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Mía Bambola. Nadie Robara tu Amor

Mía Bambola. Nadie Robara tu Amor

adryzam19990

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6
Capítulo

Mi nombre es Lisset White. Soy una joven que nació en cuna de oro, en un terrible palomar. Encerrada en el seno de una familia disfuncional de clase alta. Mi vida es un fastidio, controlada en exceso por un padre déspota y autócrata. Aún sin proponérmelo, el amor llega a mi vida. No un amor utópico, ni infantil, sino mi primer amor real. Esa fue mi tragedia, enamorarme de un Don Nadie, Mi Luciano Santorini, mi italiano. El destino nos separó quebrándome el alma. Once años sin él me volvieron fría. Pero después de reencontrarnos todo en mi se movió. ¿Podrá el amor superar el rencor acumulado y las mentiras que nos rodean?

Capítulo 1 UNO

Lisset

Acostada en mi cama con King Side, tomé una vez más la tableta IPad de último modelo, que estaba sobre la cama. En esta ocasión busqué en la galería una fotografía que había descargado unos días atrás de una página de chismes de Chicago . Al pie de la misma se leía: “Hijos de la alta sociedad de Chicago, disfrazados de Los Vengadores, participaron en la fiesta de Navidad que con fines benéficos se celebró en el University Hospital de Illinois”. Seguía la lista de los nombres. La fotografía era de buen tamaño y en ella aparecían los “Vengadores”, cinco chicos y seis chicas, una de las cuales era ella, Lisset, repartiendo regalos a los niños en el pabellón infantil del centro hospitalario. A la izquierda de la foto, de pie y dirigiendo el acto, se veía a un apuesto adolescente de unos dieciocho años, y del que la leyenda decía: “Parker Morgan, hijo del señor y la señora Morgan, de Stoneleigh”. Me compare con toda la objetividad que fui capaz de concebir, con las otras chicas vestidas de heroínas . Me preguntaba cómo se las arreglaban para fingir que tenían buenas piernas y generosas curvas, mientras que ella... —¿Gorda? — Pronuncie la palabra con una mueca de disgusto en el rostro—. Parezco un gnomo, no una heroína. Quizás para el otro evento me permitan usar el traje de Hulk. No era justo que las otras chicas, que tenían catorce años, apenas me llevaban unas semanas, tuvieran un aspecto tan maravilloso mientras que yo era un gnomo con el pecho plano y un freno dental. Observe su figura en la foto y una vez más lamente el acceso de vanidad que me había impulsado a quitarme las gafas, pues sin ellas tenía tendencia a bizquear; y en efecto, en aquella horrible foto bizqueaba. Me convendría usar lentes de contacto, me dije. Centré la mirada en la figura de Parker. Una sonrisa soñadora y tonta se dibujó en mi rostro mientras apretaba contra mi pecho liso la tableta. Era verdad que no tenía senos. Todavía no. Y al paso que iba, nunca los tendría. La puerta de mi dormitorio se abrió y me apresuré a ocultar la fotografía. En el umbral estaba la señora Marissa, la robusta ama de llaves de sesenta y cuatro años de edad. Venía a recoger la bandeja de la cena. —No te has comido el postre — dijo la mujer. —Estoy gorda, señora Mar — conteste. Para demostrarlo, salté de la vieja cama y me dirigí al espejo colgado encima del tocador —. Míreme — dije, señalando con un dedo acusador a mi imagen reflejada en el espejo —. ¡No tengo cintura! —Todavía no eres una mujer. Eso es todo. —Tampoco tengo caderas. Parezco un tronco con piernas. Con este aspecto, ¿cómo voy a tener amigos? La señora Marissa, que llevaba en la casa menos de un año, puso cara de asombro e inquirió —¿Que no tienes amigos? ¿Por qué no? Yo necesitaba desesperadamente alguien en quien confiar, así que me aventuré con Marissa. —He fingido que las cosas van bien en la escuela, pero la verdad es que marchan terriblemente mal. Soy... una inadaptada. Siempre lo he sido. —¡Qué barbaridad! Algo debe ir mal con tus compañeros de colegio... —No. El problema