muestras que debe haber en la cama, en el piso, en las paredes.

-¿De qué está hablando, Meléndez? -dice Fraga, moviendo sus manos en el aire, como si quisiera que todos sus subalternos y tú mismo se largaran y lo dejaran solo-. Esto puede tratarse de un ajuste de cuentas entre mafias de la zona, de un mensaje entre pandillas, de un amante celoso, y ya está.

-Vendrán más crímenes, todos con un modus operandi similar. Deben multiplicar la fuerza policial en el sector para proteger a las mujeres. Y explicarles a todas ellas que se protejan entre sí, que estén alertas, que denuncien a cualquier individuo sospechoso que detecten.

-¿Usted cree que no tenemos nada más que hacer, Meléndez? -dice Fraga, levantando la voz enfurecido-. Ahora quiere que nos pongamos a dar seminarios de seguridad y de protección social. No me joda, Meléndez, no me haga perder el tiempo.

-Es un hombre de mediana edad -dices con la misma voz reposada-, de unos treinta y cinco o cuarenta años, soltero, no tiene hijos, no mantiene una relación sentimental estable. Curso estudios universitarios y pertenece a la clase media. Es muy probable que esté registrado y tenga un historial en algún hospital o en un seguro médico como paciente con brotes psicóticos, esquizofrenia o fuertes trastornos de personalidad. Una última cosa: no olvide las muestras de semen. A lo mejor justo ahora esté parado sobre una de ellas.

Repentinamente sales del sitio sin despedirte, bajas por las escaleras y alcanzas la calle en medio de la lluvia que no ha cesado. A pesar de la prisa te das cuenta que se ha formado una multitud alrededor del edificio, mirones, chismosos de oficio, vecinos queriendo subir y contemplar el horror cara a cara. En el fondo, cada uno de ellos tienen los mismos o peores instintos del asesino, sueñan con destruir a los que detestan, inconscientemente sueñan con acabarlos en un festín de sangre y sentirse, por un instante, los dueños de las vidas de los demás, poderosos dioses que deciden quién vive y quién muere.

Regresas al Barrio Independencia, entras a tu casa y te preparas unos panes con mantequilla de maní y un café. Enciendes la computadora y respondes algunos correos de clientes interesados que preguntan por tus servicios y tus tarifas. A esta hora no te sientes bien de ánimo y lo único que deseas es dormir. Te tomas tu medicamento para tratar y prevenir los episodios de manía (ánimo frenético, anormalmente emocionado), te lavas los dientes y te pones una franela y un boxer. En pocos minutos y sin darte cuenta estás profundamente dormido.

Luego de seis días exactamente, recibes una llamada de Fraga. Su voz suena angustiada en el teléfono:

-¡Otro desastre igual que el primero, Meléndez! Se ha cumplido tal cual como me dijiste. Lo necesito aquí lo más pronto posible, por favor.

-¿En el mismo sitio, Barrio El Carmen?

-Sí. A dos cuadras del primero. En la cincuenta y seis.

-Ya voy para allá.

-Solo una cosa, viejo. ¿Cómo lo supo? ¿Cómo se dio cuenta de que se trataba de un asesino serial?

-Porque es un imitador, Fraga. No se trata de un delincuente común. Nos encontramos frente a una persona culta, educada, quizás ha cursado algunos semestres de medicina o enfermería.

-No le entiendo nada. ¿Un imitador de quién? Nunca hemos tenido nada parecido. Revisamos todos los archivos.

-Es un tipo que vive solo y que muy posiblemente sea buen vecino, diligente, encantador. Debe vivir de ahorros que tiene ya acumulado.

-No me ha respondido, Molina. ¿A quién está imitando?

-A Harold, a Harold Shipman conocido como el Doctor Muerte... Ya voy para allá.

Al comienzo no escuchamos de manera clara la voz de Dios no se manifiesta de manera concluyente. No, no es así. Es un acercamiento lento, como una palabra temblorosa que al principio habla desde la distancia y después te habla al oído y te dice: acércate, te necesito. Entonces es cuando se sabe que uno ha sido convocado, que algunas alegrías de las que disfrutan los otros hombres no son para uno: que no te casarás, que no tendrás hijos corriendo por toda la casa, que no podrás ahorrar para comprar un auto nuevo ni una casa más grande; y que tampoco te llamarán la atención los lujosos hoteles, ni los exuberantes banquetes en elegantes restaurantes ni las mercancías importadas de las prestigiosas tiendas. No, lo tuyo no es lo material, lo tuyo es lo espiritual. Te da igual ponerte una camisa de marca o una de segunda, unos zapatos nuevos o unos rotos, recorrer la ciudad en carro, en bus o a pie, viajar en bus o en avión. Lo tuyo son las batallas del alma. Es entonces cuando te elevas, creces, evolucionas y te conviertes en un siervo del Señor.