no es de ellos, sino mío. Pero voy a cambiar. Me pondré a régimen y haré algo con este horrible cabello. —¡No es horrible! — replicó la señora Mar, mirando primero mi larga cabellera azabache, que me cubría los hombros, y luego mis ojos color turquesa—, Tus ojos son preciosos y tu pelo es muy agradable. Agradable y abundante y... —Opaco—refute —Negro— aclaró Mar. Me miraba tercamente al espejo, mientras mi mente exageraba los defectos reales de mi cara y mi cuerpo. —Mido un metro sesenta y cinco. Tuve suerte de dejar de crecer antes de convertirme en un gigante. Pero no soy tan horrible, de eso me di cuenta el sábado. La señora Mar frunció el entrecejo, confundida: —¿Qué ocurrió el sábado para hacerte cambiar de opinión acerca de tu físico? —Ningún cataclismo — respondí y pensé sin dudas “Un cataclismo”... Parker me sonrió en la fiesta de Navidad. Me trajo una gaseosa sin que se la pidiese. Me dijo que no me olvidara de reservarle un baile el sábado, en la fiesta de Leicester. Hacía setenta y cinco años que la familia de Parker había fundado el gran banco de Chicago, en el que estaban depositados los fondos de White & Company. La amistad entre ambas familias, los Whitne y los Morgan, había resistido el paso de las generaciones. —Todo va a cambiar ahora, no solo mi aspecto — asegure en voz baja al tiempo que me apartaba del espejo—. ¡Tendré una amiga! Hay una chica nueva en la escuela, y no sabe que todos me detestan. Es inteligente, como yo, y me llamó anoche para preguntarme algo sobre los deberes. ¡Me llamó!, y estuvimos hablando de muchas cosas. —Me había dado cuenta de que no traías amigos de la escuela a casa — comentó la señora Mar, retorciéndose las manos con cierto desaliento —. Pero pensé que era porque vives muy lejos. —No, no es eso. — me arrojó sobre la cama y miré fijamente las prácticas zapatillas que llevaba puestas, que parecían pequeñas copias de las que usaba su padre. A pesar de su riqueza, papá sentía un hondo respeto por el dinero, por lo que mi ropa era de excelente calidad, pero siempre adquirida cuando la necesitaba y teniendo en cuenta su duración—. No encajo, ¿sabe? —Cuando yo era una muchacha — dijo la señora Mar con una mirada de comprensión—, siempre desconfiábamos de los que sacaban buenas notas. —No se trata de eso — repuse con una sonrisa forzada—. No tiene nada que ver con mi aspecto ni con mis notas. Es... todo esto. — Hice un gesto con la mano como para abarcar el enorme y austero dormitorio, incluyendo su desfasado mobiliario. Una habitación que, por lo demás, guardaba un gran parecido con las otras cuarenta y cinco que componían la mansión de los White—. Todo el mundo cree que soy un bicho raro porque papá insiste en que Fenwick me lleve a la escuela con el coche. —¿Puedo preguntar qué hay de malo en eso? —Los otros alumnos van caminando o en el autobús del colegio. —¿Y bien? —¡Pues que no se presentan con chófer y Rolls-Royce! — Con cierta tristeza añadí—. Sus padres son fontaneros y contables. Uno de ellos es empleado nuestro en los grandes almacenes. La señora Mar no podía rebatir la lógica de este razonamiento, pero tampoco estaba dispuesta a admitir mi verdad. —Sin embargo, a esa nueva alumna... ¿no le parece raro que Fenwick te lleve al colegio? —No — conteste, sonriendo maliciosamente—. Por la sencilla razón de que cree que Fenwick es mi padre. Le dije que trabaja para unos ricachones, dueños de unos grandes almacenes. —¡No habrás hecho eso! —Sí lo hice. ¿Y sabe qué? No me arrepiento. En realidad, debería haber inventado esa historia hace años, desde el primer día que pisé la escuela. Pero no quería mentir. —¿Acaso ahora ya no te importa mentir? — me preguntó la señora Mar con una mirada de reprobación. —No es una mentira. Bueno, digamos que lo es solo a medias — me defendí con tono implorante—. Me lo explicó papá hace ya mucho tiempo. Mira, White & Company es una sociedad anónima, y una sociedad anónima tiene por dueños a sus accionistas. De modo que, como presidente, papá es, técnicamente, un empleado de los accionistas de esta firma. ¿Lo comprendes? —Creo que no — respondió la mujer lisa y llanamente—, ¿De quién son las acciones? —Nuestras, en su mayoría — contesté, sintiéndome culpable. Los famosos almacenes White & Company se encontraban en el centro de Chicago, y al ama de llaves todo ese asunto sobre la propiedad de los mismos le resultaba desconcertante. Por su parte, a menudo yo exhibía una misteriosa comprensión del negocio, lo cual no sorprendía a la señora Marissa, teniendo en cuenta que mi padre no mostraba interés alguno en mi excepto cuando me daba lecciones relativas al negocio familiar, actitud que despertaba la ira del ama de llaves. De hecho, esta pensaba que Philip White era seguramente el responsable de que yo no fuera popular entre la gente de mi edad. Mi padre me trataba como a un adulto e insistía en que hablara o actuara como tal en todo momento. En las contadas ocasiones en que yo invitaba a un chico me comportaba como su anfitriona. El resultado era que me sentía cómoda entre los adultos y totalmente perdida entre los de mi misma edad. —En una cosa tiene usted razón — agrege—. No puedo seguir engañando a mi amiga Lisa Pontini. Verá, creí que si le daba la oportunidad de conocerme, después, cuando le confesara que Fenwick no era mi padre sino solo mi chófer, ya no le importaría. Y todavía no se ha enterado porque no conoce a nadie en la escuela y en cuanto terminan las clases tiene que volver deprisa a su casa. Tiene siete hermanos y debe echar una mano en las tareas del hogar. La señora Mar tendió una mano y torpemente me dio unos golpecitos de aliento en un brazo. Se esforzó en hallar unas palabras de ánimo. —Por la mañana las cosas parecen menos negras — aseguró, recurriendo a uno de los habituales tópicos en los que ella misma encontraba gran consuelo. Tomó la bandeja y se encaminó hacia la puerta. Ya en el umbral, se detuvo y añadió alzando la voz como quien se dispone a impartir una lección magistral—: Y recuerda: a cada perro le llega su hora. En serio no supe si reír o llorar. —Gracias, señora Mar. Muy alentador. — Observó en silencio cómo la puerta se cerraba tras el ama de llaves, después volvió a coger la tableta. Cuando volvi a darle una mirada a la fotografía, me quede mirándola durante largo rato. Pasé con suavidad un dedo por la boca sonriente de Parker. La idea de bailar con él me hizo temblar con una mezcla de terror y esperanza. Aquel día era jueves y el baile estaba programado para el sábado. Me parecían años de espera. Con un suspiro, pasé las páginas de la galería , empezando por la última. Abri una carpeta de la galería con fotos que le había hecho a un antiguo álbum de recortes d eso madre, Camila, y contenía la única prueba tangible en toda la mansión de la existencia de Camila Edwards White. Todo cuanto se relacionara con ella había sido eliminado de la casa, siguiendo órdenes de Philip White. Camila Edwards había sido actriz. En honor a la verdad, y según la crítica, una actriz no muy buena, pero sin duda rutilante. Me detuve en las fotografías devastadas por el tiempo, pero no me moleste en leer las críticas porque las conocía de memoria. Sabía que Jennifer Aniston era la mejor amiga de su madre; y también que Ashton Kutcher había declarado que era la mujer más hermosa que hubiera visto en toda su vida. Y que Steven Spielberg quiso contratarla para una de sus películas. Entre los datos que poseía figuraba otro, mi madre había actuado en tres espectáculos musicales de Broadway y en esa ocasión la prensa criticó su interpretación y ponderó sus bien formadas piernas. La prensa rosa insinuó que Camila había vivido aventuras románticas con casi todos los galanes con los que trabajó. Tenía varios recortes de mi madre: envuelta en pieles, en una fiesta celebrada en