Al principio estaba seguro que mi destino estaba marcado por el estudio de la medicina. Me inspiraba en el doctor Frankenstein en su búsqueda de los límites entre la vida y la muerte. La mayoría de las veces me quedaba en la universidad hasta altas horas de la noche escondido dentro de los laboratorios investigando y aprendiendo. Cada vez eran más las preguntas que se venían a mi mente ¿Cómo fue que logro la materia salir de su inercia y de pronto, con un estallido de energía renovada, empezar a formar el primer organismo vivo? Si el desorden es un principio universal, ¿cómo es posible que aparezca la vida en sistemas y especies cada vez más sofisticados? Así era yo cuando cursaba la mitad de la carrera, en muchas ocasiones me sorprendía a mí mismo en profundos análisis leyendo a los grandes teóricos de la vida, a los filósofos, profundizando, buscando aquellos límites en donde concluye la tabla periódica y empieza el primer microorganismo.

Al paso del tiempo y conforme iba creciendo sentí la necesidad de servir, de ser útil a otros. Apenas culmine las materias e ingresé a las prácticas, Entendí que las demás personas estaban ahí enfermos, frente a mí, esperando una mano amiga. Me enfoque en buscar un hospital en un barrio de bajos recursos para hacer el año rural obligatorio, donde pudiera desempeñarme como un joven idealista, y me entregué por completo a mis pacientes. Sin embargo, algo dentro de mí no andaba bien me sentía insatisfecho. El vacío que sentía desde la adolescencia continuaba igual, no había sido llenado. En muchas ocasiones, salía del hospital con la vaga impresión de estar perdiendo el tiempo. Curaba, operaba, entablillaba, recetaba, sí; pero sabía que el Hombre, tenía que ser más que eso. Más allá de los tejidos, de los músculos y los huesos, hay una fuerza secreta que nos hace humanos. La materia la compartimos con los animales. ¿Qué nos otorga nuestra tan preciada humanidad? Algo que no encaja en los átomos, las moléculas y las células, algo que trasciende la mera mezcla de elementos. ¿Y por qué no apuntar hacia allá, por qué no buscar en esa dirección?, me repetía una y otra vez.

Hubo una ocasión en la que sufrí una grave crisis debido a la inesperada muerte de uno de mis mejores amigos, Eduardo Cortez. Habíamos compartido los últimos años de universidad y luego nuestras prácticas en el hospital. Nunca me insinuó que algo estaba mal con él y mucho menos llegue a pensar que escondía una vida secreta desesperada. Lejos de lamentarse por sus problemas, Eduardo era un excelente compañero que siempre tenía un comentario positivo y entusiasta que alegraba el día, o que, al menos, lo hacía más llevadero. Por eso lo considerábamos un joven talentoso cuya gentil manera de ser lo conduciría, muy seguramente, a un futuro prometedor.

Sin embargo, en una ocasión me llamó a las cuatro de la mañana y contesté nervioso, creyendo que se trataba de la muerte de alguno de mis pacientes en el hospital:

-¿Sí?

-Sebastián, soy Eduardo.

-¿Sucede algo? ¿Se murió la señora Martínez?

-No, tranquilo, no tiene nada que ver con el hospital. Estoy en mi apartamento.

-¿Y entonces? ¿Estás enfermo? ¿Qué sucede? ¿Has visto la hora que es?

-No aguanto más todo esto.

-Espera un momento, no puedo ni abrir los ojos.

Me levante, tome un poco de agua que siempre dejaba en la mesa de noche, me restregué los ojos, abrí al máximo la boca y bostecé como un oso y volví a retomar el auricular:

-Ya, dime, ahora sí estoy despierto.

-Estoy harto de todo, por más que trato no le encuentro sentido a esa vida de hospital.

-Cálmate, recuerda que andar entre enfermos deprime un poco. No estaría de más que visitaras a Bianchi. Tú sabes que él no es un psiquiatra cualquiera.

-No es depresión, Sebastián, pienso que no podemos pasarnos la vida siempre entre charcos de sangre, orines, vómitos y escupitajos.

-Es nuestra profesión, eso fue lo que elegimos.

-A veces me invaden ideas terribles: se me ocurre entrar a Cuidados Intensivos y matar a todos esos pacientes terminales, que no hacen sino gemir y sufrir durante meses enteros. No me digas que prolongarles la vida de ese modo no es inhumano.

-Ambos juramos preservar la vida, no eliminarla.

-Pues ese juramento hoy me parece que es una mierda.

-óyeme algo ¿Por qué no te tomas unas vacaciones?

-No me trates como si fuera un empleadito con estrés. Tu bien sabes bien que esto no se cura con vacaciones, yendo a la playa ni metiéndome al mar tres días. Esto es algo serio muy serio, algo con lo que no comulgo y que me tiene ya atormentado.

-No sé qué decirte, en este preciso momento no se ocurre nada más que decirte no sé cómo ayudarte, solo te puedo recomendarte nuevamente que visites a Bianchi.

-De pronto tú ya actúas de forma automática y ni siquiera tienes tiempo para cuestionarte, para pensar qué diablos estás haciendo.

-No te ensañes conmigo. Yo no te he hecho nada.

-Mejor continúa durmiendo. Mañana me vas a maldecir por haberte despertado.