Roma; luciendo un escotado vestido negro de noche, mientras jugaba a la ruleta en Montecarlo. En una de las fotografías aparecía en la playa de Mónaco cubierta tan solo por un diminuto biquini; en otra esquiaba en Gstaad con un campeón olímpico suizo. Me le resultaba obvio que dondequiera que mi madre estuviese siempre se rodeaba de hombres apuestos. La ultima foto guardada por mi madre estaba fechada seis meses después de aquel en que aparecía con el esquiador. Vestía un magnífico traje de boda, blanco, y la cámara la tomó riendo y bajando presurosamente los escalones de la catedral, del brazo de Philip White y bajo una lluvia de arroz. Los cronistas de sociedad se habían superado a sí mismos con las más exageradas descripciones de la boda. La recepción se celebró en el hotel Palmer House y estuvo cerrada a la prensa, pero los reporteros pudieron hacer el listado de todos los famosos presentes, desde los Vanderbilt y los Kardashiam hasta un magistrado del Tribunal Supremo y cuatro senadores de Estados Unidos. El matrimonio duró dos años, tiempo suficiente para que mamá quedara embarazada y diera a luz, tuviera una sórdida aventura con un domador de caballos y luego se largara a Europa con un falso príncipe italiano que había sido huésped del matrimonio. Aparte de eso, no sabía mucho más, excepto que mi madre nunca se había molestado en enviarle una nota o una tarjeta de cumpleaños. Papá por su parte, celoso guardián de la dignidad y de los antiguos valores, afirmaba que su mujer era una zorra egoísta sin la menor noción de la fidelidad conyugal o de sus responsabilidades maternales. Cuando yo tenía un año de edad, Philip pidió el divorcio y la custodia de su hijita. No dejó de desplegar toda la artillería pesada a disposición de los White, incluyendo influencias sociales y políticas, para asegurarse de ganar el juicio. Pero no tuvo necesidad de recurrir a eso, pues, como él mismo me confesó tiempo después , Camila ni siquiera se molestó en asistir a la audiencia y mucho menos en oponerse a su marido. Cuando le otorgaron la custodia mi padre, Este se puso enseguida manos a la obra. Tenía que asegurarse de que la hija no seguiría los pasos de la madre. No señor , yo sería otro eslabón en la larga cadena de dignas mujeres White. Como mis predecesoras, llevaría una vida ejemplar, dedicada a las obras de caridad acordes a su rango social. Mujeres sobre las que nunca había planeado la sombra de la más leve sospecha. Cuando alcance la edad de ir a la escuela, a mi padre se le planteó un problema. Había descubierto con enojo que se estaban relajando las reglas de conducta social, incluso las de su propia clase. Muchos de sus conocidos empezaban a adoptar una actitud más liberal con respecto al comportamiento infantil; en consecuencia, enviaban a sus hijos a escuelas progresistas, como Bently y Ridgeview. Al visitar esos colegios oyó frases como clases sin estructura y conceptos tales como auto expresión. De inmediato llegó a la conclusión de que el supuesto progresismo de esas escuelas no significaba otra cosa que indisciplina, con el consiguiente hundimiento de los niveles académicos y de conducta. Así pues, rechazó ambos colegios y me llevo a conocer Saint Stephen, una escuela privada de monjas benedictinas a la que habían asistido su tía y su misma madre. Visitamos la escuela y a papá le gustó lo que vio. Veinticuatro niñas vestidas con recatados uniformes sin mangas de tartán gris y azul y diez niños con camisa blanca y corbata azul se pusieron de pie respetuosamente, como impulsados por un resorte, cuando la monja le enseñó a Philip el aula. Eran alumnos de primer grado. Aquellas treinta y cuatro voces entonaron al unísono un “buenos días, hermana”. Además, en Saint Stephen aún enseñaban según los viejos y buenos cánones; no como en Bently, donde Philip había visto a niños pintar con el dedo mientras otros, que elegían aprender, se dedicaban a las matemáticas. Además, aquí yo recibiría una estricta educación moral. Philip era consciente de que el barrio donde se encontraba Saint Stephen se había deteriorado, pero estaba obsesionado por la idea de que su hija fuera educada del mismo modo que lo habían sido durante tres generaciones las dignas y rectas mujeres de la familia White. Resolvió el problema del barrio expeditivamente, el chófer de la familia me llevaría a la escuela y me recogería a la salida. Sin embargo, se le escapó un detalle. Los alumnos de Saint Stephen no eran una colección de jóvenes virtuosos, contrariamente a lo que se observara durante aquel primer día de su visita. Eran chicos corrientes, de extracción social nada brillante. Predominaban los de clase media baja e incluso algunos de familias pobres. Jugaban juntos y juntos iban a la escuela, y como un solo hombre compartían el mismo recelo hacia alguien que procediera de una clase social del todo distinta y mucho más próspera. Yo no sabía nada de esto cuando llegue a Saint Stephen. Vestida como las demás, y llevando el almuerzo en una lunchera nueva, me había sentido presa del nerviosismo propio de la niña de seis años que por primera vez se sienta en un aula repleta de desconocidos, aunque no tuve verdadero miedo. Después de pasar mi corta vida en relativa soledad, con la única compañía de mi padre y los sirvientes, me sentía feliz de contar finalmente con amigos de mi misma edad. El primer día todo fue bien, pero al terminar las clases el curso de los acontecimientos cambió repentinamente cuando los alumnos se precipitaron al patio que hacía las veces de aparcamiento. Allí la esperaba Fenwick, de pie junto al Rolls y enfundado en su uniforme negro de chófer. Los chicos de mayor edad se detuvieron a contemplar el espectáculo y, poco después, me habían identificado. Me trataba de una niña rica y, por lo tanto, «diferente». Esta circunstancia los mantuvo alejados de mi. Distanciados y cautelosos al principio, al cabo de una semana habían descubierto nuevos detalles acerca de la «niña rica» y el abismo se agrandó. Me se expresaba más como un adulto que como un niño, no sabía nada de sus juegos, y cuando a la hora del recreo intentaba unirme a ellos, mi torpeza era evidente. Y lo peor de todo: bastaron unos días para que me convirtiera en la niña mimada de las monjas debido a mi inteligencia. Al cabo de un mes había sido juzgada por todos los alumnos de Saint Stephen, que me consideraban una intrusa, un ser de otro mundo, condenándome al ostracismo. De haber sido lo bastante bonita como para despertar admiración, quizá con el tiempo se habría beneficiado, pero no lo era. A los nueve años un día se presentó en la escuela con gafas; a los doce años fue el aparato de ortodoncia; a los trece, era la chica más alta de la clase. Todo había cambiado una semana antes, tras años de frustración y desesperanza durante los que creyó que nunca tendría un amigo. Lisa Pontini se había matriculado en octavo grado. Era unos tres centímetros más alta que yo y caminaba como una modelo. Pero también resolvía complicados problemas de álgebra con el aire de un académico aburrido. El mismo día de su llegada, a la hora del desayuno,me senté en un bajo muro de piedra que circundaba los terrenos de la escuela para almorzar, como de costumbre, mientras leía un libro que sostenía en la falda. Al principio esa costumbre había sido como un estupefaciente contra la sensación de aislamiento. Cuando estaba en quinto, la droga se había convertido en una adicción. Ya era una lectora ávida. Se disponía a pasar la página cuando vi un par de gastados pantalones. Ante mi se erguía Lisa Pontini. Con su aspecto vital y su abundante pelo rubio, era el polo opuesto de Moo. La contemplé con curiosidad. Lisa irradiaba un indefinible aire de atrevida confianza. Semejante vigor y seguridad en su figura era lo que la revista Seventeen llamaba