-Cuando terminemos la jornada podemos ir al bar y tomar algo.

-Ok, yo te busco. Perdóname por llamarte a esta hora.

Nos despedimos y colgamos. Fui al baño a orinar y luego caí de nuevo en un sueño profundo. A las pocas horas, me llamaron del servicio de Emergencias del hospital y esta vez sí estaba seguro de que se trataba de la muerte de la señora Martínez. No, me volví a equivocar. Esta vez era Mónica, la jefa de enfermeras:

-Sebastián, vente ya para acá corriendo.

-¿Qué ha sucedido? ¿Empeoró la señora Martínez?

-No, cariño, nos acaba de llegar Eduardo con un cuadro gravísimo de intoxicación.

-¿Qué?

-Me parece que se envenenó, Sebastián. Apúrate.

Llegué lo más pronto que pude, sin bañar, sin desayunar, con el pelo despeinado y enmarañado y la boca sucia. En efecto, Eduardo se había metido una sobredosis de morfina y no alcanzamos a salvarlo. De milagro, lo había encontrado su hermano, quien lo había llevado a la clínica en su propio carro, pero ya era tarde, la morfina había hecho efecto y agonizó inconsciente, en nuestros brazos.

En el entierro, la madre de Eduardo se me acercó y me preguntó:

-¿Es verdad que también te llamó a ti, Sebastián?

-En la madrugada, sí señora.

-El hermano, en cambio, no pudo seguir durmiendo y lo llamó al rato para saber cómo se encontraba, pero él no contestó.

No dije nada. La acusación estaba clara: yo, irresponsablemente, me había echado a dormir sin importarme la vida de mi amigo, y ahora las consecuencias estaban claras: él estaba bajo tierra en un cajón y yo seguía vivo por la vida, tan contento, como si nada. A caso ¿Era eso un amigo de verdad, alguien que nos ha acompañado a lo largo de los años?

Renuncié al hospital y me quedé unos meses sin hacer nada, sin saber muy bien qué hacer ni dónde vivir. Una tarde entré a confesarme a una iglesia y le conté al Sacerdote lo que había ocurrido.

-Me siento culpable de esa muerte -rematé diciendo con los ojos llenos de lágrimas-. Lo dejé solo, lo abandoné.

-A veces nuestras vidas se encuentran rodeadas por espíritus negros -dijo el Sacerdote, con una voz gruesa que retumbaba en las paredes del confesionario-. A veces pasan años y años siguiéndonos, vigilándonos, provocándonos, hasta que logran su cometido y nos destruyen, nos aniquilan.

-Creo que él estaba deprimido -aseguré de manera un poco más racional.

-Los malignos nos acechan y se alimentan de nuestra desgracia, de nuestra miseria. Y nadie nos advierte de su presencia.

-¿Usted cree que se trató de fuerzas sobrenaturales que lo condujeron a suicidarse?

-Estoy completamente seguro. Lo he visto muchas veces.

-Me sorprende, padre.

-Y debe tener cuidado, porque ahora lo rondan a usted.

-¿A mí por qué?

-Lo hacen sentir culpable, lo alejan de su trabajo, lo angustian. Busque ayuda profesional.

-Eso estoy haciendo -dije alarmado por la brusquedad del Sacerdote.

-Yo no soy psiquiatra. Haga una terapia, medíquese hasta que supere la muerte de su amigo. ¿Usted vive solo?

-Sí, señor.

-Múdese ya mismo y busque compartir con un familiar o con unos amigos. No se quede solo.

-Me está asustando, padre.

-Los caminos que nos conducen al infierno son tortuosos, retorcidos y laberínticos. Tenga mucho cuidado.

-¿Tengo que hacer alguna penitencia?

-Usted no ha cometido ningún pecado. Lo que tiene que hacer es protegerse usted mismo.

-Gracias, padre. Me retiro.

-Si las entidades siguen acercándose, venga a verme.

-Sí, señor, así lo hare.

Y salí de la iglesia atónito. ¿Qué diablos había sido eso? ¿Quién era ese tipo?

¿Sabían sus superiores que trataba de ese modo a los feligreses?

Lo más extraño de todo es que a partir de ese instante, como si se hubiera abierto una puerta a otro mundo, empecé a percibir que fuerzas invisibles atacaban o protegían las vidas de los hombres. No sé cómo explicarlo, pero me bastaba ver a una persona, tenerla un minuto cerca de mí, para saber si estaba limpia o si se encontraba acorralada por fuerzas oscuras. Y no solo me pasaba con mis vecinos o con la gente con la que me tropezaba en los centros comerciales, supermercados o los restaurantes, sino que a veces, leyendo el periódico o viendo la televisión, aparecía alguien que me confirmaba la presencia de esas entidades secretas que están detrás de nuestras desgracias.

Mi grave error fue no protegerme, no huir, no pedir ayuda, como me había recomendado el Sacerdote. Y por eso fui víctima de ellas hasta niveles insospechados.

Nunca he hablado de ello, pero juré que en estas páginas diría la verdad y nada más que la verdad. Y pienso respetar ese juramento.

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