tener personalidad. En lugar de vestir el suéter gris de la escuela, con su emblema descuidadamente colocado sobre los hombros, como hacíamos tosso, Lisa se había hecho un nudo con las mangas sobre los pechos. —¡Dios, qué tugurio! — exclamó Lisa, sentándose a mi lado y dirigiendo la mirada hacia los terrenos de la escuela—. En mi vida he visto tantos chicos bajos. Aquí deben de echar algo en el agua para detener el crecimiento. ¿Cuál es tu promedio? En Saint Stephen las notas se medían por promedios exactos, con sus correspondientes decimales. —97,8 — contesté Meredith, un tanto confusa por las rápidas observaciones y la sociabilidad de Lisa. —El mío 98,1. Repare en los pequeños orificios de las orejas de Lisa. Los pendientes y la pintura de labios estaban prohibidos en el colegio. Observándome, Lisa preguntó sin más preámbulos: —¿Eliges la soledad o eres una especie de marginada? —Nunca he pensado en eso — mentí. —¿Cuánto tiempo tendrás que llevar ese aparato en los dientes? —Todavía un año más. — está chica Liza Lisa no me gustaba nada. Cerré el libro y me levanté, aliviada porque estaba a punto de sonar la campana. Aquella tarde, según el ritual del último viernes del mes, los estudiantes se alinearon en la iglesia para confesarse con los curas de Saint Stephen. Sintiéndome como de costumbre una desgraciada pecadora, me se arrodillé en el confesionario y enumeró sus maldades al padre Vickers. Entre mis pecados incluí el desagrado que le inspiraba la hermana Mary Lawrence, así como el excesivo tiempo que se pasaba pensando en mi aspecto. Cuando hube terminado, sostuve la puerta para dejar entrar al siguiente pecador, y luego me arrodillé en un banco para rezar las oraciones que se me habían impuesto como penitencia. Como a los estudiantes se les permitía volver a casa después de la confesión, saque mi teléfono celular y salí al patio a marcarle a Fenwick. Minutos después apareció Lisa, poniéndose la chaqueta mientras bajaba por los escalones del templo. Todavía alterada por los comentarios de la chica, la observe con cautela. Lisa, después de mirar alrededor, se me acercó caminando lentamente. —¿Podrás creerlo? — prorrumpió Lisa—. Vickers me ha castigado a rezar un rosario entero esta noche. Y todo por ser un poco cariñosa con un chico. ¿Qué penitencia impondrá por besarse a la francesa? Me da rabia pensarlo. — Con una amplia e impúdica sonrisa, se sentó al mi lado. Yo ignoraba que la nacionalidad determinaba la manera de besar, pero por el comentario de Lisa deduje que, en cualquier caso, a los curas de Saint Stephen no les gustaba esa clase de besos. Trate de mostrarme mundana. —Por besar así, el padre Vickers te hace limpiar el templo como penitencia. Lisa esbozó una sonrisa y me miro con curiosidad. —¿Tu novio también lleva un aparato en la boca? Enseguida pensé en Parker y meneé la cabeza. —Eso está bien — dijo Lisa, y volvió a sonreír—. Siempre me he preguntado cómo pueden besarse dos personas que lleven aparatos en la boca sin quedarse enganchados. Mi novio se llama Mario Campano. Es alto, moreno y guapo. ¿Cómo se llama el tuyo? ¿Y qué aspecto tiene? Dirigí la mirada a la calle, con la esperanza de que Fenwick se hubiera ignorado mi mensaje, y olvidado de que era el último viernes del mes y las clases terminaban antes. Me sentía incómoda hablando de aquello, pero Lisa Pontini me fascinaba. Además, tenía la sensación de que, por algún motivo, deseaba ser mi amiga. —Tiene dieciocho años — respondi con sinceridad—. Se parece a Nick Cateman y su nombre es Parker. —Eso es el apellido. —No, es el nombre. Se apellida Morgan. —Parker Morgan — musitó Lisa, arrugando la nariz—. Suena a esnob de la alta sociedad. ¿Lo hace bien? —Hace bien... ¿qué? —Besar, claro. —Oh, bueno, pues sí. Es fantástico. Lisa le dedicó una mirada burlona. —Nunca te ha besado. Te ruborizas cuando mientes. Me puse de pie con brusquedad. —Escúchame — empecé a decir, enojada—, yo no te he pedido que te acerques a mí y... —Eh, no te enfades. Después de todo besarse no es gran cosa. Me refiero a que la primera vez que Mario me besó fue el momento más incómodo de mi vida. Ahora que Lisa empezaba a confiar en ella, sintí que mi enojo se esfumaba. Volví a sentarme. —¿Fue incómodo porque te besó? —No. Verás, yo estaba apoyada en la puerta de mi casa cuando sucedió. Accidentalmente mi hombro hizo sonar el timbre, abrió mi padre y me precipité en sus brazos, cayéndome con Mario todavía abrazado a mí. Pasaron siglos antes de que los tres, tumbados en el suelo, nos separáramos. Estallé en una carcajada, que se interrumpió cuando vio al Rolls girar en la esquina. —Ahí está el coche — dije, recuperando la compostura. Lisa miró de reojo y musitó: —¡Jesús! ¿Es un Rolls? Apenada asentí, muy incómoda. Recogí los libros y me encogí de hombros. —Vivo lejos de aquí, y mi padre no quiere que viaje en autobús. —Ah, tu padre es chófer — dijo Lisa, y se dispuso a acompañarme hasta el automóvil—. Debe de ser maravilloso circular por ahí con un coche como ese, fingiendo que se es rico. — Sin esperar respuesta añadió—: Mi padre es fontanero en un astillero. Su sindicato está ahora en huelga, así que nos mudamos aquí, donde los alquileres son más baratos que donde vivíamos. Ya sabes cómo es eso. No tenía idea de «cómo era eso». Al menos carecía de experiencia personal sobre el asunto, aunque por las iracundas protestas de su padre conocía el efecto que los sindicatos y las huelgas tenían sobre los propietarios de negocios, como los White. Aun así, asentí solidariamente cuando Lisa emitió un triste suspiro. —Debe de ser duro. ¿Quieres que te lleve a casa? — añadí impulsivamente. —¡Claro! Pero no, espera. ¿Podría ser la semana que viene? Tengo siete hermanos y mi madre tendrá mil tareas para mí. Prefiero quedarme aquí un rato y luego presentarme en casa a la hora de costumbre. {***} Había transcurrido una semana desde aquel día, y lo que fuera el principio de una amistad incierta había florecido y crecido, alimentado por un intercambio de confidencias y de pícaras confesiones mutuas. Ahora, sentada y mirando la foto de Parker en en la tableta y pensando en el baile del sábado a la noche, me decidí a que al día siguiente le pediría consejo a Lisa en la escuela. Lisa sabía mucho de peinados y esas cosas, y acaso podría sugerirle algo que la hiciera más atractiva a los ojos de Parker. Al día siguiente, mientras almorzaban sentadas donde solían hacerlo, le inquirí a mi amiga: —¿Qué opinas? Como la cirugía plástica está descartada, ¿hay algo que pueda hacer para cambiar mi aspecto de un modo realmente notable? ¿Algo que me haga parecer más bonita y más adulta a los ojos de Parker? Antes de contestar, Lisa me miró fijamente y dijo —Las gafas y el aparato en los dientes no ayudan precisamente a encender pasiones, creo que lo sabes. — Hablaba con tono jocoso—. Quítate las gafas y ponte de pie. obedecí y espere con divertida contrariedad, mientras Lisa caminaba rodeándome lentamente, inspeccionándome. —Bueno, no hay duda de que te has esforzado por parecer poca cosa — concluyó Lisa—. Tus ojos y tu pelo son preciosos. Si utilizases un poco de maquillaje, te quitaras las gafas y te peinaras de un modo distinto, es probable que el viejo Parker se fijara en ti mañana por la noche. - [x] —¿Lo crees realmente? — pregunte, con la mirada encendida al recordar a Parker. —Solo he dicho que es probable — me contestó Lisa con la más cruda sinceridad—. Él es bastante mayor que tú, y eso es un factor en contra. ¿Qué solución le has dado al último problema de matemáticas en el examen de hoy? Hacía una semana que eran amigas, y ya me había acostumbrado a la veleidosa conversación de Lisa, que cambiaba de tema inesperadamente. Daba la impresión de que la muchacha era demasiado despierta, de que poseía una inteligencia tan notable que no le permitía concentrarse en un solo tema. Le comenté mi solución. —La misma que la mía — respondió Lisa—. Con dos cerebros como los nuestros — bromeó—, no hay duda de que esa es la solución correcta. ¿Sabías que en esta mierda de escuela todo el mundo piensa que el Rolls es de tu padre? —Nunca le dije a nadie que no lo fuera — afirmé con sinceridad. Lisa mordisqueó una manzana y asintió con la cabeza. —¿Y por qué tendrías que mentir? Si son tan tontos que creen que una chica rica asistiría a un colegio como este... En tu lugar me parece que yo haría lo mismo. Aquella tarde, después de la escuela, Lisa se mostró dispuesta a que mi «padre» la llevara a casa, cosa que Fenwick, no sin reservas, aceptó hacer. Cuando el Rolls se detuvo frente a la puerta del bungalow de ladrillo marrón en que vivía la familia Pontini, observé el habitual caos de niños y juguetes en el patio. La madre de Lisa estaba de pie en el porche, luciendo su sempiterno delantal. —¡Lisa! — llamó con un fuerte acento italiano—. Mario está al teléfono y quiere hablar contigo. Eh, Meredith — añadió saludando con la mano —, quédate a cenar uno de estos días. Pasa la noche aquí y así tu padre no tiene que venir a buscarte tan tarde. —Gracias, señora Pontini — dije, saludándola también con la mano—. Lo haré. — Era lo que yo había deseado fervientemente desde siempre: tener una amiga y ser invitada a pasar la noche en su casa. Me sentí pletórica de alegría. Lisa cerró la portezuela del coche y se asomó en la ventanilla. —Tu madre ha dicho que te llama Mario — le recordé. —Es bueno hacer esperar a un tipo durante un rato. Así se inquieta y se hace preguntas. Bueno, no olvides llamarme el domingo para contarme todo lo ocurrido con Parker mañana por la noche. Me gustaría poder peinarte para el baile. —Y a mí me gustaría que lo hicieras — contesté, aunque sabía que en ese caso mi amiga se enteraría de que Fenwick no era mi padre. En cuanto pisara la mansión se daría cuenta del engaño. No había día en que yo no intentara confesarle la verdad, pero cuando me disponía a hacerlo no me sentía con fuerzas y me echaba atrás. Me decía que cuanto más tiempo mantuviera la mentira, mejor conocería Lisa su verdadera personalidad y, en consecuencia, le importaría menos tener una ricachona como amiga. Con aire pensativo añadió—Si vienes mañana a mi casa podrás pasar la noche conmigo. Mientras yo estoy en el baile haces los deberes y a la vuelta te lo cuento todo. —No puedo. Mañana por la noche tengo una cita con Mario — le recordó Lisa innecesariamente. Me sorprendía que los padres de Lisa la dejaran salir con chicos a sus catorce años, pero al comentárselo, Lisa se echó a reír. Luego me explicó que Mario no se excedería, pues era consciente de que, en tal caso, debería enfrentarse a su padre y sus tíos. Apartándose del automóvil, Lisa me dio un último consejo. —Te acuerdas de lo que te he dicho, ¿verdad? Flirtea con Parker y míralo a los ojos. Y péinate con un moño alto, así parecerás más sofisticada. Durante el viaje a casa, intenté verme flirteando con Parker, cuyo cumpleaños era dentro de dos días, como sabía desde hacía un año, cuando me di cuenta de que me estaba enamorando de él. La semana anterior me había pasado una hora en el drugstore buscando la tarjeta de felicitación más adecuada, pero las que expresaban lo que ella verdaderamente sentía eran demasiado cursis. Ingenua como era, pensaba que a Parker no le gustaría una tarjeta en que se leyera: «A mi único amor ...». De modo que, muy a su pesar, se resignó a elegir una con la inscripción: «Feliz cumpleaños a un amigo especial ». Apoyando la cabeza en el respaldo del asiento, cerré los ojos sonriendo soñadoramente mientras me imaginaba con el aspecto de una espléndida modelo y diciendo frases inteligentes e ingeniosas. Parker, por supuesto, no se perdía una sola de sus palabras.

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